Para Berta,
mi esposa,
mi novia,
mi mejor amiga;
ella sabe por qué.

Felipe no decía nada. Venía encabronadísimo, con la cabeza agachada, el mentón pegado al pecho, arrastrando la vista por el suelo, al igual que la cobija y su dignidad pisoteada. En una de sus manos, apoyado sobre su hombro, traía el bat de béisbol.
Antes de que se suspendiera el juego y se fuera a armar la bronca, tomó su bat lleno de lodo, se lo cargó al hombro como un fusil, se brincó por la malla rota y emprendió el camino a su casa.
 Todos los demás, se desaparecieron, cada quien con su manopla, y yo tomé la mía, la pelota y el cojín de primera. Unos, se saltaron la barda; otros, se fueron hasta la puerta y, los demás, como Felipe, nos atravesamos por la malla rota.
 Lo alcancé en la esquina y lo seguí en silencio, emparejándome a su paso. Sabía muy bien que, al llegar a su tienda, nos tomaríamos un refresco y su mamá me invitaría a comer.
 No había nada qué decir. El gesto de contrariedad en su rostro reflejaba el amargo sabor de la derrota, y Felipe no sabía perder. Y no sólo nos habían ganado sino, lo que era peor, nos habían blanqueado de la forma más vil y humillante.
 Perdí la cuenta de cuántas carreras nos hicieron. Dejé de contar cuando llevaban siete y apenas era la cuarta entrada, así que, haciendo cuentas, nos han de haber metido como quince. Lo cierto es que nosotros no hicimos ninguna.
 Creo que sólo logramos pegar tres hits y, hubiera sido peor, de no ser porque estuvimos a punto de agarrarnos a madrazos y abandonamos el juego con la cola entre las patas, no sin antes pactar la revancha para el domingo siguiente.
 Por eso venía tan encabronado; no con los otros, sino consigo mismo. Él era manager, patrocinador y pícher pero, sobre todo, era el alma del equipo. Sin embargo, esta vez, todo le salió mal.
 A diferencia de otras, en esta ocasión no logró animarnos, ni organizar un buen cuadro. Estaba desconcentrado, ausente, como ido, y le botaron la pelota miles de veces.
 No traía nada en el brazo. Su famosa curva diabólica, que tan famoso lo había hecho en el barrio, esta tarde, no apareció. Todo le prendían y ya no sentíamos tanto, lo duro, como lo tupido y, entre más lanzaba, más le prendían la pelota y se la botaban del parque, y más se encabronaba.
 Al bat, fue peor. Lo poncharon como cuatro veces y sólo pudo conectar un podridito por tercera y un flay a jardín central que apenas le alcanzó para llegar a segunda.
 Me imaginé que, tal vez, ya sabía lo de su mamá y ése era el motivo de su descontrol.
  Era inevitable e inocultable: un secreto a voces; un chisme que viajaba a la velocidad del sonido; algo que unos sabíamos y otros sospechaban, y sólo Felipe ignoraba, a pesar de que resultaba el más afectado: doña Licha, su mamá, andaba con Beto, el repartidor de carnes frías.
 Desde que lo supe, no estaba tranquilo y cargaba con un profundo sentimiento de culpa, ya que sentía que traicionaba a mi mejor amigo y evitaba ir a su tienda pues, una vez que fui, me tuve que enterar de cosas que no tenía por qué saber un niño de mi edad.
 Una tarde, que llegué a buscarlo, para que me ayudara a ensayar “El Brindis del Bohemio”, subí los escalones de la tienda, agachado, sin hacer ruido… una noche de invierno… pensando en espantarlo. Sin embargo, al observar a través del mostrador, lo que vi, me dejó paralizado.
 Beto y doña Licha se estaban besando… simbolizando al resolverse… revolverse en nada… Pero era un beso apasionado, casi obsceno, de gente mayor… que a la vida nos lanza de vencer los rigores… de esos besos que se deben reservar para darlos en privado y que no se deben andar dando en un lugar público, porque luego se hacen los chismes.
 Los cuerpos, apretados, se frotaban uno contra el otro… por mi pasado que fue de luz, de amor y… al igual que las bocas, ya olvidados, por completo, que se hallaban en un sitio donde alguien los podía ver y contárselo a todo mundo.
 Para no tener ninguna duda de que eran ellos, los observé detenidamente durante un buen rato y, cuál no sería mi sorpresa al ver que Beto le apretaba las nalgas a doña Licha, por encima del vestido.
 Sí me sorprendí y me desilusioné. De alguna manera, doña Licha representaba mi ideal de mujer… en el que hubo mujeres tentadoras y frentes soñadoras… No es que estuviera enamorado de ella, pero era el sueño de cualquier muchacho de mi edad y. por lo visto, de cualquier repartidor de jamones pues, aunque ya habían pasado los mejores años de su vida, todavía era una señora muy atractiva, y con un cuerpo escultural que ya quisiera tener cualquiera de las viejas chismosas de la cuadra.
 Salvo unos kilos de más, acumulados en el vientre; algunas arrugas en el rostro y unas cuantas canas, seguía siendo una mujer muy apetecible, por el ángulo que se le viera, especialmente, por atrás y de perfil… que a desdenes me mata, pero que tiene un cuerpo muy bonito… ya que poseía unas nalgas, redondas y carnosas, que despertaban la envidia de otras mujeres, y atraían las miradas morbosas de los amigos de Felipe.
 En buen plan, que doña Licha anduviera con Beto, no tenía nada de malo. Era viuda, todavía joven y muy hermosa, y Beto era un cuate muy trabajador, soltero y, la verdad, ya se le estaba pasando el tren pero, en boca de las vecinas chismosas, todo era pecado y maldad, y siempre se andaban metiendo en lo que no les importaba.
 Cuando estaba en su tienda, doña Licha usaba unos vestidos, cortos y entallados, y con amplios escotes, que resaltaban las opulentas formas de su cuerpo y, por arriba, no tapaban ni la mitad de sus pechos, grandes y turgentes y, por abajo, dejaban al descubierto la totalidad de sus esculturales piernas.
 Hasta mi mamá la criticaba. Decía que se veía ridícula con esos vestidos, tan rabones, y que una señora de su edad no tenía por qué vestirse de esa manera.
 La verdad, era que la envidiaban, ya que era una señora muy bonita y con cuerpo de tentación aunque, alguno de mis amigos, decía que tenía piernas de chichicuilote y poseía las cualidades del tordo: “las patas flacas y el culo gordo”.
 El punto de reunión del equipo era la tienda de Felipe y, tanto a mí como mis compañeros, nos encantaba reunirnos ahí, para admirar a doña Licha, sin que él se diera cuenta.
  Nos sentábamos en los escalones, a la entrada de la tienda y, de reojo, la veíamos ir y venir meneando, cadenciosamente, sus caderas; atentos a todos sus movimientos, seguros que, de un momento a otro, le veríamos los calzones que, por cierto yo, sólo una vez le vi.
 No podía dejar de verlos… por todos estrechado, alzó su copa frente a la alegre tropa… Las manos de Beto se deslizaban por las nalgas de doña Licha y no dejaban de besarse.
 De pronto, Beto abrió los ojos y, por un reflejo involuntario, yo sentí como si me hubieran agarrado con las manos en la puerta. Más se sorprendieron ellos al verme y mi presencia infantil los obligó a separarse y volver a la realidad; doña Licha, con las mejillas encendidas de vergüenza, y el repartidor de jamones, mirándome fijamente y limpiándose los labios con el dorso de la mano.
 Se marchó a toda prisa, clavando su vista en mí, dándome a entender que, si decía algo de lo que había visto, me iba a partir la madre.
 Doña Licha me enfrentó; se acercó a mí y, como en El Brindis del Bohemio, “me envolvió en la luz de su mirada, sacudió su melena alborotada y dijo así, con inspirado acento”:

