El entorno simbólico que rodea un contexto, nos permite encontrar los sentidos multiformes de un acontecimiento. En política, el entorno simbólico posee el agregado de que el sentido puede imponerse sobre un espectador sin la necesidad de un acucioso estudio de los símbolos, o de una violencia incontrolada. La imagen se impone, en su magnitud, al poder de los sentidos, en especial, la mirada, misma que puede quedar cautivada con el espectáculo fabuloso de una alegoría que inmediatamente se enquista en su ser, produciendo el efecto deseado: el orden público.
La alegoría es una composición simbólica que pretende hacer llegar un mensaje específico al espectador. Puede ser una alegoría de la “Victoria”, en donde a esta se le represente en forma de una mujer alada enalteciendo una antorcha en su mano izquierda, y una corona de laureles en la mano derecha; parada sobre un racimo de cañones, alabardas y estandartes del ejército derrotado, y donde diversas figuras mitológicas la contemplen con admiración: Aquí Palas sosteniendo un escudo con la cabeza de Gorgo labrada en su centro, allá Febos con su carcaj rebosante de saetas y su arco dorado damasquinado con un pasaje de la Gigantomaquía. Por todos lados surgen instrumentos guerreros: trompetas, trompas y flautas marcando el compás de una marcha triunfal. Supongamos que esta alegoría luce en la sala de audiencias de un importante dignatario, donde además otros elementos refuerzan la impresión estética que cobra una impronta simbólica: ases en relieves del decorado marmóreo de las paredes; trofeos de pórfido y cráteras de malaquita con aplicaciones en bronce; el piso como un mosaico impresionante de fechas conmemorativas de los triunfos del imperio. Todo eso en su conjunto, dota al espacio de un delimitado en donde se rinde culto al triunfo soberano.
El salón transformado en templo de la victoria, ofrece al ente que despacha en el lugar, un engrandecimiento y dignidad que la persona, en tanto ser privado, no posee. Los artificios juegan con la mente del visitante, que cautivado relaciona las figuras con el sujeto que es al mismo tiempo un dignatario, pero también un sumo sacerdote del tesoro que cobija las grandes batallas de su historia. Es al mismo tiempo un guardián, y un heredero.
La figura del dignatario debe combinar perfectamente con el entorno. La solemnidad debe encarnarse en su figura, y ser mantenida con su sola presencia. Supongamos que el lugar descrito recibe continuamente la presencia de exigencias difíciles de cumplimentar, que se aglomeran para obtener un beneficio del dignatario que continuamente se disputa entre el conflicto y la negociación, labores en sí mismas arduas, en donde conceder a uno implica favorecer menos a otro (s), de allí que todo lo que diga debe ser expresado con tal cuidado que evite que las pasiones se exalten, incrementando el problema ante la torpeza de la palabra, la imprudencia de un movimiento, que fácilmente desnudarían al dignatario como un ente indigno de “verdad”, que sería como hacer manifiesta su extranjería en el lugar que la historia le concedió resguardar, pues esa incapacidad desataría los murmullos de la ilegitimidad, y la frustración del proyecto que encabeza.
Parte de la educación política, versa en la capacidad de asimilarse en ese entorno simbólico, saber perfectamente las reglas a guardar en el templo de la victoria, y ser parte digna de la alegoría, aspirando a ser parte del entramado que busca mantener el sentido de una representación que no admite torpezas. Los entornos simbólicos fácilmente se lastiman, pueden ser deslegitimados por los errores de sujetos que no advierten los detalles que hagan validar los valores resguardados. He allí que parte de la formación política de las monarquías, tengan en el aprecio del símbolo uno de sus más importantes principios pedagógicos, transmitidos a los nobles personajes desde la más tierna infancia. Ese cúmulo de reglas se conoce como etiqueta.
