La balacera ocurrida
ayer en la estación Balderas de la línea 3 del metro tiene un par de puntos que
a mi no me convencen. El primero es el adjetivo de “grafitero” que se le endilgó
a Luis Felipe Hernández Castillo. Durante mi paso por la secundaria, preparatoria
e incluso educación superior conocí todo tipo de grafiteros, desde los que únicamente
realizan actos vandálicos (los llamados “taggers”), los que hacen pintas políticas
y los que hacen graffiti artístico. Los
dos primeros son por lo general jóvenes, sigilosos, ágiles y actúan resguardados
al amparo de la oscuridad, a altas horas de la noche, o en la madrugada más
temprana. Los grafiteros artísticos hacen su labor en plena luz del día, con un
permiso de por medio y en paredes que están por lo general a la vista pública.
Hernández Castillo,
con su apariencia de “malandro” (cabello corto, corpulento, ropa que trata de
emular alguna otra de cierta calidad y misma que no permite una movilidad
rápida) y su posible trasfondo y motivaciones religiosas, no se adscribe ni
siquiera de manera muy forzada al perfil de “grafitero”.
El segundo punto
es que, más que un joven que hace pintas por vandalismo o por motivaciones artísticas
o políticas, el asesino del metro Balderas pareciera integrante de “Los Zetas”,
o militar, profesiones que en nuestro México actual parecieran ser cada vez más
indistintas.
En lugar de
tachar inmediatamente este atentado como producto de la “locura transitoria” de
un “fanático” y “loco” –además de relacionarlo inmediatamente contra los
movimientos de protesta social que existen en nuestro país al hacer constante
hincapié sobre las pintas y consignas anti-gubernamentales que el tocayo de
Calderón gritaba- debería investigarse cual es el verdadero trasfondo de esta
expresión de ultraviolencia, que a mi parecer, poco tiene de “espontánea”
Desgraciadamente en el “México Ganador” de “los pacíficos”, ese del “para que
vivamos mejor”, dudo que eso pase.
beamsdp@gmail.com