Ante la fuerza que está cobrando el paro nacional de mujeres del próximo 9 de marzo, vale la pena recordar un hecho histórico. En el año 509 A.C., ocurrió la famosa violación de Lucrecia, en la antigua Roma. Lucrecia era una mujer de la nobleza romana, célebre por su belleza y su integridad moral, verdadero modelo de templanza y virtud. Roma era gobernada por rey Tarquino el Soberbio, y al hijo de éste se le ocurrió la funesta idea de violar a Lucrecia.

La leyenda cuenta que Lucrecia se resistió sin miedo a la espada que el violador puso en su garganta, pero éste, para neutralizarla, la amenazó no solo con matarla sino con destruir su honor montando un escenario donde colocaría a un esclavo desnudo muerto junto a su cadáver y diría que él, el hijo del rey, los sorprendió en adulterio y por eso los mató.

El honor era fundamental en la Roma de Lucrecia, por eso cedió ante el violador. Pero al otro día, hizo llamar a su esposo y a su padre y les contó lo sucedido, haciéndolos prometer que la violación de que fue objeto no quedaría impune. Acto seguido, Lucrecia se suicidó, diciendo que lo hacía no solo por su honor sino por el honor de todas las mujeres que pudieran ser víctimas de una agresión de ese tipo.

La revuelta fue incontrolable. Roma se conmovió, se indignó y se cimbró por la violación de Lucrecia. No solo fue un paro nacional, el pueblo romano, plebeyos y patricios, sacudieron la ciudad y obligaron al rey Tarquino el Soberbio a abdicar y marcharse al destierro. Para no hacer el cuento largo, la indignación por la violación de Lucrecia acabó con la monarquía, ese crimen condensó todos los agravios de los reyes anteriores y el pueblo enterró el sistema monárquico, dando paso a la República. Una verdadera revolución.

La tragedia de Lucrecia demuestra que los griegos y los romanos de la Antigüedad entendieron bien lo que hoy cuesta trabajo procesar: lo personal es político. Cuando lo personal, es decir, las ilusiones, la noción del honor y la dignidad, lo cotidiano, queda fuera de las prioridades políticas, los agravios personales se van acumulando y estallan y hacen estallar el orden establecido, muchas veces sin que el estallido sea detectado por los poderosos a pesar de las evidencias.

El paro nacional de mujeres del 9 de marzo tiene muchas implicaciones, entre ellas, la posibilidad de cimbrar las conciencias, las certidumbres y los arreglos políticos vigentes. Para empezar, ya logró hacer visible lo que ocurre ante nuestros ojos y no queremos ver, es decir, la violencia criminal, muchas veces bestial y despiadada contra mujeres y niñas.

El camino será largo, porque este reclamo ocurre en la realidad ancestral de enormes desigualdades que caracterizan a México. Somos un país de injusticias, desigualdades e impunidades, por ello, el reclamo contra la violencia de género podría, a primera vista, perderse en el océano de desigualdades presentes. Vivimos desigualdades económicas, laborales, regionales, sociales, académicas, políticas, lingüísticas, culturales, tan profundas que solo unos cuantos, realmente muy pocos, tienen el poder, el dinero, la cultura, los privilegios y las decisiones.

Tal vez sea debido a esas desigualdades que abruman el día a día de la gente, que aparezcan reticencia y rechazo a la lucha de las mujeres. Pero ellas están diciendo que ya es necesario ver que, en el mar de desigualdades, existe una desigualdad transversal, una injusticia que atraviesa toda la realidad nacional: la desigualdad de género. En efecto, en la desigualdad económica son las mujeres las que menos riqueza tienen; en la desigualdad laboral, las que menos ganan; en la desigualdad social, las más pobres y las más marginadas; en la desigualdad cultural, las que menos oportunidades tienen; en la desigualdad profesional, las que menos ganan a igual trabajo y las que menos puestos directivos ocupan; en la desigualdad jurídica, las que menos pueden denunciar; en la desigualdad en el acceso a la salud, las que son perseguidas por interrumpir el embarazo. Y así.

En esta realidad de profundas desigualdades, que se traduce en innumerables situaciones de desventajas, discriminaciones y violencias contra las mujeres, realidad que data de milenios, emerge la actual coyuntura, donde a la desventaja y la exclusión se suman la humillación, el ultraje, el asesinato y la negación de su dignidad. Y eso, dicen las mujeres que van a protestar el 9 de marzo, es intolerable. Y tienen razón.

El 9M puede ser un detonador de cambio histórico por muchas razones. Porque, de entrada, puede obligar a la clase política a cambiar sus prioridades, a darle un lugar en la agenda nacional a las demandas de las mujeres; es decir, a reorientar presupuestos, políticas públicas, instituciones, mecanismos, mensaje y discurso para atender el clamor de justicia. La clase política tendrá que concentrar recursos, energías y prestigio, en prevenir y proteger a las mujeres de la agresión criminal, y castigar ejemplarmente a quien las violente o las mate.

Ahí puede germinar una empatía entre el combate a la desigualdad de género y la lucha por abatir las desigualdades estructurales. La lucha de las mujeres puede marcar una ruta hacia la igualdad sustantiva, donde hombres y mujeres repartan cargas y beneficios no solo en la esfera pública, sino en el ámbito económico, laboral y cultural, sobre todo en la convivencia familiar, compartiendo la crianza de los hijos y el sostenimiento del hogar. La igualdad sustantiva, hoy por hoy una utopía, será el mejor caldo de cultivo para combatir las desigualdades estructurales, la corrupción, la impunidad.

Por eso, el 9M conlleva la probabilidad de detonar cambios profundos en la política y en la mentalidad. Si grupos de derecha, anarquistas, priistas, panistas, Soros, yunques, fifís, conservadores, o quien sea, quieren montarse, manipular o llevar agua a su molino, lo pagarán muy caro si la protesta toma la fuerza que parece que está acumulando. Igual los que, inesperada e incomprensiblemente, denuestan el 9M.