- Pasa… Felipe no tarda… fue a la papelería…

   No puse atención a lo que me dijo. Era como una explicación a algo que a mí no me importaba ni alcanzaba a entender. Lo que me preocupaba era haberme enterado de algo que Felipe no sabía y que, de un modo o de otro, le afectaba y, a mí, me ponía en un predicamento, ya que no sabía si decírselo o no.
 Afortunadamente, doña Licha resolvió mi duda y me pidió que no le dijera nada, ya que, precisamente, en esos días, tenía pensado contarle la verdad y decirle que pensaba volver a casarse.
 Felipe llegó a salvarme cuando su mamá me ofrecía un pastelito de chocolate (que yo acepté), como si quisiera comprar mi silencio y ése fuera el precio de mi complicidad…y pareció que sobre aquel ambiente flotaba inmensamente un poema de amor y de amargura…
No me imaginaba que, a partir de ese día, gracias a mi silencio, me convertiría en el consentido de doña Licha, y de Beto.
 Desde entonces, siempre que pasaba por Felipe, su mamá me obsequiaba alguna golosina o un refresco y me invitaba a comer, y Beto me daba el aventón a mi casa y me regalaba sendos trozos de jamón, que yo compartía con mis hermanos.

- Hijos de su pinche madre – repetía Felipe, en voz baja.

 Yo caminaba a su lado. También venía muy encabronado pero, en el fondo, pensaba que no era para tanto. Sólo había sido una cascarita y no contaba para el torneo. Más bien, teníamos que agradecer que no se armaron los madrazos, porque nos hubieran dado en la madre.
 Sólo a Felipe se le ocurría retar a los de secundaria, que eran mucho más grandes que nosotros y mucho más mañosos. Se las sabían, de todas, todas; eran más y se podían relevar unos con otros, mientras que, nosotros, apenas nos completábamos.
 Ni eran tan buenos. Sí eran más altos que cualquiera de nosotros, pero no los íbamos a cargar. El bueno era el cácher: méndigo desgraciado; grande, fuerte, se sabía todas las reglas y era el líder de su equipo. Sus compañeros hacían todo lo que les indicaba, tenía cuerpo de luchador y le decían “El Obed”.
 Al pícher ya lo teníamos controlado. No tenían otro para cambiarlo, y Felipe le robó las señales. Lo lógico era que nos pasara corriente, pero nada. Se desconectaba y no mandaba la señal.
 Andaba tan distraído que, entre el pícher y el primera base, lo pescaron cuando se quiso robar segunda y eso nunca le había pasado. Pero yo seguía pensando que no era para tanto. Total, el domingo siguiente, nos tocaba el desquite.
  Pero Felipe no pensaba igual. La peor ofensa que alguien le podía hacer, era ganarle en algo; cualquier cosa: beis, fut, ajedrez, volados, lo que fuera, hasta adivinanzas.
 Si alguien se la hacía, se la tenía que pagar, porque él se tenía que desquitar, a como diera lugar y, en este caso, a quien se la tenía sentenciada, era al cácher.
 No era como otros que buscaban, no a quien se la hizo, sino a quien se la pagara. No. Felipe era muy rencoroso. Era el mejor amigo que había, pero no olvidaba un agravio.
 Y no es que yo le tuviera miedo. Es más, puedo afirmar que era el único que le podía ganar en algo, sin que se sintiera ofendido ni me la hiciera de pedo, y era a mí, a la única persona que le permitía llamarlo por su segundo nombre: Lamberto, como se llamaba su papá.
 En todo el tiempo que teníamos siendo amigos, nunca nos habíamos peleado, y eso que nos conocíamos desde niños, es decir, desde mucho antes: desde antes de nacer, porque su mamá y la mía eran amigas de la infancia. De cualquier manera, era preferible estar siempre de su lado.
 Iba hablando solo, mascullando palabras incomprensibles y tratando de echar fuera toda la rabia que traía. Venía tan absorto en sus pensamientos que se dio vuelta en la calle del mercado, donde vivía el Gordo Soberanes, y me asaltó el temor de que se nos apareciera con su pinche perro.
 A esas alturas; derrotados, humillados, llenos de lodo, arrastrando la cobija y ensuciando el apellido, ya nada más faltaba que nos orinara un perro. Y tenía que ser, precisamente, el perro del Gordo.
 Su familia vendía barbacoa, en un puesto del mercado, llamado “El Vellocino de Oro” y, a su desalmado perro, el Chóper, lo alimentaban con las sobras; razón por la cual, era una masa de grasa, como de sesenta kilos de pura maldad; un perro asesino, con antecedentes criminales, que había mordido a varias personas y, en más de una ocasión, Felipe y yo habíamos pensado envenenarlo.
 Era un bóxer enorme, color canela, sin cola y con las orejas paradas; unos descomunales colmillos, como sables, y el hocico siempre lleno de una espesa baba que arrojaba, a varios metros de distancia, cada vez que ladraba.
 No era un perro: era un monstruo, una bestia. Y el Gordo se sentía la gran cosa cuando andaba con su bestia por la calle, atada a una fuerte cadena, de grandes eslabones y un collar de cuero, con puntas de acero.
 Al verlos, uno no sabía, exactamente, quién llevaba a quién, ni cuál de los dos animales tenía el control: si el Gordo jalando al perro o el perro empujando al Gordo.
  El problema era toparse con ellos, porque el Chóper le ladraba a todo mundo, hasta arrinconarlo contra la pared, y el desgraciado Gordo dejaba que se acercara a las personas y les ladrara, en plena cara, embarrándolas de su baba sanguinolenta.

