Veo a un pueblo de luto, vestido eternamente de negro y empapado en

lágrimas. Lleva ya mucho tiempo llorando. Sus sollozos se escuchan

constantemente en todo el país. Lo conforma una maza de gente que tiembla a

causa del temor y la indignación. Son seres humanos que han dejado de vivir,

que sobreviven; la muerte los asecha a diario, los acosa, los persigue. Una

muerte encarnada en funcionarios públicos, policías, militares, banqueros,

curas, narcotraficantes, secuestradores, asesinos, violadores. Todos estos

seres terribles fueron paridos por una bestia llamada oligarquía.

Vivo en un país en el que emergen del asfalto armas de fuego,

esqueletos, basura, como si fuesen árboles, flores, plantas. Es la nueva

vegetación. Se camina por las calles tropezando con cadáveres. Se inunda, como

siempre, pero ahora no es el agua la que no deja transitar a los automóviles,

es la sangre mezclada de heces y orines la que baña sus calles, la que forma

los charcos. Vivo en un país que paradójicamente se muere lentamente. Lo están

intentando matar, torturándolo, los oligarcas rapaces e inhumanos.

Aquí casi toda la gente vive aterrada, afligida, indignada y hambrienta.

Se alimenta de los aromas que se escapan de las cocinas de los cerdos dueños de

televisoras, de los zopilotes charros sindicales, de las ratas gobernantes, de

las cucarachas burocráticas, de los perros banqueros, de las víboras curas, de

las tarántulas dueños de monopolios. Acaparan toda la comida, y lo hacen para

mantener una imagen, pues ellos sólo se alimentan de la dignidad, la libertad y

el futuro de los mexicanos. Y ese zoológico de inmundicias cohabita en la

residencia presidencial.

Dentro de Palacio Nacional las cosas son distintas. Ahí se vive un

ambiente eufórico provocado por los vicios. Es un auténtico pandemonio a

resultas de las depravaciones y degeneres de los que se resguardan de la

realidad dentro de esas paredes y bajo ese techo. Los colores de los murales

sufren por lo que tienen que ser testigos: vislumbran como hombres pintados de

azul sodomizan a hombres pintados de amarillo. Y a otros pintados de verde y

rojo sodomizando a los de azul y amarillo. Una genuina orgía política. Y todos

gimen de placer, lujuria, vanidad y soberbia.

En el despacho presidencial, un hombre pequeño, completamente

embriagado, con una pistola en una mano, y su mínima virilidad en la otra,

manchado de sangre y semen, se divierte viendo a México derrumbarse. Se ríe a

carcajadas vislumbrando los incendios, las explosiones. Oye entretenido el

llanto de su pueblo, los balazos. Lo que lo excita es ser espectador de la

tragedia nacional. Es sádico por divertirse contemplando la guerra que inició;

es un ladrón por robarse y usurpar esa oficina, ese poder; es un sinvergüenza

porque no respetó la voluntad del pueblo mexicano, en cambio causó la crisis

por la cual atraviesa la nación.

Sin embargo, entre tanta muerte, hay algo lleno

de vitalidad y fuerza: la esperanza de los ciudadanos que están trabajando para

lograr el cambio que se necesita para revivir a este gran país, para no

permitir que perezca. Todavía quedan personas vivas, despiertas, inmunes a los

engaños mediáticos, a los embustes políticos. No todo está perdido. La

regeneración es inminente. Aparte del sufrimiento, el miedo y la frustración,

existen sentimientos de revolución de las ideas, de avidez de paz, de ilusión

por una innovación radical. Hay un movimiento que ofrece y que es portador del

sueño y de la posibilidad de tener un México mejor; y ese movimiento vencerá.

Porque se está peleando por lograr el cambio y salvar a México. El movimiento

nos dice: "sonríe, la lucha sigue". Y seguiremos luchando creando

conciencia.