La etiqueta es la regla asimilada, el conocimiento del ritual del poder como manera de manifestarse legítimo portador de lo heredado, y de allí el temor permanente de faltar a las reglas que pueda producir un generalizado descrédito, y también el gran dolor de cabeza de las democracias electivas donde la constante rotación de sus élites (en especial de sus jefes de estado y de gobierno salidas del propio pueblo elector), impide la permanente asimilación de la etiqueta, cosa muy embarazosa a la hora de lidiar con las pasiones humanas siempre permanentes, y que son susceptibles a verse lastimadas por la torpeza del ente sufragado, provocando un océano de críticas, o bien, comprometiendo por sus imprudencias e ignorancias los patrimonios ciudadanos, que se vulneran cada vez que la incapacidad deliberatoria se escurre como grasa entre los temblorosos dedos del improvisado.
Una de las famosas páginas del ejercicio del poder entre los Habsburgo hispanos, es el silencio de sus soberanos en medio de sus alegóricos salones de audiencias, repletos de tapetes mitologizados que se cambiaban de acuerdo al asunto a tratar. El rey permanecía en silencio, sentado en su trono rodeado de las grandes de España, magistrados y guardia de Corps de pie, vestidos todos de negro –color de etiqueta cortesana desde el concilio de Trento- y sólo con el púrpura de las cruces de Calatrava bordadas en sus capas. Para cualquier opinión contemporánea, semejante espectáculo pudiera parecerle algo anacrónico y descontextualizado con la época y bajo el triunfo de las democracias representativas, un despropósito ineficaz, pero es fácil contradecir esas apreciaciones si atendemos a la particularidad de las pasiones humanas.
El tópico maquiaveliano por excelencia, descendiente directo del historiador latino Tácito, versa en que las pasiones humanas son las mismas. Los seres humanos con independencia del espacio-tiempo de su ubicación sociocultural, comparten una serie de características inscritas en su propia humanidad: el miedo, el odio, el desprecio, la envidia, la frustración, el orgullo, etc., todas ellas pasiones permanentes y que pueden aparecer y reaparecer si el contexto lo permite. Un viejo tópico afirma que las pasiones se enfrentan con otras pasiones, por ejemplo, Hobbes asumirá que la violencia que atribuye al ser humano, se enfrenta eficazmente con “miedo”. El miedo que civiliza y ofrece a los seres humanos, hartos de la violencia, la oportunidad de pactar y crear una autoridad suprema que imponga ese miedo a través de las instituciones públicas ampliamente consensuadas, intolerantes con los violadores, y justa con los respetuosos.
El lujo que expresa la alegoría al interior de las sociedades cortesanas, tiene precisamente el objetivo de imponer la autoridad del estado a través de las formas simbólicas. El uso de símbolos que impresionan y confrontan a las pasiones, permitiendo la gobernabilidad, siendo, sin embargo, o a pesar del objetivo coaccionante de su uso, un bien pacífico, que no requiere un enfrentamiento directo, sino la representación casi perfecta del ejercicio del poder en un espacio delimitado por el conocimiento de las formas, evitando el surgimiento de la violencia evidente con los costos que posee.
Las instituciones políticas requieren de un contextos donde la respetabilidad sea más que una cuestión formal, para hacerse evidentes en el contexto pleno donde se dirimen los asuntos públicos, todo con la intención de mantener un cause de las pasiones, evitando las más agresivas de estas. Para lograr el mantenimiento de la alegoría, es fundamental que las autoridades no olviden nunca el sentido del lugar donde se ubican, valorando y respetando en primera instancia la etiqueta, que tiene precisamente al orden social como principal beneficiario, romper las formas, violar los espacios simbólicos y encarnar una figura transgresora a los mismos, implicaría el desorden de las pasiones que incontenibles pueden tornar la vida en “fuego y furia” permanentes, desatando de entre lo bajo, la oscura pesadilla de una humanidad condenada a su incivilizada miseria, que tiene en la guerra, el hambre y la enfermedad, a sus rostros más representativos causando el dolor de los pueblos, y las delicias de los transgresores e irredentos demagogos.