- No tengas miedo – decía el Gordo con su vocecita de niña -, no muerde, no te espantes, no te hace nada…

 En lugar de aplacar a su pinche perro y callarlo, no. Era uno el que se tenía que tragar el miedo y tratar de calmarse. ¿Y qué pasaba? Claro. Que el perro, además de asustar y, a veces, hacer llorar a una persona, la dejaba toda embarrada de su asquerosa baba. Eso, cuando no la mordía, ya que, por lo regular, el Gordo no lograba contener al Chóper: le ganaba y mordía.
 Así como a Felipe, yo no les tenía miedo a los perros; sólo al Chóper. Y es que, de verdad, era un perro asqueroso que olía a barbacoa y daba miedo. Ya estaba viejo y muy gordo, pero todavía era fuerte e inspiraba temor, con sus sonoros ladridos que se escuchaban hasta el campo de béisbol.
 Pero, como ya dije, no era un perro; era una bestia peluda, que respondía al nombre de Chóper Soberanes y que se parecía al hermano del Gordo, el que decían que era judicial.
Cuánta razón tenía mi mamá al decir que “nunca hay que andar tentando al Diablo” porque, en ésas íbamos Felipe y yo cuando, como si los hubiéramos invocado por telepatía, el Gordo y su perro, el Chóper, salieron del mercado y avanzaron en sentido contrario al nuestro, haciendo inevitable un desagradable encuentro.
 Si se me hubiera aparecido el Diablo, me habría sentido mucho más tranquilo. Con el Diablo se podía dialogar y pactar, a cambio de venderle nuestra alma, pero con el Gordo y su perro, eran puros ladridos.
 Y, tal parecía que, el pinche Chóper ya nos conocía y nos tenía bien detectados porque, como si nos oliera, aceleró el movimiento de sus patas sobre el asfalto y jaló al Gordo que, dócilmente, se dejó llevar.
 De más está decir que era una soleada tarde de primavera, en la que los pajarillos cantaban; las mariposas volaban de flor en flor, y hasta nuestros oídos llegaba el murmullo del río. No era cierto.
  Era una nublada tarde de otoño, en la calle del mercado, con sus botes rebosantes de basura, sus espléndidos charcos de aguas pestilentes, que olían a orines, y por donde venía el Gordo Soberanes con su pinche perro, listo para arrinconarnos contra la pared y bañarnos el rostro de baba.
 Venía feliz, radiante, con su sonrisa burlona, de oreja a oreja; sucio y apestoso, como siempre, porque era de los que se bañaba cada ocho días, lo necesitara o no, y se venía comiendo un taco de barbacoa.
 Claro. No suponía que su presencia, siempre ingrata, ese día, más que nunca, resultaba insoportable. No sabía de dónde veníamos ni se imaginaba la madriza que nos acababan de dar. Su mente no daba para tanto. Pero, además, le encantaba echarnos encima a su pinche perro y acorralarnos, porque era cuando él llevaba la iniciativa y podía hacer con nosotros lo que quisiera: mantenernos a raya por un buen rato, o perdonarnos la vida.
 Era la única forma en que se podía desquitar de las bromas y burlas que le hacíamos por su gordura. Nos haría sufrir unos momentos aunque, al día siguiente, se la cobráramos.
 Tal y como lo pensé, el Gordo llegó hasta donde estábamos y, como era de esperarse, dejó que el Chóper se acercara más de la cuenta y que sus ladridos nos hicieran retroceder, mientras mostraba sus colmillos afilados y nos frotaba su nariz en la panza.
  Arrojé mis cosas al suelo; me coloqué atrás de Felipe, abrazándolo por el pecho y, fingiendo la voz, empecé a gritar:

- ¡No tengas miedo, no te hace nada, no muerde, no te espantes!

 Felipe no se movió, no dijo nada, a pesar de que yo, a sus espaldas lo jaloneaba de la playera y me movía de un lado a otro. Permaneció inmóvil, mirando fijamente, la cara del perro, sus ojos, su hocico y sus colmillos, como si lo quisiera fulminar con la vista, mientras yo, tratando de disimular mi miedo, imitaba la tipluda voz del Gordo y, entre los dos, hacíamos un ridículo coro:

- No te espantes, no te hace nada, no muerde, no tengas….

 No mordía. Eso decía el Gordo; eso esperaba Felipe y eso deseaba yo pero, el perro, ¿lo sabía? Quién sabe.
 De pronto, en un movimiento simultáneo, preciso, como si lo hubieran ensayado un millón de veces, el bat de Felipe y el cráneo del Chóper coincidieron y se encontraron en un punto de la inmensidad del universo, a una hora determinada por la casualidad, por la suerte o por designio de los Dioses, pero con la desventaja, para el perro, que era un bat profesional, casi nuevecito, labrado en madera de cedro, y que Felipe era el mejor toletero de la Liga; poseía un extraordinario promedio de bateo y era experto en toques de pelota.
 Fue un golpe contundente; un swing casi imperceptible, como el pisa y corre o el piquete de una abeja que, de no haber sido por el crujido que produjo hubiera pasado desapercibido, ya que Felipe, más tardó en dar un paso hacia atrás que en volver a tener el bat sobre su hombro.
 Tocado certeramente, por la punta del bat, como si lo hubiera alcanzado un rayo, el pobre perro abrió las fauces e intentó jalar aire hacia sus pulmones, pero no pudo. Su sistema nervioso, al igual que su corazón, se habían paralizado y, por más esfuerzos que hizo, no logró recuperarse.
 Con los ojos en blanco, se meció grotescamente, como una marioneta con los hilos rotos; se desplomó ante nuestros ojos, con las cuatro patas abiertas y toda su canina humanidad azotó en el suelo, mientras su alma “en espirales se elevaba al cielo”… de los perros.
 Felipe volteó a verme e intercambiamos una rápida mirada de complicidad, al tiempo que el Gordo lanzaba un grito desgarrador y caía de rodillas, al lado de su perro y lo abrazaba.
  Vimos que mucha gente se acercaba y volteamos hacia las puertas del mercado, por donde no tardarían en salir los Soberanes clamando venganza, y pegamos la carrera, dimos vuelta en la esquina y ya no nos detuvimos hasta llegar a la tienda de Felipe donde, después de saludar a su mamá y sacar unos refrescos de la hielera, nos sentamos en la banqueta, volteando hacia los dos extremos de la calle, temerosos de que, en cualquier momento, aparecieran el Gordo y su familia barbacoyera, dispuestos a cobrar a venganza.
Con la vista fija en una de las esquinas, Felipe bebía su refresco, a pequeños sorbos, sin despegar la botella de sus labios, en los que se dibujaba una cínica sonrisa.

