El PRI no dimensiona aún su Waterloo. Actúa como si el 1 de julio hubiera sufrido un descalabro menor y no perdido la guerra; como si hubiese cedido una alcaldía o un puñado de distritos y no la presidencia y el Congreso general; como si después de ser arrollado por Morena requiriera una cirugía ambulatoria y no una autopsia. AMLO, mientras tanto, cubre con creces el vacío dejado por Enrique Peña Nieto desde el principio de su administración, colapsada tempranamente por el escándalo de la Casa Blanca.
En lugar de ponerse a la altura de las circunstancias y afrontar el repudio social y los efectos del Tsunami electoral cuyas alertas ignoraron, la presidencia y su partido utilizan la táctica preferida del sexenio: la de avestruz. La debacle exigía despedir a los secretarios del gabinete y al comité ejecutivo nacional del PRI, responsables del fracaso. Sin embargo, Peña Nieto se encerró en Los Pinos, abandonó la nave tricolor y dejó el timón en manos de dos de las corrientes más identificadas con la corrupción, el nepotismo y la violencia: Claudia Ruiz Massieu Salinas, como cabeza de gato, y Rubén Moreira, como cola de ratón.
Tampoco han despertado de la resaca electoral el PAN y el PRD, aliados en la coalición Por México al Frente. Ricardo Anaya pasó de ser el Chico Maravilla, la versión mexicana de Emmanuel Macron, a culpable de la crisis panista y del desplome de su votación (en realidad, casi obtuvo la misma que Vázquez Mota). Líderes de distintas corrientes lo quisieran ver en el patíbulo. El proceso para renovar el comité ejecutivo acaba de iniciar. Anaya podría reelegirse, pero su futuro —dicen— está en la academia. Como segunda fuerza política, el PAN será el contrapeso de Morena.
Tras el maremoto de julio, el PRI se convirtió en partido marginal, pues lo perdió casi todo: la presidencia, el Congreso, las nueve elecciones de gobernador —aunque solo Jalisco, Yucatán y Chiapas estaban en su poder—, centenares de alcaldías y 19 legislaturas locales. Frente a un resultado abrumadoramente adverso, el PRI también perdió los estribos. El ascenso de Ruiz Massieu a la presidencia y de Rubén Moreira a la secretaría general, así sea provisional, representa un insulto para la militancia y un agravio para el electorado en general. Previamente, Enrique Ochoa, tecnócrata arrogante y sin oficio político, impuesto en la jefatura del PRI para operar la sucesión, había dividido a ese partido, excluido a los liderazgos históricos y desoído el clamor ciudadano contra la corrupción, tolerada y protegida desde la residencia presidencial.
Ruiz Massieu (sobrina y extensión del expresidente Carlos Salinas de Gortari) y Rubén Moreira (impuesto por su hermano Humberto en el gobierno de Coahuila para cubrirle las espaldas por la deuda y otros desmanes) recibieron al PRI en fase terminal; un partido cuyo concepto de cambio es el gatopardismo: mera simulación, con un agravante, el “nuevo” PRI resultó ser el peor y más corrupto de su historia. La democracia, el respeto a las reglas y la ética de gobierno no forman parte de su naturaleza. Desde su nacimiento en 1928, el objetivo del PRI fue monopolizar el poder y defenderlo con las armas como, según Fidel Velázquez, lo había conseguido. Sin embargo, la tercera alternancia, igual que la primera en el año 2000, ocurrió sin hacer un solo disparo. Treinta millones de votos sepultaron al dinosaurio tricolor, esta vez definitivamente.