No debería serlo, pero lo es en nuestro particular contexto, a propósito de las dudas que pueda generar la filosofía, como herramienta fundamental para ser lo más objetivo y crítico posible en la elaboración de un juicio de tipo jurídico (sin limitarlo a esta categoría, por supuesto), donde lo que va de por medio en la operación lógica realizada es tanto la correcta aplicación de la justicia, en su sentido más romanista de “equidad”, y que tiene que ver con la capacidad de adecuar los principios generales establecidos en el conjunto de leyes, al hecho particular de un caso, con todas las agravantes que eso pueda implicar. No adecuar este principio eminentemente deductivo, generaría una injusticia al momento de sentenciar un caso, originando no solamente el desprestigio del enjuiciador a cargo, sino de toda la institución, y más aún, de la propia legitimidad del sistema político cuyo principal deber versa en garantizar a cabalidad la integridad de sus propios ciudadanos y habitantes.
Veamos un caso paradigmático tanto en la historia de las letras clásicas como en la filosofía. El gran trágico Sófocles, en su insigne tragedia Antígona, expone el complicado caso de la hija del célebre rey de Tebas, Edipo, que tras la invasión de uno de sus dos hermanos varones, Polinices, a su ciudad natal para arrebatar el trono a su propio hermano y rey, Eteocles (tema de la tragedia Los Siete contra Tebas), y la muerte de cada hermano a manos del otro en plena batalla (…), se decreta por parte del nuevo rey Creonte, que el rey asesinado recibirá las exequias correspondientes mientras que el otro, el invasor, será dejado a la intemperie para ser festín de animales rapaces. Antígona insta a su hermana Ismene a tramar un plan:
“¿No ha considerado Creonte a nuestros hermanos, al uno digno de enterramiento y al otro indigno? A Eteocles, según dicen, por considerarle merecedor de ser tratado con justicia y según la costumbre, lo sepultó bajo tierra a fin de que resultara honrado por los muertos de allí abajo. En cuanto al cadáver de Polinices, muerto miserablemente, dicen que, en un edicto a los ciudadanos, ha hecho publicar que nadie le dé sepultura ni llore, y que le dejen sin lamentos, sin enterramiento, como grato tesoro para las aves rapaces que avizoran por la satisfacción de cebarse.
Dicen que con tales decretos nos obliga el buen Creonte a ti y a mi –sí, también a mi- y que viene hacia aquí para anunciarlo claramente a quienes no lo sepan. Que el asunto no lo considera de poca importancia; antes bien, que está prescrito que quien haga algo de esto reciba muerte por lapidación pública en la ciudad. Así están las cosas, y podrás mostrar pronto si eres por naturaleza bien nacida, o si, aunque de noble linaje, eres cobarde.” (35)
Ésta condena genera un dilema ético que siglos después Hegel analizará en la Fenomenología del Espíritu a profundidad, resaltando la bifurcación generada en la conciencia de Antígona, y de todo el cosmos griego. Por un lado se encuentra la estricta aplicación de la norma jurídica que representa el rey Creonte, y que establece la distinción funeraria, y por otra, la norma religiosa que repercute directamente en la conciencia de Antígona: para ella, a pesar de la desgracia, ambos hermanos, príncipes de sangre, merecen las mismas honras, y está decidida a violar la norma establecida por el monarca, pues se arriesgará a tapar los ojos del hermano invasor con las dos monedas con qué pagar al barquero Caronte, el cruce sobre el río de la muerte, y cubrir con tierra un cuerpo que jamás tendrá descanso si se le deja al arbitrio de los buitres. Hegel observará un resquebrajamiento de la unidad de la conciencia griega que no tendría por qué generar conflicto en las consciencias, salvo que una decisión abra un dilema que lo haga entrar en contradicción con sus enunciados: ¿sí enterrar al traidor o no?
La respuesta ni es tan fácil, ni es tan obvia. Un contemporáneo defensor normativista de corte kelseniano, estaría confiriendo un valor absoluto a lo estipulado en la norma, que a su vez ha pasado por un arduo procedimiento que lógicamente lo legitima, confiriéndole validez: la razón establece que los traidores no deben ser honrados. Por otro, prontamente considerarían que cualquier anteposición moral, resulta secundaria y no es objetiva: la voluntad de Antígona es intrascendente frente al respeto de la legalidad. La contradicción se agudiza ante las características de nuestros sistemas constitucionales modernos, que parecieran no conferir valor alguno a cuestiones sentimentales, y menos aún, a principios religiosos. Pero lo cierto es una cosa, como bien observa Hegel, el problema de tal contradicción es la herida abierta en la conciencia que se tiene que enfrentar a dos caminos claramente contrapuestos, portadores de dramáticas consecuencias sea la elección que sea: ¿qué hacer?, es la pregunta, y no existe una subestimación en esto porque la legitimidad de las instituciones están en juego: un principio normativo pareciera que no debe entrar dramáticamente en contradicción con la conciencia de su tiempo.