- Se murió, ¿verdad? – preguntó.

- Sí- le respondí -- chingó a su madre y se fue al cielo.

- No le pegué fuerte – dijo –, me cai. Pero, de todas maneras, pinche perro, ya estaba más para allá que para acá.

- El Gordo te la va a venir a hacer de pedo – le dije.

- Le pongo en su madre – sentenció Felipe.

- ¿Y su hermano, el judicial?

- Que chingue a su madre, ¿no ves que ya voy a tener papá?

- ¿Papá?

- Sí. El Beto se quiere casar con mi mamá, y tiene unos hermanos que son agentes.

 Sentí un gran alivio al comprobar que Felipe ya sabía toda la verdad y yo no tenía que seguir fingiendo en su presencia. Es más, me agradó que lo hubiera tomado con tanta tranquilidad y que me lo comentara con tanta franqueza, señal inequívoca de nuestra sincera amistad.
Era como quitarme un peso de encima, una pesada lápida que traía cargando desde hacía varios días y que me hacía sentir muy mal, porque Felipe y yo nos queríamos, más que como amigos, como hermanos
 Comprendí que, de no ser por ese secreto, mi rendimiento en el juego hubiera sido distinto, porque yo tampoco estaba en mis cinco sentidos. Saber el secreto de su mamá me molestaba, como una piedrita en el zapato y, por más que lo intentaba, no lo podía olvidar.
 De haber estado los dos en nuestros cinco sentidos, me canso que hubiéramos hecho llorar a los de secundaria. Nadie antes nos había ganado y menos por blanqueada pero, en unos días más, nos volveríamos a ver las caras: Felipe, habiendo ya digerido su nueva situación familiar y yo, sin tener que cargar con ese secreto que traía atravesado en el cogote.
 En eso llegó Beto. Por supuesto, no a dejar un pedido de jamón, sino a cuidar sus intereses.

- ¿Ya supieron? – preguntó.

- No – respondí yo -  ¿qué cosa?

- Que se murió el Chóper – dijo Beto.

- ¿El Chóper? – pregunté - ¿El perro del Gordo?

- Sí – contestó Beto -- se murió de viejo.

- ¿Quién te lo dijo? - le pregunté

- El Gordo – contestó Beto –. Me lo encontré en el mercado cuando lo llevaba al basurero.

  No lo podíamos creer. Hubiéramos apostado a que, lo primero que el Gordo haría, sería acusarnos con su familia, para que, cuchillo en mano, vinieran a reclamarnos y exigir la reparación del daño.
 El Gordo decía que su papá y sus hermanos eran de armas tomar y no se dejaban de nadie, así que nos asaltaba la idea de que se estuvieran preparando y armando, para venir a darnos en la madre.
 Era muy chillón. En la escuela, por cualquier cosa, nos acusaba con la maestra y luego, a la salida, acusaba a Felipe con su mamá y a mí, con la mía.
 A veces, como que sí estaba de buenas y aguantaba todas nuestras bromas que, por lo regular, eran bien pesadas pero, otras veces, como que le entraba lo sentimental y se ponía a hacer pucheros; se le arrugaba el mentón, le temblaba la voz y hacía grandes esfuerzos por no llorar.
 Lo peor de todo era cuando andaba con su perro, porque se transformaba y era odioso. Por eso lo agarrábamos de bajada
Extrañamente, su familia nunca nos la había hecho de pedo, a pesar de que, a veces, sí se nos pasaba la mano con las bromas que le hacíamos acerca de su gordura y, en más de una ocasión, lo hicimos llorar en presencia de las niñas.

- Pinche Gordo – le decía Felipe -. A ti es más fácil brincarte que darte la vuelta.

- Oye, Gordo – le gritaba yo, en el patio de la escuela -  dice tu mamá que no te hizo tu licuado porque se le descompuso la lavadora.

- ¿A dónde llevas a ese animal? – le preguntaba Felipe.

- A pasear – contestaba el Gordo, inocentemente.

- Le estoy preguntando al perro – remataba Felipe.


 No íbamos en el mismo grupo, lo cual, para el Gordo era muy favorable, Si así, no lo dejábamos en paz, de haber estado todos los días en el mismo salón, no creo que lo hubiera soportado, y eso que era bastante aguantador.
 Era un año menor que nosotros. Sin embargo, en lugar de ir quinto año, apenas iba en cuarto. Era muy niño para su edad. Bajo su voluminosa apariencia y su cara de pocos amigos, se escondía un niño, inocente e indefenso que, de tan huraño, parecía sangrón.
 Una vez, de camino a la escuela, llegó a la tienda cuando Felipe y yo, sobre el mostrador, remojábamos las manoplas en aceite de linaza. Dejó su mochila en el piso, junto al rincón donde doña Licha apilaba el papel periódico; destapó un refresco y se sentó en la banqueta, a tomárselo.
 Durante un buen rato, Felipe y yo lo observamos, desde el otro lado del mostrador, pensando en la forma de hacerle una maldad.
Poco después, llegaron sus amigos: una bola de escuincles de su edad, y empezaron a echar volados, de estampitas. Era tan niño que aún coleccionaba estampas y las pegaba en un álbum, además de que jugaba a los volados, con niños más pequeños, a los que agarraba de barco y se desquitaba de las que nosotros le hacíamos.
  Fue así como, aprovechando ese momento de distracción, Felipe se brincó el mostrador y avanzó hasta donde se encontraba la mochila del Gordo, la abrió y, volteando hacia la calle, le sacó todos los libros y cuadernos que llevaba dentro, y me los pasó, para que los escondiera. Acto seguido, llenó la mochila con papel periódico, la volvió a cerrar y la colocó, tal y como el Gordo la había dejado.
 Al cabo de un rato, sudando a chorros, el Gordo pagó el refresco que se había tomado, agarró su mochila y se fue a la escuela.
Todavía no llegaba a la esquina, y Felipe y yo ya nos estábamos riendo a carcajadas. Nada más de imaginar la cara que el Gordo pondría al abrir su mochila, se nos salían las lágrimas y nos dolían las mandíbulas de la risa.
No tuvimos que esperar mucho para verlo regresar, con un gesto de dolor en el rostro, haciendo pucheros, con el mentón arrugado y haciendo un gran esfuerzo por contener el llanto.
 Pobre Gordo. La cara que puso cuando vio sus libros y cuadernos sobre el mostrador, venía furioso y su rostro reflejaba, al mismo tiempo, rabia e impotencia. Lo habíamos puesto en evidencia y había hecho el ridículo ante sus compañeros.
  Si no nos tuviera tanto miedo, a Felipe lo hubiera llamado Lamberto, como lo había hecho sólo una vez y, a mí, me hubiera mentado la madre. De haber tenido con qué, nos habría matado a los dos.
 Apretaba los puños, resoplando con fuerza, para impedir que brotaran las lágrimas que asomaban en sus ojos, y sus grandes cachetes, de por sí rollizos, ahora, estaban encendidos, a punto de reventar, y parecía que se iba a incendiar.
Tomó sus cosas del mostrador y se dio la vuelta para salir de la tienda; momento que Felipe aprovechó para darle un manazo en la nuca, y decirle:

