Olga Alexandrovna nos recibe en la puerta de su casa de Toronto. Lo primero que sorprende es la condición sumamente austera bajo la cual subsiste, siendo ni más ni menos que hija del emperador Alexandro III, hermana de Nicolás II de todas las Rusias, prima del Káiser de Alemania,  prima de la reina de Inglaterra, de los reyes de Dinamarca, Grecia, Rumania, Yugoslavia (Serbia y Montenegro), etc. Es un piso en la segunda planta de una pequeña casa de madera en un barrio de un sector muy modesto. Su alteza imperial abre la puerta y nos muestra su enorme sonrisa de niña, aunque siendo una mujer de edad avanzada, tiene el brillo y espontaneidad de una pequeña que nació mirando el Báltico desde una habitación del palacio imperial de Peterhof, con esos jardines rivalizantes de la Notre en Versalles; sus juegos de agua escondidos entre arbustos y castaños, que más de una risa le propinaron a ella y a sus cuatro hermanos mientras crecía entre fuentes doradas de personajes mitológicos, y el duro ejercicio formativo de todo príncipe alejado de los riesgos impredecibles entre las galerías amuralladas de la residencia familiar de Gatchina, la gótica fortaleza arqueada rodeada de estanques y bosques inmensos.

-Muy buen día, por favor, pase y póngase cómodo.

Su alteza imperial nos recibe con tres besos a la manera eslava, después de que incliné reverencialmente el rostro y elevé su mano derecha a unos centímetros de mis labios sin tocarla. La estancia es demasiado pequeña en cuanto a espacio refiere, porque cuando miramos a cada pared las insignias imperiales y ortodoxas fulguran como astros nocturnos. Su padre, ese imponente hombre de dos metros diez que sostuviera el techo de acero del vagón comedor del tren cuando un atentado hizo estallar los rieles que descarrilaron el convoy oficial. El monarca que salvó a toda su familia con su sola fuerza, estaba allí sentado en el retrato con uniforme de la guardia  Provachensky y su espada con el listón de la orden de San Vladimiro.

-Alteza Imperial, agradezco su gentileza por permitirme conocerla.

-Un gusto tenerlo, tome asiento por favor, ¿le puedo ofrecer té y galletas? yo misma las horneo, son de arándanos y nueces y sigo una vieja receta que aprendí en Crimea.

-Un gusto señora…-mientras tomaba asiento en el viejo sillón, en la radio se escuchaba una transmisión de la sonata Kreuser de Beethoven, y escuché cómo caía el té en la taza de porcelana procedente de un hermoso samovar con las águilas imperiales de la dinastía Romanov labradas en sus asas- ¿toma azúcar? –me preguntó mientras sostenía la tasa desde el plato con una delicadeza impecable-, una cuchara. Gracias.

-Dígame, ¿en qué puedo servirlo?

-Señora, como manifesté a su sobrina la Princesa Irína, en París, creo que nadie como usted nos podría ayudar a conocer algunos principios fundamentales de la formación principesca que no pueden olvidarse en el contexto de las democracias actuales, donde un buen número de magistrados carecen de formación y de… “costumbres” –por así decirlo-, para realizar sus actividades políticas de manera efectivo. Digamos que siendo advenedizos…, ignoran todo un arsenal de cosas que por ejemplo, la realeza posee de una manera espontánea gracias a lo habitual de sus responsabilidades.

-Comprendo… ¿y esto será publicado por la universidad?

-No señora, sabemos que  usted no puede ser comprometida con declaración alguna sobre un tema político. El rector ordenó total discreción y nos pidió la compilación para extraer testimonios indispensables que solamente se difundirán como un compendio reflexivo y general que no menciona a personaje alguno.

-De acuerdo –Olga Alexandrovna cruzó la pierna y guardó un silencio profundo, como mirando a un interior que viviera los últimos años del imperio ruso; que sirviera a su país en el frente durante la primera guerra mundial como enfermera; que viviera la tragedia del derrocamiento de la dinastía Romanov, el encarcelamiento y el asesinato de la mitad de su familia y después el acoso y persecución de la policía secreta soviética, que le obligaran a salir de Dinamarca y ser guarecida en condiciones penosas, para su condición, en Canadá.

-Sabe usted –inició a hablar su alteza con tono mesurado y sobremanera amable-, siendo niña, mi padre sabía muy bien una cosa, acostumbrarse a la riqueza es la más perversa de todas las costumbres a las que cualquier persona, en su condición pública o privada, puede hacer o se le puede influir. El problema de la riqueza es que –como decía el emperador-, “es como el alcohol que puede fundar una tiranía en el espíritu de un hombre” y que ya no podrá siquiera respirar, sin recibir a cambio la fatal dosis de ese idiotizante. Un paraíso artificial que en nada ayuda a la hora en que la decisión debe ser tomada con cálculo y con el único interés de beneficiar a los ciudadanos que no deben siquiera imaginar que un responsable lucra con sus preocupaciones, con sus proyectos, con su vida…, el gobernante es una figura moral, y de su comportamiento público depende la legitimidad de todo el régimen, quebrantar este principio puede desatar la ira o, cuando menos, la desconfianza, y eso es allanar el camino hacia la descomposición de todo.

-Señora, asumo que me desconcierto un poco. La casa imperial rusa fue la más poderosa y rica de todas las casas reinantes hasta antes de la revolución. Su autoridad no era simplemente económica o política, también era religiosa. De acuerdo con los principios de la iglesia ortodoxa el Zar era al mismo tiempo “Cristo encarnado”, una representación teológica de kristos pantókrator a la que su pueblo simplemente se inclinaba en cualquiera de sus decisiones.

