Discurso íntegro de
Denisse Dresser en el Foro "México ante la Crisis", frente a
diputados, senadores, empresarios y funcionarios
29 de enero de 2009
México es un país
privilegiado.
Tiene una ubicación
geográfica extraordinaria y cuenta con grandes riquezas naturales. Está poblado
por millones de personas talentosas y trabajadoras.
Pero a pesar de ello, la
pregunta perenne sigue siendo: ¿por qué no crece a la velocidad que podría y
debería? ¿Por qué seguimos discutiendo este tema año tras año, foro tras foro?
Aventuro algunas
respuestas, y les pediría que me acompañaran en un ejercicio intelectual,
recordando aquel famoso libro de Madame Calderón de la Barca llamado "La
vida en México", escrito en el siglo XVII, en el cual intenta describir
las principales características del país.
Si Madame Calderón de la
Barca escribiera su famoso libro hoy, tendría que cambiarle el título a
"Oligopolilandia". Porque desde el primer momento en el que pisara el
país, se enfrentaría a los síntomas de una economía política disfuncional, con
problemas que la crisis tan sólo agrava.
Aterrizaría en uno de
los aeropuertos más caros del mundo; se vería asediada por maleteros que
controlan el servicio; tomaría un taxi de una compañía que se ha autodecretado
un aumento de 30% en las tarifas, y si tuviera que cargar gasolina, lo haría
sólo en Pemex.
En el hotel habría 75%
de probabilidades de que consumiera una tortilla vendida por un solo
distribuidor, y si se enfermara del estómago y necesitara ir a una farmacia,
descubriría que las medicinas allí cuestan más que en otros lugares que ha
visitado.
Si le hablara de larga
distancia a su esposo para quejarse de esta situación, pagaría una de las
tarifas más elevadas de la OCDE. Y si prendiera la televisión para distraerse
ante el mal rato, descubriría que sólo existen dos cadenas.
Para entender la
situación en la que se encuentra, tendría que recordar lo que dijo Guillermo
Ortiz hace unos días: no hemos creado las condiciones para que los recursos se
usen de manera eficiente; o tendría que leer el libro "Good Capitalism/Bad
Capitalism", que explica por qué algunos países prosperan y otros se
estancan; por qué algunos países promueven la equidad y otros no logran
asegurarla.
La respuesta se
encuentra en la mezcla correcta de Estado y mercado, de regulación e
innovación. La clave del éxito -o el fracaso- se halla en el modelo económico:
en la decisión de promover el capitalismo de Estado o el capitalismo
oligárquico o el capitalismo de las grandes empresas o el capitalismo
democrático.
Hoy México es un ejemplo
clásico de lo que el Nobel de Economía Joseph Stiglitz denomina crony
capitalism: el capitalismo de cuates, el capitalismo de cómplices, el
capitalismo que no se basa en la competencia sino en su obstaculización.
Ese andamiaje de
privilegios y "posiciones dominantes" y nudos sindicales en sectores
cruciales -telecomunicaciones, servicios financieros, transporte, energía- que
aprisiona a la economía y la vuelve ineficiente. Una mezcla de capitalismo de
Estado y capitalismo oligárquico.
Hoy, México -inmerso en
la crisis- está aún lejos de acceder al capitalismo dinámico donde el Estado no
protege privilegios, defiende cotos, elige ganadores y permite la perpetuación
de un pequeño grupo de oligarcas con el poder para vetar reformas que los
perjudican.
Al capitalismo en el
cual las autoridades crean condiciones para los mercados abiertos,
competitivos, innovadores, que proveen mejores productos a precios más baratos
para los consumidores. Para los ciudadanos.
Hoy, México carga con los
resultados de esfuerzos fallidos por modernizar su economía durante los últimos
20 años.
Las reformas de los 80 y
90 entrañaron la privatización, la liberalización comercial.
Pero esas reformas no
produjeron una economía de mercado dinámica debido a la ausencia de una
regulación gubernamental eficaz, capaz de crear mercados funcionales,
competitivos.
En vez de transparencia
y reglas claras, prevaleció la discrecionalidad entre los empresarios que se
beneficiaron de las privatizaciones y los funcionarios del gobierno encargados
de regularlos.
Las declaraciones de
Agustín Carstens el martes pasado, en torno a la necesidad de combatir los
monopolios en telefonía, son bienvenidas.
Lamentablemente, se dan
18 años tarde. Y allí están los resultados de reformas quizás bien
intencionadas, pero mal instrumentadas: una economía que no crece lo
suficiente, una élite empresarial que no compite lo suficiente, un modelo
económico que concentra la riqueza y distribuye mal la que hay.
