“¡Es un acuerdo migratorio, no comercial…!” atajó con especial nerviosismo el canciller Marcelo Ebrard al tuit del presidente Donald Trump, quien ha dicho que el acuerdo para no imponer sus aranceles también compromete a México a comprar “grandes cantidades de productos agropecuarios” estadounidenses.
La información disponible por los dos gobiernos permite suponer que la vigencia de esa medida correrá dentro de 45 días, cuando la Casa Blanca decida si se redujo el número de centroamericanos, cubanos, haitianos, chinos, africanos y de otras nacionalidades que buscan instalarse en Estados Unidos luego de su paso por nuestro país.
Con el amago de las compras agropecuarias, Trump se mostró en las redes como como un peligroso torturador:
Se dibujó en el imaginario social levantando en una de sus manos una gigantesca pinza y con una sonrisa amenazante hizo chocar las puntas con las que esta herramienta ejerce y multiplica la presión.
Abrió y cerró varias veces el puño para que se escuchara el agudo clanck, clanck, clanck, que recuerda el fuerte dolor que le puede significar para la economía y la sociedad mexicana si en lugar de aranceles ahora obliga a comprar productos del campo, en donde residen buena parte de sus futuros votantes.
El tema no es para ser desdeñado sino para anticipar las consecuencias, porque Estados Unidos aportó alrededor del 75 por ciento de las importaciones agrícolas de México en 2017, en una tendencia creciente, según muestran las estadísticas del Departamento de Agricultura con sede en Washington.
Después de las manufacturas, el sector agroalimentario es el más importante en el comercio bilateral.
El maíz (sí, el maíz amarillo, porque del blanco somos autosuficientes), la soya, el trigo, el algodón y el arroz son los productos que México más compra de Estados Unidos.
Pero eso no es todo. También les compramos carne de cerdo, leche en polvo y carne de pollo, para cubrir nuestras carencias.
La importación de estos productos significa destinar entre 5 y 7 mil millones de dólares cada año para satisfacer las necesidades de los mexicanos, lo que nos coloca ante la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) entre los 6 principales países que más alimentos importan en el mundo.
Ampliar esa sangría económica, como amenaza Trump, colocaría al país en un plano de franca dependencia alimentaria y debilitaría la estructura nacional.
De manera inmediata, echaría por tierra el proyecto del gobierno de Andrés Manuel López Obrador para rescatar al campo, homologar la productividad agropecuaria con el equivalente a los precios de garantía en maíz, frijol, trigo, caña de azúcar y leche, como se practica en Estados Unidos, principalmente, pero también en Europa y Japón, entre otros.
El sector agropecuario, hay que destacar, es de los aciertos del nuevo régimen ya se busca brindar a los productores los beneficios de la tecnología, innovación, mecanización, extensionismo e infraestructura, con especial énfasis para los productores del sur y el sureste, porque mientras un campesino del norte puede levantar hasta 18 toneladas de maíz en una hectárea, los del sur logran apenas dos toneladas.
Entre los deseos está es reducir la dependencia de las importaciones estadounidenses de granos que, desde 2017, van en ascenso, en perjuicio de la economía y promueven la exclusión social, con graves efectos en materia de seguridad.
Si México no cumple con las exigencias de la Casa Blanca en materia migratoria, no solamente formalizaríamos ante el Congreso la posición de “tercer país seguro” sino que la transformación pretendida quedaría en franca dependencia.
Por eso, es esencial ventilar puntualmente todas y cada una de las expresiones contenidas en el acuerdo para confirmar que es migratorio exclusivamente, sin los matices comerciales de la poderosa esquizofrenia de un gobernante adicto a los tuits.