El discurso presidencial de este 1 de diciembre confirma que el poder político del presidencialismo ha vuelto a instalarse de forma plena en México y que la figura del titular del Ejecutivo, sus posiciones ideológicas, sus creencias morales, sus obsesiones, su particular visión de la realidad y su concepción del futuro, así como por supuesto, sus decisiones, tienen de nuevo una preponderancia mayor que la opinión, las acciones y la participación de los otros poderes, de las instituciones y del resto de los mexicanos, no sólo en el debate público sino en la construcción, o en la destrucción del país.
Si algo ha logrado consolidar la autoproclamada “cuarta transformación” en dos años de gobierno, no son sólo las bases, sino el levantamiento (sobre las ruinas de los pesos y contrapesos constitucionales) de una plataforma de poder que ha permitido este regreso a los tiempos del gran Tlatoani, nunca antes mejor dicho por tratarse en la traducción literal del náhuatl, no sólo del que gobierna, el que manda, sino fundamentalmente “el que habla”.
El mensaje del presidente Andrés Manuel López Obrador con motivo del segundo aniversario de su toma de posesión, retrotrae al conjunto de la sociedad mexicana a los tiempos marcados por la concentración del poder en una sola persona, una característica cuyas consecuencias en la vida económica, política y social han sido desastrosas durante el porfiriato y el priismo, que pervierte el sentido profundo de nuestro sistema democrático liberal, pero que personajes como el doctor Lorenzo Meyer se encargan de justificar con el argumento sociológicamente suicida de que no hay forma de materializar una “transformación” como la que está en marcha (cualquiera cosa que esa monserga sea) sin concentrar el poder, que es una forma de cortarle al cuerpo social los brazos y la lengua que pudieran oponerse a los designios presidenciales.
La intervención del presidente en Palacio Nacional confirma que se siente realmente satisfecho y hasta cómodo en la cima de ese pináculo construido al tamaño proporcional de su anhelo por pasar al bronce de la historia. En esa condición de seguridad y autosuficiencia, no informa, porque no recurre a datos duros, sino suelta frases que confirman la novela que se encarga todos los días de construir; la del país que tiene condiciones inmejorables para labrarse un futuro prometedor y de gente que no sólo es feliz, feliz, feliz, sino que lo apoya con una mayoría aplastante para que siga en el gobierno.
Como José López Portillo, que en la borrachera del petróleo y sin ningún tipo de contención a un lado, pedía a los mexicanos acostumbrarnos a “administrar la abundancia” o Porfirio Díaz, que se reelegía y se volvía a reelegir porque en su interior consideraba que los mexicanos eran menores de edad, como mascotas a las que habría que dar de comer y nunca abandonar, López Obrador habla desde el púlpito y construye una narrativa autoritaria de superioridad. Nadie es mejor que ellos para tomar decisiones (“estamos haciendo lo correcto”) y, además, ni que fuera tan complicado manejar la economía, la producción petrolera o la pandemia de Covid19.
La realidad, sin embargo, opera y transita su propia ruta. Cada vez se hace más remota la posibilidad de que se haga realidad su promesa de que el Producto Interno Bruto llegue a niveles del 4 por ciento. Un millón de empresas han tenido que cerrar sus actividades durante la pandemia, y la inversión extranjera se encuentra en sus peores niveles, por la desconfianza que genera el discurso y las decisiones del gobierno en contra de las empresas. La fórmula de “90% honestidad y 10% capacidad” que permea todo el gobierno socava instituciones, planes, programas y servicios de gobierno, y en conjunto, labran como gota de agua sobre la roca, la historia del camino a la pauperización de millones de mexicanos.
Pero el presidente tiene otros datos. Los políticos que concentran el poder suelen ser básicos en sus razonamientos y López Obrador lo es al grado de que calcula que si los programas sociales benefician al 70 por ciento de los hogares, la misma proporción de habitantes lo respalda y usa la plataforma de poder que ha construido para que si eso no es del todo cierto, empezar a crear la percepción que lo haga posible en la opinión pública, principio y fin de todo cuando de elecciones se trata.
López Obrador no cree en la división de poderes sino en la concentración del poder, y ya lo tiene. Ha doblegado a la SCJN y trabaja con especial ahínco para refrendar su mayoría en el Legislativo y en el mayor número de gubernaturas que se disputarán el año próximo. Hace cuentas alegres, como López Portillo y desde ahora, como lo hacían los presidentes de la época de “todo el poder”, cree que no necesita a los empresarios, ni a los intelectuales, ni a la Iglesia, ni a la prensa, ni a ningún otro de los factores reales del poder, pasando por los partidos políticos, para hacer realidad lo que trae entre manos y que a dos años, no se alcanza todavía a dibujar como algo concreto y sigue siendo la ilusión abstracta con la que ganó en el 2018.
Cuando dijo “ni aspiramos al pensamiento único ni al consenso”, el de Macuspana no repara en la clara demagogia de la frase. Si algo caracteriza a su gobierno es que no puede haber voluntad por encima de la suya, y él mismo lo ha dejado en claro cuando al estilo de Fidel Castro (“Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada”) llegó a decir que son tiempos de definiciones y que se está con su proyecto, o se está en contra. Pero lo peligroso no es que aparente en el discurso ser un demócrata abierto a la crítica y al pensamiento plural, sino que rechace el consenso. Populista, autoritario, mesiánico y ahora con todos los hilos del poder en su mano por acción u omisión de poderes e instituciones que debieron contenerlo, no alcanza a entender que vivimos una época compleja donde el rumbo para salir de forma segura de la crisis, como en las guerras mundiales o en la fundación de las naciones, demanda de acuerdos fundamentales de toda la sociedad, no de visiones trasnochadas de iluminados.