Hoy, México está
atrapado por una red intrincada de privilegios y vetos empresariales y
posiciones dominantes en el mercado que inhiben un terreno nivelado de juego.
Una red descrita en el
famoso artículo de la economista Anne Kruege: "The Political Economy of
the Rent-Seeking Society" ("La Economía Política de la Sociedad
Rentista").
Una red que opera a base
de favores, concesiones y protección regulatoria que el gobierno ofrece y
miembros de la cúpula empresarial exigen como condición para invertir.
¿Quién? Alguien como el
dueño de una distribuidora de maíz o el concesionario de una carrera privada o
el comprador de un banco rescatado con el Fobaproa o el principal accionista de
Telmex o el operador de una Afore.
Estos actores capturan
rentas a través de la explotación o manipulación del entorno económico en lugar
de generar ganancias legítimas a través de la innovación o la creación de
riqueza.
Y los consumidores de
México contribuyen a la fortuna de los rentistas cada vez que pagan la cuenta
telefónica. La conexión a Internet. La cuota en la carretera. La tortilla con
un precio fijo. La comisión de las Afores. La comisión por la tarjeta de crédito.
Ejemplo tras ejemplo de rentas extraídas a través de la manipulación de
mercado.
Y el rentismo acentúa la
desigualdad, produce costos sociales, dilata el desarrollo, disminuye la
productividad, aumenta los costos de transacción en una economía que -ante el
imperativo de la competitividad- necesita disminuirlos.
Para extraer rentas, los
"jugadores dominantes" han erigido altas barreras de entrada a nuevos
jugadores, creando así cuellos de botella que inhiben la innovación y, por
ende, el aumento de la productividad.
Estos cuellos de botella
inhiben el crecimiento de México en un mundo cada vez más globalizado y
competitivo, y son una razón clave detrás de la persistente desigualdad social,
como lo sugiere el reporte del Banco Mundial sobre México titulado: "Más
allá de la polarización social y la captura del Estado".
La concentración de la
riqueza y del poder económico entre esos "jugadores dominantes" con
frecuencia se traduce en ventajas injustas, captura regulatoria y políticas
públicas que favorecen intereses particulares.
Peor aún, convierte a
representantes del interés público -muchos de los diputados y senadores
sentados aquí- en empleados de los intereses atrincherados. Convierte al
gobierno en empleado de las personas más poderosas del país.
Y lleva a las siguientes
preguntas: ¿Quién gobierna en México? ¿El Senado o Ricardo Salinas Pliego
cuando logra controlar los vericuetos del proceso legislativo? ¿La Secretaría
de Comunicaciones y Transportes o Unefon? ¿La Comisión Nacional Bancaria o los
bancos que se rehúsan a cumplir con las obligaciones de transparencia que la
ley les exige? ¿ La Secretaría de Eduación Pública o Elba Esther Gordillo? ¿La
Comisión Federal de Competencia o Carlos Slim? ¿Pemex o Carlos Romero
Deschamps? ¿Ustedes o una serie de intereses que no logran contener?
Porque ante los vacíos
de autoridad, la captura regulatoria y las decisiones de política pública que
favorecen a una minoría, la respuesta parece obvia.
México hoy padece lo que
algunos llaman "Estados dentro del Estado", o lo que otros denominan
"una economía sin un gobierno capaz de regularla de manera eficaz".
Eso -y no la caída de la producción petrolera- es lo que condena a México al
subdesempeño crónico.
Una y otra vez, el
debate sobre cómo promover el crecimiento, cómo fomentar la inversión y cómo
generar el empleo se encuentra fuera de foco.
El gobierno cree que
para lograr estos objetivos, basta con tenderle la mano al sector privado para
que invierta bajo cualquier condición. Y el sector privado, por su parte,
piensa que la panacea es que se le permita participar en el sector petrolero,
por dar un ejemplo.
Pero ésa es sólo una
solución parcial a un problema más profundo. El meollo detrás de la mediocridad
de México se encuentra en su estructura económica y en las reglas del juego que
la apuntalan.
Una estructura demasiado
top heavy o pesada en la punta de la pirámide; una estructura oligopolizada
donde unos cuantos se dedican a la extracción de rentas; una estructura de
complicidades y colusiones que el gobierno permite y de la cual también se
beneficia.
Claro, muchos de los
miembros del gobierno de Felipe Calderón, y muchos de los presentes en este
foro, hablarán de crecimiento como una prioridad central.
Pero más bien lo
perciben como una variable residual. Más bien parecería que buscan -y duele
como ciudadana reconocerlo- asegurar un grado mínimo de avance para mantener la
paz social, pero sin alterar la correlación de fuerzas existente. Sin cambiar
la estructura económica de una manera fundamental.
