Martha Nussbaum en su reciente libro: El Ocultamiento de lo humano, observa los peligros de aquellos “argumentos” fundados en las muy personales “intuiciones”, que a la hora de juzgar los hechos presumen neutralidad jurídica, desde una subjetividad amparada en cosas como la “repugnancia”: “La repugnancia también funciona de maneras complicadas. A veces, sirve como el motivo principal, o incluso el único, para ilegalizar ciertos actos. Así, la repugnancia del lector es un aspecto primario de la definición de materiales obscenos bajo las actuales leyes de obscenidad. Se han utilizado argumentos similares para sostener la ilegalidad de relaciones homosexuales entre adultos por consentimiento mutuo: deberían ser ilegales, se sostiene, porque el “hombre medio” siente repugnancia cuando piensa en ellas…” (p. 15).
Para nuestra filósofa de Chicago, es inevitable la incursión de los sentimientos a la hora de juzgar un hecho, y lo que es peor, considera que los principios normativos que han ido construyendo el derecho, están repletos de normativas creadas desde lo más selecto de nuestras pasiones, en especial las que emanan de el “hombre medio” (entidad limitada a su inmediatez, que funda su acervo crítico en la frontera de su humilde experiencia sensitiva y que, claro está, carece de pretensiones intelectuales. Se dice que son la “mayoría”, y cuando se habla en nombre de ésta, es a aquella entidad caracterizada a la que se tiene la gloria de remitir). A diferencia de Dworkin, Nussbaum no asume que todas las pasiones son negativas. Amparada en la “teoría de las pasiones” de Aristóteles (una de las especialidades de esta filósofa de Chicago), Nussbaum pide categorizarlas, pues hay de “pasiones a pasiones”. Regresando a nuestro ejemplo de Antígona, la ira que le produce a la princesa la condena al cadáver de su hermano, es una pasión distinta que la extraordinaria condena que sufre el personaje una vez que es descubierta rindiéndole homenaje al cuerpo, y tras una grandiosa defensa, es condenada a ser enterrada viva, con una desmesura entre el delito y la pena que podría hacer pensar a cualquiera, que Creonte quería hacerle pagar no sólo su personal crimen, sino el de toda la familia, y un ensañamiento envilecedor por la posible repugnancia que el nuevo monarca sintiera por ser hija de un matrimonio compuesto por un hijo y su madre: “Mi tesis general –dice Nussbaum- es que la vergüenza y la repugnancia son diferentes de la ira y el temor, en el sentido de que son particularmente proclives a ser distorsionadas normativamente y, por lo tanto, no son confiables como guías para la práctica pública, debido a aspectos de su estructura interna específica. La ira es un tipo de emoción razonable que determinadas cuestiones susceptibles de ser dañadas por terceros sean significativas en gran medida. La pregunta respecto de cualquier instancia dada de ira debe ser: ¿los hechos son correctos y los valores están equilibrados…?” (p. 26).
Una cosa es la repugnancia del monarca a una inocente del matrimonio mencionado por más fruto que sea de él, y otra es la ira que pueda producir la invasión de su hermano a su ciudad para destronar a su hermano; o la ira –desmesurada, sin duda- que pueda producir la falta de Antígona al violar la ley para enterrar a su hermano. Todas son pasiones: “repugnancia”, “ira” o la “vergüenza”, como la que provocó en Edipo al enterarse que sin saberlo se había casado con su madre, procreado cuatro hijos con ella y a su padre, también sin saberlo, lo había asesinado mientras huía de su hado, engañado, rumbo a la extraña tierra de Tebas, de la que sería rey tras destruir a la esfinge que aterrorizaba a su pueblo. La vergüenza es un castigo que interactúa dinámicamente entre la condena social que señala el hecho, imponiendo su estigma, y la propia autoconciencia que reconoce la magnitud de un hecho que o impide la violación de la norma, o se convierte en un despiadado verdugo que carcome el ánima del desgraciado, como Edipo cuando se sacó los ojos con los alfileres de su chitón, presa de una aflicción que no quería ver, y después se dedicó a mendigar por el mundo en un exilio tétrico que tuvo como origen su estado de “apestado”.
La violencia ejercida como castigo, debe ser lo más proporcional al delito cometido, y aún así no dejar de evaluar, y ser prudente cuando se elabora un análisis de un caso particular porque el daño que puede generar lastima a una persona, o a la misma legitimidad del régimen cuyas instituciones se podrían erosionar de una manera inminente, a la manera del rey Creonte por cuya decisión desmesurada, provocó el enojo de su hijo, quién decidió voluntariamente morir al lado de su amada Antígona, enterrados vivos, cercenando de un tajo la propia legitimidad del monarca, y la trascendencia histórica del mismo, hecha girones como los ropajes con los que se cubría el rostro de vergüenza por la decisión que le arrebataba tanto al hijo, como a la desconsolada esposa que no le perdonó la muerte de su valiente retoño. Las malas decisiones, traen consigo la incredulidad, y como el óxido que carcome al metal, los cimientos del estado se impregnan con el peligro de quebrarse.
En Justicia para Erizos, uno de los más recientes textos de Dworkin, advierte de los peligros de la desmesura que no considera el principio clave de la legitimidad del estado: el concepto de “dignidad”, esto es, la noción primigenia que reconoce el valor intrínseco a la personalidad de cada persona, y de cuya protección depende la legitimidad del gobierno, o de su violación, la destrucción del sistema completo. Para Dworkin nada más que la dignidad confiere legitimidad al gobierno en su ejercicio: “Yo creo que la dignidad además de ser un “reconocimiento” por parte de la comunidad racional de toda la humanidad, es también –o, quizás, ante todo-, un “autoreconocimiento”, producto de un proceso de comprensión de cada persona y su circunstancia que les permita comprenderse como sujetos dignos, para así exigirlos a su mundo y obligar a que sea les respeten sin temor a su negación. La dignidad se parece más a la noción kantiana de “mayoría de edad” en donde la persona asume los costos de saberse libre e igual, pero además con la suficiente responsabilidad por encaminarse en un trayecto de constante amenaza” (p. 402).
No es un gobierno, no es una cultura o civilización, menos una sola nación, la “dignidad” es un principio reconocido y protegido por toda la humanidad, pero en plena comunión con la autocomprensión de cada persona que se sabe portadora de semejante atributo (“responsable” o “mayor de edad” diría Kant en su formidable ensayo “¿Qué es ilustración?”), que lo habilita tanto para exigirlo, como para retribuirlo bajo un esquema de reciproca responsabilidad que nos hace a todos parte de una comunidad de valores, y como dice Nussbaum, que se deben promover a partir de un ambicioso programa educativo que incube en cada ser pensante una de las más grandes nociones que la inteligencia humana ha creado consigo misma, y que impone un respeto pleno a la integridad humana que no puede ser violada por argumento alguno, porque el frágil equilibrio pronto se rompe, y la fractura daña a todo aquel por más seguro que sienta, porque donde lo que reina es la más amplia violación del principio dignitario, el hobbesiano “estado de naturaleza” resurge. El miedo, otra pasión, como dice Nussbaum y Hobbes, puede tener un efecto benéfico: el miedo a morir enterrado vivo por la desmesura de una decisión que violando la justa medida que marca la prudencia, nos vuelva a todos protagonistas de una tragedia que no quisiéramos haberla vivido. El miedo como principio civilizatorio nos llevará a otras playas en las que por ahora no habremos de atracar.