La colonia Polanco, en el Distrito
Federal, es muy ruidosa, sobre todo los fines de semana o días festivos. La
noche de este 15 de septiembre no fue la excepción, aunque, en honor a la
verdad, diré que hubo bastante más alboroto de lo normal. Dormí poco ya que,
triste mi suerte, hasta las seis de la mañana me vi obligado a escuchar a decenas
de patrióticos borrachos cantar las de José Alfredo Jiménez. Terrible. Me
pregunto si este patriotismo alcoholizado ayuda en algo a la sociedad mexicana,
que no solo pasa por una grave crisis económica que ha elevado el número de
pobres a unos 50 millones (¡demasiados!), sino que también vive ahora aterrorizada
por una guerra absurda.
No presencié ni en vivo ni por
televisión los actos hollywoodenses organizados por el gobierno de Felipe
Calderón, que no pudo terminar a tiempo un monumento digno para celebrar el
bicentenario de la Independencia (se inaugurará en 2012), pero que echó la casa
por la ventana en un desfile a la Disney y en una exhibición de cuetes digna
del arranque de unas Olimpiadas, según dijo un entusiasmado panista en Twitter.
Desde luego, con la mala copia de los
desfiles de Disneylandia México no gana nada, sino pierde. No tengo la menor
duda de que con tanto patriotismo a la Walt Disney México no avanzará, sino
retrocederá. Y bueno, en cuanto a los cuetes "espectaculares" a la Juegos
Olímpicos, debo citar al tuitero @Poblett07: "Por lo menos en las Olimpiadas
(después de los llamados "fuegos artificiales") siguen los juegos; ¿aquí qué sigue?". Lo único
que pude responderle fue que en México lo que sigue, porque eso no ha
terminado, son más balaceras.
Tenía razón el anarquista Proudhon: Hace
falta patriotismo, pero no demasiado. Como en todo, la dosis importa. Lo dijo
con sensatez el tuitero @CoUdErMaNn: "Se invoca el patriotismo
cuando en la práctica regalan al país". Es un hecho, como nunca antes México
depende del extranjero, no solo por la enorme cantidad de empresas de otros
países que operan en sectores clave de nuestra economía, sino porque, para más
o menos poner orden en su perdida guerra, Calderón cada día tiene que recurrir
a más apoyo militar de Estados Unidos.
Estamos en manos de extranjeros, no hay
duda, y el colmo es que, por la fallida guerra contra el narco, el gobierno de
Estados Unidos recomienda a sus ciudadanos no visitarnos y a sus empleados en
varios consulados, como el de Monterrey, les exige sacar a sus niños de nuestro
peligroso país. Nos dominan y se burlan.
México es un desastre. Por eso lastima
tanto el patriotismo barato que se vivió la noche del 15 de septiembre en el
Paseo de la Reforma y en el Zócalo de la Ciudad de México. A la gente que
disfrutó los cuetes y el desfile a la Disney se le olvidó que en muchos lugares
de la nación, controlados por el crimen organizado, los ciudadanos por miedo no
se atrevieron a salir a la calle a celebrar. Estamos haciendo de nuestro
patriotismo, diría el anarquista Bakunin, una mala y funesta costumbre.
Cito a anarquistas porque al
pensamiento de ellos, de manera natural, me llevó el exceso de gritos sin
sentido de "¡Viva México!". Escuchando a los borrachos celebrar a la patria le
di la razón a Bakunin: Ese patriotismo tiene su origen no en la humanidad del
hombre, sino en su bestialidad. El mismo autor dijo que eso conduce al egoísmo
colectivo que hace del patriotismo un reflejo del culto divino, lo que es
necesariamente malo ya que tiende a convertir al estado en un hermano menor de
la iglesia.
En mi opinión, el patrioterismo es la
antesala de la dictadura porque el culto al estado solo puede llevar a la
muerte de las libertades personales. Este es el riesgo, y hay que entenderlo.
Prefiero el patriotismo mesurado, menos
festivo, más modesto del Grito de los Libres en Tlatelolco. Este acto lo
encabezó Andrés Manuel López Obrador y los que ahí estuvimos nos sentimos
orgullosos de haber escapado a la locura de las fastuosas celebraciones
orquestadas por Felipe Calderón y su malogrado gobierno, que no alcanzaron el nivel de las conmemoraciones
de Porfirio Díaz por el centenario de la Independencia, pero que serán
recordadas por su derroche y frivolidad.
No, el bicentenario de Calderón no
estuvo a la altura del centenario de Porfirio Díaz. Así que, si los hechos en
la historia se repiten, deberemos prepararnos para una época de gran turbulencia.
En 1910 Díaz encabezó, orgulloso y
satisfecho, espectaculares festividades por los cien años de la Independencia.
Inauguró edificios y monumentos, organizó bailes y banquetes y, desde luego,
también un magno desfile al que asistieron personajes importantes de todo el
mundo. ¿Qué siguió a todo eso? Una revolución.