Y el problema surge
cuando ese modelo comienza a generar monstruos; cuando ese apoyo gubernamental
a ciertas produce monopolios, duopolios y oligopolios que ya no pueden ser
controlados; cuando las "criaturas del Estado" -como las llama Moisés
Naim- amenazan con devorarlo.
Sólo así se entiende la
devolución gubernamental de 550 millones de dólares a Ricardo Salinas Pliego,
por intereses supuestamente mal cobrados, un día antes del fin del sexenio de
Vicente Fox.
Sólo así se entiende el
comunicado lamentable de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes hace un
año celebrando la alianza entre Telemundo y Televisa, cuando en realidad revela
una claudicación gubernamental ante la posibilidad de una tercera cadena.
Sólo así se comprende
que nadie levante un dedo para sancionar a TV Azteca cuando viola la ley al
rehusarse a transmitir los spots del IFE o se apropia del Cerro del
Chiquihuite.
Sólo así se entiende la
aprobación de la llamada "Ley Televisa" por la Cámara de Diputados y
la de Senadores en 2006.
Sólo así se entiende la
posposición ad infinitum en el Senado de una nueva ley de medios para promover
la competencia en el sector.
Sólo así se comprende
que la reforma de Pemex deje sin tocar el asunto del sindicato.
Sólo así se entiende la
posibilidad de dar entrada a Carlos Slim a la televisión sin obligarlo a
cumplir con las condiciones de su concesión original.
Síntomas de un gobierno
ineficaz. Señales de un gobierno doblegado.
Muestras de un gobierno
coludido.
Con efectos cada vez más
onerosos y cada vez más obvios que la crisis pone en evidencia, porque no
logramos reformarnos a tiempo.
Mucha riqueza, pocos
beneficiarios. Crecimiento estancado, país aletargado. Intereses atrincherados,
reformas diluidas. Poca competencia, baja competitividad. Poder concentrado,
democracia puesta en jaque. Un gobierno que en lugar de domesticar a las criaturas
que ha concebido, ahora vive aterrorizado por ellas.
¿Cuáles son las
consecuencias del mal capitalismo mexicano? Donde las élites tradicionales son
fuertes, la gobernabilidad democrática es poco eficaz, los partidos políticos
tienden a ser minimalistas.
En México, el
incrementalismo de la política pública puede ser atribuido a élites
tradicionales que usan su poder para bloquear reformas que afectan sus
intereses, o asegurar iniciativas que protejan su situación privilegiada.
Si ustedes
verdaderamente quieren que México crezca, tendrán que crear la capacidad de
regular y reformar en nombre del interés público.
Tendrán que mandar
señales inequívocas de cómo van a desactivar esos "centros de veto"
que están bloqueando el crecimiento económico y la consolidación democrática:
Los monopolistas abusivos, los sindicatos rapaces, las televisoras
chantajistas, los empresarios privilegiados y sus aliados en el gobierno.
Si ustedes
verdaderamente quieren que México prospere, tendrán que tomar decisiones que
desaten el dinamismo económico, que fortalezcan la capacidad regulatoria del
Estado y contribuyan a construir mercados, que promuevan la competencia y,
gracias a ello, aumenten la competitividad.
En pocas palabras, usar
la capacidad del Estado para contener a aquellos con más poder en el gobierno,
con más peso que el electorado, con más intereses que el interés público.
¿Qué hacer? Los conmino
a leer textos tan influyentes como "The Growth Report" y "The
Power of Productivity".
A estar conscientes de
lo que todo país interesado en crecer y competir debe hacer para lograrlo.
A saber que ello
requiere una economía capaz de producir bienes y servicio de tal manera que los
trabajadores puedan ganar más y más.
A entender que ello se
basa en la expansión rápida del conocimiento y la innovación; en nuevas formas
de hacer las cosas y mejorarlas; en técnicas que aumentan la productividad de
manera constante.
A reconocer que las
economías dinámicas suelen ser aquellas capaces de promover la competencia y
reducir las barreras de entrada a nuevos jugadores en el mercado.
A entender que esa tarea
del gobierno -a través de la regulación adecuada- crear un entorno en el cual
las empresas se vean presionadas por sus competidores para innovar y reducir
precios, y pasar esos beneficios a los consumidores.
A comprender que si eso
no ocurre, nadie tiene incentivos para innovar. En lugar de ser motores de
crecimiento, las empresas protegidas y/o monopólicas terminan estrangulándolo.
En pocas palabras, la
competitividad -factor indispensable para atraer la inversión y con ella
remontar la crisis, como sugería Sanguinetti- Está vinculada a la competencia.
El crecimiento económico
está ligado a la competencia. La innovación y, por ende, el dinamismo y la
creación de empleos se desprenden de la competencia.
