Crecí
en una unidad militar, en donde la mayoría de mis amigas y amigos eran hijos de
militares. Fui a una escuela pública que se llamaba "Generalísimo José María
Morelos y Pavón" y el nombre de mi calle era Nicolás Bravo. Además, me tocó
vivir en la época donde dicha unidad habitacional era vigilada por soldados, y
se contaba también con un destacamento que se rolaba por temporadas. Algo
normal, según entiendo.
El
lugar era agradable: los botes de basura eran orgánicos y no-orgánicos, el
camión pasaba puntual, las calles estaban limpias, los jardines verdes, los
juegos del parque bastante decentes y cuidados, y la seguridad era impecable. El
entorno ideal.
Contábamos
con la oportunidad de ir caminando al banco, -Banjército por supuesto-, de
surtir el mandado en la tienda de SEDENA a precios económicos, y además los
niños y las niñas jugábamos con canchas de futbol, beisbol y basquetbol
bastante rescatables. También podíamos patinar y andar en bicicleta sin peligro.
En resumen, crecí en un entorno seguro y agradable. Las mamás eran mamás y los
papás eran papás. No sabía nada de grados, ni de política, ni de fuerza bruta,
ni de economía, represión, ni nada por el estilo.
Comprendí
con el tiempo, el papel que el ejército tiene en la sociedad mexicana, sin
embargo para mí, todas las familias de mis amigas y amigos, -a pesar de ser yo,
hija de un civil- eran tan normales como la mía. No sentí discriminación
alguna, nunca recibí groserías de nadie, ni insultos porque mi papá era
diferente o trabajaba en algo distinto. Es más, como la mayoría de las cabezas
de familia eran las mujeres, -que además vivían mucho tiempo solas, porque sus
esposos andaban trabajando en algún lugar de provincia, o de guardia- se palpaba un ambiente que
mezclaba diferentes costumbres, pues había de todo: gente proveniente de
Oaxaca, Guerrero, Michoacán, Nayarit, Chihuahua, Durango, Yucatán, etc. Crisol
de culturas. Poco tiempo tenían para hablar o saber de política, sin embargo,
no me parecía que estuviera prohibido.
Cuando
en 1997, yo simpaticé con el movimiento zapatista, comencé a utilizar playeras
con la cara del sub Marcos, boinas
con estrellas rojas, incluso botas tipo industrial -- el remanente de una mezcla
grunch y jipiteca
grunch y jipiteca- leía a Rius, La
Jornada, y todos los sábados iba al Chopo, creo que hasta comencé a tener
amigos darketosque me iban a visitar.
Ya saben, lo que todaadolescente
hace a esa edad. Y puedo asegurar que jamás recibí agresión alguna por ello. Nadie
me miraba feo o me insultaba a mis espaldas.
Con
el tiempo mi hermana ingresó al ejército, a pesar de las súplicas de mis padres
de que no lo hiciera, y conocimos a dos o tres novios que la acompañaban a
casa. Como cualquier otra familia.
Tuve
la oportunidad de platicar y discutir con los cuñadossobre el autoritarismo, los asesinatos en el sur del país,
de las guerrillas, del EZLN, el movimiento del 68, de la pobreza y de cómo para
ellos, el ejército había sido la única opción para obtener un trabajo que les
diera de comer: "O era esto, o era vender chicles y disfrazarte de indígena para que la gente te tuviera lástima y tediera un peso". Me dijo uno de ellos. Incluso, dejaba entrever, la simpatíade que la gente del sur estuviera pidiendo justicia por tantos años de olvido.Cuentotodo esto, porque antes que cualquier etiqueta que se nos pueda ir poniendo,todas y todos somos seres humanos, cada uno de nosotros busca un camino que noshaga más llevadera la vida, tratamos de comer y de vestir, y nos rompemos lamente o el físico en nuestros trabajos. Nadie se salva, ni aunque se tengatraje militar.Esverdad que hay militares que abusan de su poder y provocan las más inaceptablesmuertes a gente inocente, también sé, que con la supuesta guerra contra elnarcotráfico nuestra sociedad se ha militarizado de la manera más absurdaposible, que hay total impunidad a los delitos cometidos por el ejército y soy delas primeras en pedir justicia. Sí, me indigno tanto como ustedes por el casode Ernestina Ascencio, los niños muertos en Tamaulipas, la masacre de AguasBlancas, y por cualquier abuso cometido por quienes se sienten escudados por ununiforme militar.Sinembargo, también quiero ser de las que trata de mirar al mundo con el mayorrespeto y objetividad posible, no olvido, ni intentaré hacerlo, que las y losmilitares son seres humanos, y que la impunidad y la injusticia no provienesólo de ellos, también de nosotros, de los que nos creemos indefensos y que sinembargo no dudamos en insultar, etiquetar, agredir y de la manera más vil excluira quienes parecen ser o pensar diferente, con la falsa bandera de tener la razón. En pocas palabras, lehacemos el juego a una especie de autoritarismode izquierda. No necesitamos uniforme, ni armas. Sabemos bien que nuestraspalabras y acciones pueden ser igual de letales. No lo neguemos.¿Cómoqueremos un mundo diferente, una sociedad menos corrupta o un gobierno mejor?Si vamos por ahí con la ceguera de quien ve lo que quiere y no busca, niprofundiza, ni reconoce que cada quién sus circunstancias, y el propósito alque vino a este mundo. El que sea. No nos toca juzgar a nadie, porque,contrario a lo que dice este gobierno, y otros tantos que nos han tocado, noestamos en guerra. No les facilitemos las cosas.