-No polemizaremos sobre los principios religiosos que usted alude por ser ciertos todos ellos, y como creyente, le puedo decir que los creo cabalmente. Pero sí le puedo mencionar algo entorno a las cosas materiales que refiere y le causan sorpresa. Yo no supe que era una gran duquesa de todas la Rusias –o ser consciente de eso-, sino hasta ya bastante mayor. Yo fui una niña amada por mis padres, era la más pequeña de mis hermanos, que gustaba de perderse en esos bosques de pinos que rodeaban Gatchina, donde pasé mi infancia, y me detenía con mi hermano Jorge, y a veces con Xenia, con Misha o con Nicky –bastantes mayores que yo-, a ver los peses en los estanques, ver el atardecer tumbados en la tierra y de lejos escuchar las trompetas de los distintos llamados militares del regimiento que custodiaba la fortaleza. A todos se nos acostumbró a la más completa austeridad. No dormíamos en colchones como muchos ciudadanos sí, sino en catres de campaña. Nuestro almuerzo podía ser una papilla de patatas y té. Mi armario no tuvo más de diez mudas de ropa durante mi niñez y si lo rasgaba, se me enseñó a cocerlo. En lo que respecta al dinero, no conocí un rublo sino hasta los dieciséis años, pero lo que sí puedo decirle es que adoré la pintura desde muy pequeña, ¿observa usted estos bodegones y paisajes en la habitación?

-Sí señora, los observo y son muy bellos.

-Tuve una inclinación hacia la pintura desde muy pequeña. La acuarela es mi pasión y pintar porcelanas como aquella orquídea pintada en el plato que usted sostiene –y que me recuerda mis floreros en Gatchina-, se convirtió en una afición que se profesionalizó y, quién lo diría, en estos años exilio, se convirtieron en un medio de subsistencia. Los seres humanos requerimos alicientes, cosas que nos inspiren a actuar y la recompensa que tengamos por ello nos colme de alegría. Que esos alicientes sean exclusivamente monetarios, es como la metáfora de nuestro hipotético alcohólico del que hablé hace un momento. La riqueza material no puede ser el aliciente de nada. Observe su alrededor, algunos despojos de la Rusia imperial –mi patria- aquí subyacen, custodiados por este anacronismo que tiene ante usted tomando una buena taza de té negro. Pero no existe ninguna riqueza material aquí, y no por ello soy menos feliz, ni me inspiro menos al pintar una lila o un jarrón chino con ese azul exquisito, como cuando podía permanecer horas, tirada en el piso de las galerías de L´ Hermitage  y contemplar a Rubens o a Ver Meer, y perderme en sus claroscuras representaciones de la vida de sus personajes. Ni el exilio, ni la fatalidad de la dinastía, ni la pobreza…, me hacen menos amante de la pintura, de disfrutar esta charla escuchando la versión de la Sonata Kreuser como cuando los grandes maestros interpretaban para la familia imperial en los salones del Palacio de Invierno, o en las opulentas recepciones en el Marinsky o en los bailes de la Asamblea de Nobles. La auténtica riqueza, la verdadera realeza… se tiene en el alma. Y ese es el terreno de un imperio que vive cuando cierro los ojos, como si mirara de nuevo a los ojos de mi madre, o jugaramos en la cubierta del buque Standarte con mis sobrinas asesinadas por la brutalidad humana enferma de ideología. Los seres humanos podemos ser tan malignos que hacemos pagar a inocentes de culpas que no tienen por qué sufrir. Mi familia fue asesinada, y cada uno de ellos, le puedo jurar, jamás fueron movidos por un afán lucrativo como el que pueda inspirar a un mezquino comerciante. Si pudiera sintetizarle todo esto se lo pondría en una palabra muy estoica: austeridad. Los príncipes debemos ser austeros hasta el punto en que la riqueza o la pobreza no sean más que accesorios. Los espíritus pobres sueñan con bienes, nosotros nos debemos a nuestro pueblo y, como humanos, depositamos nuestros alicientes en lo inmaterial. Evoque usted a Dios, o refiérase al poder magnífico de las artes. Un bello poema, una tarde tocando el piano de allí, o leyendo uno de esos libros tan desgatados como yo…, en nada ha cambiado mi forma de ser, ni mis hábitos. Sigo siendo una princesa y tengo aquí todas las joyas que enaltecen al espíritu.

Mientras hablaba, Olga Alexandrovna se dirigía con pasión y seguridad, nunca dudó de sus dichos y no puedo negar lo mucho que me asombraba este encontronazo con la historia. Una Gran Duquesa de Rusia que elogia la austeridad y enaltece el valor de la estética, es una característica difícil de observar en nuestra vulgar burguesía adicta al alcohol de sus posesiones. La autentica realeza vive en el alma y se labra poco a poco en una vida sencilla, que aun y en un palacio no impide a sus habitantes a elevar sus regios rostros para mirar hacia las estrellas, y contentarse, como cualquier persona, con el espectáculo de una bóveda celeste que a todos nos eleva y nos cautiva como niños inocentes perdidos en el bosque de nuestras fantasías. Yo tenía suficiente,  creo que la Gran Duquesa lo dijo todo en unas cuantas líneas. Más tarde me presentó a su marido, el coronel Kulikovski, y ambos me narraron detalles de su vida cotidiana en Canadá; de sus dos hijos Tikhon y Guri y los hijos de estos; de sus paseos después del almuerzo y su afición a leerse mutuamente novelas, y hasta de su descubrimiento reciente de un magnífico escritor latinoamericano de apellido Cortázar.