La inversión que se
canaliza hacia nuevos mercados y nuevas oportunidades es producto de la competencia.
No es una condición suficiente pero sí es una condición necesaria. No bastará
por sí misma para desatar el crecimiento, pero sin ella jamás ocurrirá, por más
dinero público que se inyecte a la economía mediante políticas contracíclicas.
Y, ¿cómo empezar a
empujar eso? Con una tercera cadena de televisión; con el fomento de la
competencia en banda ancha a través de la red de la Comisión Federal de
Electricidad; con el fortalecimiento de los órganos regulatorios, con la
sanción a quienes violen los términos de su concesión; con la relación de
mercados funcionales, como ya se logró con las aerolíneas de bajo costo; con
medidas que se empiecen a desmantelar cuellos de botella y a domesticar a esas
"criaturas del Estado".
Tiene que ver con la
inauguración de un nuevo tipo de relación entre el Estado, el mercado y la
sociedad.
Porque si la clase
política de este país no logra construir los cimientos del capitalismo
democrático, condenará a México al subdesempeño crónico. Lo condenará a seguir
siendo un terreno fértil para los movimientos populares contra las
instituciones; un país que cojea permanentemente debido a las instituciones
políticas que no logra remodelar; los monopolios públicos y privados que no
logra desmantelar; las estructuras corporativas que no logra democratizar.
Será lo que Felipe
Calderón llama "un país de ganadores" donde siempre ganan los mismos.
Un lugar donde muchas de
las grandes fortunas empresariales se construyen a partir de la protección
política, y no de la innovación empresarial.
Un lugar donde el
crecimiento de los últimos años ha sido menor que en el resto de América Latina
debido a los cuellos de botella que los oligopolios han diseñado, y que sus
amigos en el gobierno les ayudan a defender.
Un lugar donde las
penurias que Madame Calderón de la Barca enfrentó con los aeropuertos, los
maleteros, los taxis, las gasolineras, la telefonía y la televisión son las
mismas que padecen millones de mexicanos más.
Ese consumidor sin voz,
sin alternativa, sin protección. Ese hombre invisible. Esa mujer sin rostro.
Esa persona que paga
-mes tras mes- tarifas telefónicas más altas que en casi cualquier parte del
mundo.
Esa compañía que paga
-mes con mes- servicios de telecomunicaciones que elevan sus gastos de
operación y reducen sus ganancias.
Miles de personas con
comisiones por servicios financieros que no logran entender, con cobros
inusitados que nadie puede explicar, parados en la cola de los bancos. Allí
varados. Allí desprotegidos. Allí sin opciones. Allí afuera.
Víctimas de un sistema
económico disfuncional, institucionalizado por una clase política que aplaude
la aprobación de reformas que no atacan el corazón del problema.
Presidentes, secretarios
de Estado, diputados, senadores y empresarios que celebran el consenso para no
cambiar.
Aunque se agradece que
este foro finalmente acepte la magnitud de la crisis, si de aquí no surgen
medidas concretas para mirar más allá de la coyuntura, revelará nuevamente
nuestra incapacidad para encarar honestamente los problemas que México viene
arrastrando desde hace décadas.
Revelará la propensión
de los sentados aquí a proponer reformas aisladas, a anunciar medidas
cortoplacistas, a eludir las distorsiones del sistema económico, a instrumentar
políticas públicas a pedacitos, para llegar a acuerdos que sólo perpetúan el
statu quo.
Mientras tanto, la
realidad acecha a golpes de 327 mil despidos, crecimiento negativo, el lugar 60
de 134 en el Índice Global de Competitividad y una nación que dice reformarse
mientras evita hacerlo.
México no crece por la
forma en la cual se usa y se ejerce y se comparte el poder. Ni más ni menos.
Por las reglas
discrecionales y politizadas que rigen a la república mafiosa, a la economía
"de cuates".
Por la supervivencia de
las estructuras corporativas que el gobierno creó y sigue financiando.
Por un modelo económico
que canaliza las rentas del petróleo a demasiadas clientelas.
Por un sistema político
que funciona muy bien para sus partidos pero muy mal para sus ciudadanos. Un
sistema de W"extracción sin representación".
Creando así un país
poblado por personas obligadas a diluir la esperanza; a encoger las
expectativas; a cruzar la frontera al paso de 400 mil personas al año en busca
de la movilidad social que no encuentran aquí; a vivir con la palma extendida
esperando la próxima dádiva del próximo político; a marchar en las calles
porque piensan que nadie en el gobierno los escucha; a desconfiar de las
instituciones; a presenciar la muerte común de los sueños porque México no
avanza a la velocidad que podría y debería.