- ¡Ándele, pinche escuincle chillón: al haber gato no hay ratones! ¡Y me regresa mi periódico o le pongo en su madre!

Lo que más nos sorprendía era que ocultara las verdaderas razones de la muerte del Chóper. Así como era el Gordo, como lo conocíamos, lo más lógico hubiera sido que hiciera un drama y, con lágrimas en los ojos, saliera corriendo a contarle su tragedia a todo mundo.
 Más asombroso resultaba que hubiera tirado a su pobre perro en el basurero del mercado, cuando estábamos seguros de que le haría un funeral de lujo y le erigiría un monumento.


- ¿Cómo lo viste? – preguntó Felipe - ¿Estaba solo?, ¿iba llorando?

- ¿Llorando? – preguntó Beto -  Para nada. Más bien parecía contento.

- ¿No te dijo nada de nosotros? – pregunté.

- Sí – contestó Beto - , que al rato iba a venir a buscarlos, porque ustedes son los mejores cuates que tiene. Miren, parece que ahí viene.


 En efecto, dando vuelta a la esquina, avanzando a grandes pasos y cargando un paquete envuelto en papel de estraza, venía el Gordo; limpio, recién cambiado de ropa; en los labios, la mejor de sus sonrisas y, sobre la cabeza, una gorra de los Tigres Capitalinos.
 Felipe y yo lo vimos como si no lo hubiéramos visto nunca. Parecía otro. No sudaba, no se bamboleaba de un lado a otro, como lo hacía siempre, ni resoplaba como un toro de lidia. No. Seguía siendo enorme: ancho, redondo y cachetón, como una inmensa pelota, pero su sonrisa infantil, era franca y sincera, y traía un intenso brillo en los ojos. Hasta sentí que lo quería y me inspiró una gran ternura. Era un niñote, como de cien kilos, pero un niño al fin.

- ¿Qué pasó, Gordo? – le preguntó Felipe.

- Les traje barbacoa – dijo el Gordo –. Vengo a fumar la pipa de la paz.

- ¿No la vas a hacer de pedo por lo de tu perro? – preguntó Felipe.

- No – sonrió el Gordo -. Al contrario. No sabes el peso que me quitaste de encima.

Beto caminó hacia el interior de la tienda, donde ya lo esperaba doña Licha. Nos miró a los tres y, luego de examinarnos y observar hacia la esquina, nos dejó para que arregláramos nuestras diferencias.


- Ya estaba hasta la madre de cuidar a ese pinche perro – dijo el Gordo - No se imaginan lo pesado que es.

