Durante milenios, o al menos, a partir del Aristóteles de La Política, existe un idealización del florecimiento de un sector de la población, que sin ser el más acaudalado, o necesariamente el más virtuoso, sí encabece un punto medio entre los extremos problemáticos de la sociedad: ricos y pobres, que normalmente han protagonizado una movilización y violencia constante, en comunidades que coexisten entre los dos puntos lejanos de una cuerda que se tensa fácilmente al llamado de la justicia social, o la justicia distributiva, y que o se entregan a tiranuelos que prometen distribuciones materiales radicales al costo que sea, o bien, se parapetan en un conservadurismo agusanado que yergue su opulencia en medio de la más generalizada pobreza. La Grecia Antigua vivió grandes movilizaciones al amparo de líderes populares, también conocidos como “demagogos”, y que a cambio del exterminio inmisericorde de las élites, este cobraba al pueblo su “favor” quitándole su libertad, e instituyéndose él mismo y a su familia en tiranos.

La tiranía tiene una acepción no tan violenta y peyorativa como sí la comprenden las sociedades modernas, y que ya desde la Grecia Clásica no representa a ese viejo líder relativamente benéfico, pues será Platón quién refunda la imagen del tirano en las mazmorras de Tártaro histórico, como uno de esos titanes sepultados vivos que no han logrado reivindicarse con los tiempos, por la amenaza que su poder hurtado representa. La relación pueblo –en su sentido de sector económica y educativamente mente bajo- y el demagogo que se transmuta en tirano, conforman los binomios clásicos de las confrontaciones sociales entre clases denominada stásis.

La stásis o lucha de facciones (pobres-ricos) destruyó mucho de la herencia cultural de la Grecia Antigua, la destrucción de los valores aristocráticos mermó por mucho tiempo el desarrollo espiritual de un kósmos convulsionado entre sus propias contradicciones. La poesía de la época, expresa en sus cantos el furor de la violencia y la venganza, y Teognis de Mégara (VI a. C.) manifiesta en sus inmortales elegías, la fatalidad de la virtud aristócrata empobrecida y calumniada por el arribo violento de sectores iletrados, tercos en sus proyectos por no reconocer valores superiores a ellos mismos, pues es la igualdad comprendida como envilecimiento general, lo que los motiva a destruir la belleza histórica heredada, es el caso de la institución aristocrática por excelencia: el  symposión (banquete), ceremonia erotizada en donde la areté (virtud) se transmite en medio de la calidez refinada del alimento, la bebida y la charla… como el otro aristócrata famoso, Platón, en la Atenas de la época clásica, elevará al pináculo de la paideia (formación) filosófica que presume el desarrollo iniciático del alma, bajo el amparo de la exquisitez de los discursos cultos y la elegancia inseparable de las almas bellas, rindiendo culto a los bienes que la virtud concede por mérito, y no mediante el robo. Teognis lanza su elegía en medio del symposión a Cirno: lo aconseja, lo insta a valorar la virtud, a cultivar el alma y rechazar la sola adquisición de riquezas, a costa de los bienes del espíritu:

“Prefiere vivir íntegro aun con poco dinero/ a ser rico con bienes que lleguen de injusticia. / En la justicia, al cabo, la virtud se halla toda  y el hombre que sea justo es, Cirno, un hombre bueno.” (Teognideas, 145-148, versión de  Juan Manuel Rodríguez Tobal).

Una sociedad que tiene la posibilidad de alzarse por encima de mezquinos conflictos, reconociendo el valor de cada persona no por sus bienes materiales, sino por la ostentación de sus posesiones del espíritu, tales como la virtud, es semejante a una clase que reconoce el papel de un maestro virtuoso entregado en cuerpo y en alma al perfeccionamiento de sus pupilos. El valor del maestro subyace en la apertura de nuevas puertas espirituales que requieren de la llave adecuada para ser finalmente abiertas. Esas llaves se encuentran en el talento de la expresividad, en el conocimiento serio y esforzado del tema; en la elegancia y sencillez de su compartimiento (elegancia y sencillez tienden a ser una unidad), en la capacidad del maestro por encarnar los valores que expresa, sin escindir su persona de sus palabras, pues el poder de la transmisión del mensaje se pierde con tergiversaciones vulgares que sirvan a intereses mezquinos: ideologías, beneficios monetarios y hasta la presencia excéntrica de un ente desgraciado, contagiando de prejuicios a aquellas almas vírgenes que tienen que tragarse infundios directamente procedentes de bocas envenenadas. La virtud requiere múltiples saberes que incuben el saber crítico, y no de adoctrinamientos voraces fundados en una sabiduría, ideología o personales frustraciones y traumas.

El valor de la paideia aristocrática amenazada por la stásis, tiene en el symposión una de sus mayores expresiones. El conocimiento transmitido mediante el disfrute de la belleza, de la elegancia del entorno, de la profundidad de la palabra viva que se incita con el compartimiento de la copa en forma de cuerno que no puede sostenerse en pie, sino que debe rotarse y rotarse  cargada del suculento vino perfumado con especies directamente procedente de las fauces de la krátera. El entorno es un medio primordial en la facilitación del desarrollo del gusto por aprender, sin necesariamente la seriedad escolástica de la enseñanza medieval llegada a la modernidad. El saber que sabe a perfeccionamiento de las formas; a intensidad de los temas debatidos siempre reglamentados con el poder de la etiqueta. Las formas reglamentadas o etiqueta, excluyen la confrontación malcriada de los necios que no saben discutir (que pierden o ignoran las “formas”), o bien, de las aburridas cesiones que matarían de inanición a un alma delicada predispuesta a los bienes del espíritu.

La formación aristocrática sobrevivió milenios, transmutó y se embelleció gracias al talento de un aristócrata como Platón, cuyos Diálogos, son expresión emblemática de profundidad de análisis en el estudio de un tema, pero también de disfrute refinado de caballeros, los que dialogan temas para los que se requiere una iniciación del alma, un desarrollo de costumbres y una elegancia que las revoluciones populares, que las calumnias demagógicas de líderes, y un igualitarismo fanático indispuesto a valorar los espíritus virtuosos, son patrimonio que hoy nos llega, milenios después, y nos advierten de los peligros del vicioso discurso confrontacional de espíritus ajenos a la única riqueza valiosa: la del alma: “Riquezas las da el cielo hasta al hombre malvado; la parte de virtud llega, Cirno, a muy pocos” (Op. cit., 149-150).