Ofrecer un solución al dilema exige el uso de un riquísimo instrumental cognitivo dispuesto a la inteligencia a través de la muy amplia biblioteca jurídica y filosófica que obligan a que aquel que tenga que ofrecer un veredicto al caso, fundamente sus conclusiones de tal manera que su sentencia sea además de comprendida, aceptada. La filosofía, y una de sus disciplinas, la ética, juega un papel claro que se inmiscuye en la conciencia del juez, incitando a que su “prudencia” actúe con toda la suficiencia posible que haga de su conclusión, algo más que la posición del rey Creonte, afectado por los recientes sucesos de una invasión y la pérdida de su monarca, y que nos abre una ventana en torno a la afectación que todos los seres humanos no podemos dejar de tener al momento de elaborar un juicio, en donde lo que chocan, además de todo, no son sólo “hechos” –como los referidos-, sino “valores”, esto es, principios axiológicos que generan en la conciencia criterios calificadores de los acontecimientos que siempre acompañan las cosas humanas, ante las que una conciencia difícilmente puede declararse neutra, por más que un procedimiento estrictamente racional lo exija.
Dworkin en su esclarecedor artículo: “Deben nuestros jueces ser filósofos? ¿Pueden ser filósofos?”, quiere resaltar la importancia de no mantener esa hegeliana escisión entre “el yo conmigo mismo” (ética) y “el yo con los otros” (moral), a la hora de elaborar un juicio en donde lo que están de por medio son concepciones de mundo, cuyos resultados pueden originar una descomposición del funcionamiento del procedimiento, en este caso, jurídico, que haga de nuestras judicaturas posibles “creontes”, anclados en la norma e incapaces de mostrar equidad en su valoración de los hechos. Dworkin asume: “Pero el punto importante en cada una de ella (las cuestiones) radica en cuestiones de valores, no de hechos, las cuales nos conciernen no sólo por el compromiso de resolver y aclarar principios, sino porque nos obligan a reflexionar sobre los puntos concretos y la correcta aplicación de tales principios, además de las relaciones y posibles conflictos entre ellos. Esa es la vocación de los filósofos morales y políticos” (Dworkin, op. cit., p. 9).
La “equidad” (del latín “equitas”, en clara referencia al valor caballeresco de la palabra del caballero, a la que se le concede un atributo ético capaz de ser respetado por las partes durante una lítis o controversia) es un principio prudencial que establece como máxima “tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales”, como una manera de evitar un análisis inflexivo de un hecho que hoy denominaríamos “jurídico”. Para acceder a semejante nivel prudencial que permita al enjuiciador ser equitativo, se requieren de herramientas que podemos denominar metajurídicas, esto es, un arsenal que no se encuentra solamente en el conocimiento normativo y en sus procedimientos, sino en agentes externos a ellos y que, como la filosofía, se sustentan en facultades críticas, esto es en el desarrollo de habilidades intelectuales no sólo técnicas, sino capaces de valorar cada cosa en su plena contradicción, sin favorecer una o subestimar otra por chocar o con su muy procedimental criterio, o, lo que sería peor, con sus aún más personales criterios: “En el proceso de toma de decisiones los jueces afrontan problemas, especialmente en las áreas del derecho público, que requieren juicios sobre cuestiones morales polarizantes que son objeto de un profundo y continuo estudio y confrontación filosófica” (Ibid., p. 7).
Si hay una disciplina que como la filosofía radique casi constantemente en medio de la conflictividad de la contradicción, es la profesión jurídica: evaluación constante de casos con el objetivo de ofrecer soluciones que cumplan con principios de corrección y critica básicos; conflictividad entre “el yo” y “los otros”; correspondencia con principios normativos a su vez justificados, etc… la conciencia de Antígona puede latir en cada juez, en cada litigante, en cada honesto aplicador de la justicia que quiera ser lo más correcto posible, y en cada filósofo evaluando la validez de cada argumento de cara a teorías consideradas por su nociones críticas como adecuadas, y evitar máximas dudosamente aplicables como la que narra Dworkin sobre el concepto de “obscenidad”: “El magistrado de la Suprema Corte Byron White, dijo una vez que aunque no podría definir la obscenidad, sabría que algo es obsceno en cuanto lo viera…” (Ibid., p. 16). Esas nociones “intuitivas” –creo que Dworkin las refiere amablemente para no resaltar lo prejuicioso a que una noción como la “obscenidad” puede dar pie- son, sin duda, una amenaza para cumplir con el objetivo planteado al inicio del presente ensayo que plantea la importancia de un juicio ético correcto, para evaluar hechos jurídicos no de manera inflexible, sino lo más cercano al principio propio de la antigua tradición jurídica latina de equidad.