El Gordo Soberanes, pésimo estudiante del cuarto año de primaria, calamidad de la escuela, pesadilla de los maestros, casi cien kilos de peso, once años de edad, hijo menor de una familia de barbacoyeros, nos explicó el esfuerzo ingrato que representaba cuidar al Chóper.
Desde que tenía uso de razón, por decirlo de alguna manera, ésa era su obligación: cuidar al perro, darle de comer al perro, bañar al perro, sacar al perro a pasear, desparasitar al perro, llevar al perro con el veterinario.
 Cuando nació, el perro ya estaba ahí y, obviamente, se había hecho a la idea de que estaría siempre. Era como sus brazos, como su inmensa panza, como los útiles de la escuela.
 El Gordo no concebía la vida sin su perro; siempre la había vivido así y, cuando estaba solo, sentía que algo le faltaba, porque el perro era el único que lo acompañaba, que lo escuchaba y que no le hacía bromas acerca de su gordura.
 Se había hecho odiar por las personas, a causa de su perro; se había aislado, no tenía amigos, nadie lo quería, y pensaba que ése era su destino, porque el Chóper lo necesitaba y lo veía con ojos tristes.
 Dependía tanto del perro, como el perro dependía de él. Era su coartada, su pretexto, su justificación.
  No nos acompañaba a jugar béisbol, porque tenía que llevar a pasear al perro; no hacía la tarea porque el perro estaba enfermo; no hablaba con las niñas porque le tenían miedo al perro y no se acercaban.
  Prácticamente, el Gordo comía lo mismo que el perro, en calidad y cantidad, sólo con algunos minutos de diferencia.
 Al salir de la escuela, pasaba por el puesto de sus papás y se llevaba la barbacoa que quisiera y las sobras. En su casa, se las comía y se las arrojaba al perro, para que les diera la segunda pasada.
Así había sido siempre, incluso cuando comía otra cosa o cuando iba a la fonda de doña Chonita. No se comía todo, sino que guardaba una parte de la comida para llevarle al Chóper.
 De los huaraches de la esquina; de las tortas de tamal, junto a la lechería, de los elotes del jardín, de todo le tenía que llevar al perro, porque eran como uña y mugre y, si él no lo proveía, se moriría de hambre.
El perro representaba la fortaleza que él no tenía, el valor, el instinto. No se sentía a gusto siendo gordo, pero lo era desde que se acordaba y sus papás nunca habían hecho nada para que dejara de serlo.
 Su papá era gordo, su mamá también y casi todos sus hermanos, de modo que pensaba que era algo normal, que así tenía que ser y nada lo podía modificar.
 En su mente infantil, que empezaba a percibir el mundo y entender a las personas, el perro ocupaba la mayor parte de sus pensamientos: su alimento, su agua, sus vacunas, su nuevo collar antipulgas, etcétera.
 De repente, en la escuela, en el parque o en cualquier otro lugar, le venía a la mente la imagen del perro: el perro que podía tener hambre o frío; el perro que se podía escapar o morder a alguien; el perro que se podía extraviar o que lo podían atropellar.
 Como el mismo Gordo lo explicó en ese momento: no es que fuera tonto, sino que, por estar pensando en el perro, no se lograba concentrar en la geografía ni en la gramática, y la maestra sólo conjugaba los verbos con personas: yo, tú, él, nosotros, etcétera; yo como, tú comes, él etcétera.
 Y el Gordo no lo entendía porque la maestra ponía puros ejemplos que no le interesaban. Le hubiera gustado que dictara: mi perro come, el perro de fulano ya comió, el perro de zutano no tiene hambre.
 En buena medida, al perro le debía gran parte de su gordura. No hacía nada, no jugaba, no corría. Comía con el perro, igual que el perro y lo mismo que el perro y, como el perro no jugaba béisbol y no lo podía llevar al parque, por temor a que mordiera a alguien, el Gordo no jugaba béisbol, ni fútbol, ni básquetbol, ni etcétera.
De modo que, repuesto de la sorpresa, pasado el impacto de enfrentarse con la muerte y ver inerme al compañero de toda su vida, lo envolvió una extraña sensación de libertad que no conocía.
Fue como voltear y darse cuenta que todo lo anterior no había servido de nada.
 Tampoco se trataba de echarle toda la culpa al perro pero, alguna vez, por comprarle su collar, no se compró la manopla que tanto deseaba y, en otra ocasión, prefirió comprarle su cadena, en vez de comprar un bat.
Por eso, en cuanto lo vio muerto, no lo pensó dos veces y, arrastrando, lo llevó al basurero del mercado; se encontró con Beto, a quien le dijo que su perro se había muerto de viejo; lo mismo les dijo a sus papás, que ni se dieron por enterados; se lavó las manos y la cara, se llevó un buen trozo de barbacoa, se cambió de ropa y se fue a la tienda de artículos deportivos, donde se compró una gorra de los Tigres.
La misma gorra que llevaba puesta cuando llegó hasta donde nosotros estábamos, porque le venía a pedir a Felipe que lo incluyera en el equipo y le diera una oportunidad de ganarse un lugar, pues estaba seguro de llegar a ser el cuarto bat.
 Para demostrar su buena voluntad, traía barbacoa estilo Texcoco, de la que vendían sus papás, y estaba dispuesto a pagar los refrescos, de todo el equipo, en el próximo partido.
 Felipe y yo lo miramos. Es cierto que el Gordo nos caía gordo. Cuando estaba solo, era de un modo: tranquilo, aguantador y hasta simpático pero, cuando se le subía lo Soberanes a la cabeza, se volvía insoportable, y no digamos cuando andaba con su pinche perro (qepd): era odioso.
 Ahora se presentaba como realmente era: noble, humilde, generoso, sin el lastre que representaba su perro; reconociendo sus errores y explicando los motivos de su conducta. Parecía otro y, por primera vez en mi vida, no sentí ganas de darle un mazapanazo.
 ¿No era eso lo que queríamos: un aliado más para el equipo? Siempre andábamos invitando a todos los alumnos de la escuela; a unos, para jugar y, a otros, para que nos echaran porras y nos hicieran fuertes en caso de una bronca.
Al Gordo, también. Siempre lo invitábamos, desde hacía mucho tiempo. Al principio, en buen plan, sinceramente, pero después, nada más por molestarlo, para burlarnos de él, seguros de que no nos acompañaría, por cuidar a su pinche perro (qepd).

- Ándale, Gordo – le decía Felipe -, acompáñanos, ¿no ves que nos falta el cojín de primera?

Felipe se le quedó mirando y, sin decir una sola palabra, se preparó un taco de barbacoa y, en ese momento, vio la oportunidad de desquitarse de los alumnos de secundaria.
 Yo no lo sabía, pero él ya tenía trazado un plan para desquitarse del cácher y, a la vez, darle su bautizo de iniciación al Gordo y probar su lealtad.
 Era muy simple. En el juego del próximo domingo, participaría el Gordo y él vería cómo le hacía, pero se tenía que embasar y llegar a home. Ahí, su prueba consistía en madrear al cácher: una barrida, un pisotón, una patada en la cara o lo que fuera, pero el cácher tendría que salir madreado.
 Yo estaba muy equivocado si pensaba que Felipe había olvidado la derrota y el incidente con el Obed. Tendría que ser otro, y no él, para no pensar en la venganza y, con el Gordo, mataba dos pájaros de una pedrada.
 No me quedó más remedio que entrarle a la barbacoa. Nada más de ver cómo Felipe le hincaba el diente, se me hizo agua la boca, ya que, eso del asco, era puro cuento.
  La verdad era que nunca habíamos probado la barbacoa que hacían los papás del Gordo. Cuando comprábamos, lo hacíamos en otro puesto, porque los detestábamos. Nunca los habíamos tratado, pero nos caían mal y, entre nuestros conocidos, habíamos esparcido el rumor de que su barbacoa era de perro.
 Basados en la irrefutable teoría de que “perro no come carne de perro”, apoyábamos nuestro dicho con la afirmación categórica de que, al arrojar, a un perro, un pedazo de esa barbacoa, el perro la había olfateado, pero no se la había comido.
 Éramos unos desgraciados mentirosos y tan malos para mentir como ineficaces porque, a fin de cuentas, a la familia Soberanes nuestros cuentos les hacían lo que el viento a Juárez, pues seguían vendiendo kilos y kilos, y tacos y tacos de barbacoa, todos los días, de lunes a domingo, desde que Dios amanecía hasta que Dios atardecía.
 Los únicos que no comíamos de su barbacoa éramos Felipe y yo, lo cual era una reverenda tontería, ya que, de haber querido comerla, el Gordo nos hubiera invitado toda la que quisiéramos.
 El Gordo nos quería. De no ser por su pinche perro y porque, a veces, sí le cargábamos la mano, seríamos los grandes amigos. No era mala persona y, todavía no lo sabíamos, pero iban a sobrar oportunidades de que nos demostrara su cariño. La primera, ya estaba ahí. Felipe le había propuesto madrear al cácher y esperaba su respuesta.

