Hace más de 30 años, cuando yo estudiaba la carrera de economía en el Tecnológico de Monterrey, leí en una revista acerca de cierta reunión cumbre en la que participaban, como suele ocurrir, gobernantes del primer mundo y de los países subdesarrollados.

El líder de una nación industrializada planteó ahí la necesidad de cerrar fábricas contaminantes para cuidar el medio ambiente. Después de eso, habló el presidente de un país pobre: "Me parece muy bien lo que ustedes van a hacer. Por favor, las fábricas contaminantes que cierren mándenlas a la ciudad en la que yo resido. Nos hacen falta, necesitamos empleos, no tenemos nada. Un poco o un mucho de smog lo podemos soportar. Pero sin trabajos y sin producción vamos directo a la peor de la crisis, y de ahí al estallido social".

He leído en Reforma que Felipe Calderón y su familia, aterrorizados por los brotes de influenza, viven aislados en Los Pinos. Es tanto su temor, que Calderón hasta recibe a sus colaboradores en áreas abiertas, es decir, en terrazas y jardines. Respeto los miedos de la familia Calderón porque cada quien tiene los suyos. Lo que me parece absolutamente insensato, a una semana de que se presentara la crisis por la aparición del nuevo virus humano, es que por esa paranoia el presidente espurio haya decidido paralizar a la economía mexicana.

Eso estuvo bien hecho, dirán los lambiscones de siempre, como hoy sábado expresó en su columna semanal el ex secretario particular de Ernesto Zedillo, Liébano Sáenz.

Muy bien, aceptaré, solo parar hacer posible la discusión, que gracias a Calderón y a su secretario de Salud, el doctor Córdova, la sociedad mexicana va a ser a partir de ahora una de las más sanas del mundo. Pero lo que me preocupa es el costo que se está pagando para conseguirlo.

Ha quedado destruido el sector turístico, que es el cuarto generador de divisas en México y que da empleo en forma directa a millones de personas.

Miles de comercios se han quedado sin clientes y, por lo tanto, no tardan en irse a la quiebra, dejando en la calle a innumerables mexicanos.

Las instalaciones manufactureras están paralizadas y sus trabajadores sin cobrar salarios.

Y, para colmo, en el mundo se desprecia, se discrimina y hasta se aísla a los mexicanos.

¿Eso habría ocurrido si Calderón no hubiera ordenado, un jueves a las 11 de la noche, como si hubiese sido el anuncio del estallido de una guerra, la suspensión de las clases en todos los planteles educativos del Distrito Federal y del Estado de México?

Creo que no.

No se midieron las consecuencias de hacer algo así. De plano, no se midieron.

Lo que se dio a entender con esa medida era que en México estaban muriendo muchas personas por causa de un nuevo virus de la influenza y que el contagio de seres humanos en nuestro país era imparable.

Eso fue lo que se dio a entender, y el mundo, lamentablemente para México, así lo entendió.

Y en cuanto empezaron los contagios en otros países, sobre todo causados por personas que habían visitado México, la situación se salió de control.

Sobran ciudadanos extranjeros dispuestos a exigir a sus gobiernos que rompan toda clase de contactos con México. Y sobran gobernantes dispuestos a escucharlos.

Estamos, así, ante la peor crisis de la historia. Pero no se trata de una crisis sanitaria, que ahora resulta no era tan grave, sino de una crisis económica que en el corto plazo podría llevar a la pérdida de millones de puestos de trabajo.

De eso al estallido social no hay ni medio paso.

Y todo por los miedos de Calderón a contagiarse por un virus que, según él mismo ha dicho, se cura tomando unas cuantas pastillas de Tamiflu o aspirando algunas dosis de Relenza.