- Sale – dijo el Gordo -. Y si no me embaso, de todos modos le parto su madre.

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En nuestro penúltimo turno al bat, al cierre de la octava entrada y con el marcador a favor, el Gordo pisó el cojín de tercera base, decidido a llegar al home, por primera vez en su vida o morir en el intento.
 Podía ser su última oportunidad de anotar una carrera y cumplir con la misión que Felipe le había encomendado. La otra alternativa era, ahí mismo, como si hubiera perdido el juicio, darle un batazo al cácher o sacar una pistola y dispararle; lo cual, no estaba en sus planes: no deseaba aparecer como un desquiciado que agrediera, sin motivo alguno, en su debut como beisbolista, ni tenía una pistola.
  En sus seis anteriores oportunidades al bat, no pudo pegar de hit, ni se logró embasar. Lo poncharon en tres y, en las otras tres, lo agarraron antes de llegar a primera.
 Sin embargo ahora, sólo Dios sabe cómo, ya estaba en tercera. Entre una base por bolas, un out de sacrificio y dos errores, estaba en la antesala, a unos cuantos metros de anotar la primera carrera de su vida o cumplir con su misión. En cualquiera de los dos casos, su objetivo era el cácher: alto, moreno y corpulento, que inspiraba temor.
 Pero el Gordo se veía tranquilo. No transpiraba ni jadeaba, como otras veces. Su rostro cachetón, casi siempre sonriente, no mostraba alegría ni preocupación. Su mirada estaba fija en el cácher, de cuclillas atrás de home aunque, de cuando en cuando, volteaba a ver al pícher zurdo.
 No había nada qué perder. La ventaja era mucha y, por lo tanto, definitiva. Era más fácil ampliarla que reducirla y resultaba imposible que nos alcanzaran. Esto, el Gordo lo sabía y le daba confianza pues, por lo regular, los que agraden son los que van perdiendo, y no los que van ganando. Era su oportunidad y no la iba a desaprovechar.
 Instalado en la parte más baja de las tribunas, habilitada como dog out, yo seguía los movimientos de todos los jugadores, seguro de que pasaría algo que no olvidaríamos jamás.
  Ya no me interesaba batear. Había pegado tres jonrones, uno con casa llena, y varios hits. Con el guante, estuve fenomenal. Felipe me puso de short stop y detuve dos líneas que iban para el jardín izquierdo y, en total, hice cuatro outs, aparte de los que ayudé a realizar.
 Felipe estaba feliz. Hizo más ponches que nunca; sólo le habían pegado tres hits y no había concedido ninguna base por bolas. Traía el brazo caliente y la cabeza en su sitio.
Para mayor gusto, su mamá y Beto pasaron por el parque, rumbo a la central de abasto, y se detuvieron unos momentos a ver el juego, lo que levantó, todavía más, su ánimo y realizó los mejores lanzamientos que se le hubieran visto.

- Ya, pinche Lamberto – le dije -, que sea menos.

 Era la tarde de Felipe y estaba en plan grande o, como decían los cronistas de radio, estaba que no creía en nadie. Es más, exageraba sus movimientos sobre el montículo y, con la pelota dentro del guante veía, de reojo, hacía primera y segunda, dominando el cuadro, mascando chicle y escupiendo y, al lanzar, levantaba la pierna, mucho más de lo estrictamente necesario. Pero, como él mismo me dijo:

- Tengo que apantallar a mi nuevo papá.

 A pesar del calor, las tribunas estaban repletas. El encuentro entre los de primaria y los de secundaria, había convocado a mayor número de gente del que creíamos. El equipo rival, también tenía muchos seguidores, no tantos como nosotros, pero sí armaban un buen borlote y, en caso de una bronca, nos iba a ir parejo.
 Los grandes tenían más control que nosotros y conservaban la calma, conscientes de que iban perdiendo, pero convencidos de que podían derrotar a una bola de escuincles, caguengues y chilapastrosos, como lo era el equipo de primaria.
  No podían aceptar que esa bola de escuincles les fuera ganando, y de forma tan contundente. Pero ahí estaba el marcador, que no dejaba lugar a dudas.
  Vino mi turno al bat. Revelado el secreto de la mamá de Felipe, me sentía más liviano y tranquilo, y dentro de mi elemento, como un pez en el agua. Sólo faltaba un cronista de radio que hiciera la reseña de lo que estaba pasando en el terreno de juego. Si conservábamos esa ventaja y obteníamos la victoria, la gente nos recordaría por mucho tiempo.
“Señoras y señores; aficionados al rey de los deportes; fanáticos del béisbol, que nos sintonizan en sus aparatos receptores, a todo lo largo y ancho del país, a esta hora: la hora mágica del béisbol. Los saludamos una vez más, ahora, desde este encuentro que ha resultado francamente memorable. En este momento, el Parador en Corto del equipo de primaria: la estrella del equipo, se dispone a hacer historia y viene por su sexto jonrón del día. Por supuesto, la ovación del respetable no se hace esperar. Es el mejor toletero de la Liga, y muy querido y admirado por su público, ya que tiene, en su haber, el mejor promedio de bateo y ha pegado cien cuadrangulares en esta temporada. Y va por otro, señoras y señores. El ampáyer anuncia: ¡Play bol! Avanzan los corredores, viene para la goma….”.

El primer lanzamiento, me volvió a la realidad. Pasó de largo. Lo dejé pasar, a pesar de que venía por mi zona de straik. Vi la pelota que venía a toda velocidad y pasaba rozando mi hombro, pero no hice el intento por batear y escuché, claramente, la voz del ampáyer que marcaba ¡straik! Sin embargo, me sentía seguro, como nunca, y podía apostar a que iba a pegar otro jonrón.
 Tranquilo, con la seguridad que me daba la gran ventaja , dentro de mi cabeza, medí la velocidad del viento y la intensidad de la luz, escuché las porras y los gritos; con la punta del bat, golpee los spaiks de mis zapatos y volví la cabeza hacia tercera base, para ver al Gordo que, sin separar el pie del cojín, se secaba el sudor de las manos en los costados de su blanco y holgado pantalón, se quitaba la gorra, se pasaba el antebrazo por la frente y se la volvía a poner.
 Le dediqué mi batazo. El Gordo se lo merecía. Había hecho todo lo que estaba en él para embasarse y llegar a tercera. En mis brazos tenía la oportunidad de hacerlo llegar a home y etcétera, etcétera.
 Desgraciadamente, el batazo no resultó lo que esperaba. El méndigo pícher zurdo me lanzó una bola endiablada y apenas la pude prender de costado.
  La pelota picó en el césped, a unos cuantos centímetros del pícher, y rebotó hacia arriba, alzándose sobre su cabeza, y lo brincó, a pesar de que, en vano, levantó los brazos, tratando de alcanzarla.
 Solté el bat y, caminando de lado, avancé hacia primera. El jardinero central y el segunda base corrieron, siguiendo la trayectoria de la pelota, al mismo tiempo que el primera base se plantaba sobre el cojín y el cácher se levantaba la careta y pisaba el home; los dos, abriendo sus guantes, ante la mirada expectante del graderío, del ampáyer, de Felipe y del Chóper que, por un instante, se asomó desde el cielo de los perros.
En ese momento, también el Gordo arrancó; se despegó del cojín e inició el recorrido más importante de su vida: la distancia que lo separaba de la tercera base y el home; la diferencia entre la gloria y el infierno: el triunfo y el fracaso.
 Si, después del partido, alguien me lo hubiera contado, no lo habría creído. Se necesitaba estar ahí, para poder admirar, en todo su esplendor, el esfuerzo descomunal del Gordo, que salió disparado, pero no como una flecha, sino como una bala de cañón.
 Su rostro se contrajo en un gesto que parecía de dolor; los cachetes y la barriga le temblaban, como si su cuerpo fuera de gelatina, mientras el jardinero central alzaba el guante y saltaba, para apoderarse de la pelota pero, con tan buena suerte para nosotros que, al caer, trastabilló por un instante, apenas una fracción de segundo, pero lo suficiente para que la pelota escapara de su manopla y perdiera valiosos instantes más, en recuperarla y evitar que cayera al suelo; en tanto, el Gordo por allá y yo por acá, nos acercábamos a nuestras respectivas metas.
El jardinero, por supuesto, tiró a home, justo en el momento que pareció que el Gordo perdía el equilibrio y se bamboleaba de un lado a otro, como una locomotora fuera de control y a punto de descarrilarse.
  Afortunadamente, revestido con el espíritu de los Tigres Capitalinos, recompuso la figura e hizo el intento por barrerse, pero perdió el paso, tropezó y… de repente, el juego más fantástico creado por el hombre: el rey de los deportes, desapareció y se transformó en un juego de boliche, en el que una inmensa bola blanca, impulsada por una fuerza inusitada, se desplazaba a lo largo de una pista de tierra suelta, arrastrando todo lo que encontraba a su paso y, luego de dos maromas y tres brincos espectaculares, hacía chuza sobre el cácher, que caía de espaldas ante el brutal impacto y, en medio de una nube de polvo, quedaba sepultado, bajo la rechoncha humanidad del Gordo, sin poder consumar el out.
 Cuando llegué a primera, el ampáyer de home, extendía los brazos, decretando seift y luego los levantaba, indicando que el juego se suspendía momentáneamente.
 Los gritos de cientos de gargantas y las exclamaciones de júbilo y asombro que, durante todo el juego, habían cimbrado el estadio, se fueron apagando, hasta convertirse en un silencio total, y las miradas expectantes confluyeron hacia el mismo sitio.
 Todos corrimos a home y nos encontramos con un cuadro conmovedor: el Gordo, en el suelo, bocarriba; los ojos cerrados, cubierto de tierra, como un enorme polvorón; inmóvil, aparentemente inconsciente; y el cácher, tendido cuán largo era, bocabajo, sin peto, sin gorra y sin careta; sangrando por la nariz y por la boca, y una herida en la frente, con un gesto de dolor en el rostro.
 En ese momento, un terrible pensamiento cruzó por mi mente y me asaltó el temor de que el Gordo estuviera mal herido. Sin saber qué hacer, me incliné para auxiliarlo y volví la cabeza hacia todos lados, buscando a Felipe.
 El encontronazo había sido tremendo, como a cien kilómetros por hora y aumentando. La escena había resultado muy cómica, como de caricatura: el Gordo, cayendo y rebotando, como una pelota pero, qué tal si se había golpeado más de la cuenta.
 Sí había logrado su objetivo de madrear al cácher. Es más, se había excedido y poco faltó para que lo matara, pero en ese intento, probablemente, él también había salido lastimado. Su cuerpo, obeso y lleno de grasa de tanto comer barbacoa, no era duro; por el contrario, era fláccido y frágil y, con el impacto, se le podía haber roto algo por dentro.
 Podía estar muerto. Quién sabe. El Chóper, solo y hambriento, a punto de ser enviado al infierno de los perros por su mal comportamiento reclamaba, a ladridos, la presencia de su amo.
 Felipe, como siempre, antes de enterarse cuál era el estado del Gordo, encaró al cácher que estaba a punto de desmayarse y sangraba, abundantemente, por nariz y boca, lo empujó por los hombros, lo retó y le mentó la madre. Luego, se dirigió al ampáyer y, a gritos, le exigió que lo expulsara. Sólo hasta que se percató del inmenso silencio, corrió hasta donde yacía el pobre Gordo, tendido bocarriba, todo lleno de polvo.
Su mirada de angustia lo decía todo y, por unos instantes, a los dos nos invadió un profundo sentimiento de culpa porque, aunque nadie lo supiera, él y yo éramos los culpables de lo que le pudiera pasar al Gordo, ya que, aprovechándonos de su ingenuidad, lo habíamos mandado al matadero.

- Gordo- dijo Felipe -, ¿qué tienes?... Gordo... Gordito….

  Pero, lo que son las cosas. Cuando yo pensaba que estaba mal herido o, por lo menos muy lastimado, cuál no sería mi alegría al darme cuenta de que el Gordo estaba fingiendo, pues guiñó uno de sus ojos y no pudo impedir que una cínica sonrisa se dibujara en sus labios, acentuando la redondez de su rostro cachetón.

- ¿Fue out? – preguntó.

- No, Gordo – dijo Felipe -. Anotaste… anotaste.

  Era el cierre de la octava entrada; de modo que el juego ya era legal. No contaba para el torneo, pero sí, para tener el gusto de ganarles a los de secundaria, así que, cuando el ampáyer decidió suspenderlo, los gritos y las porras no se hicieron esperar.    Felipe estalló de alegría. Ya no se pudo contener y empezó a gritar en las caras de los contrarios, en especial, frente a la cara del pobre cácher que abandonaba el juego, ayudado por sus compañeros, sin protestar y aceptando su derrota.

- ¡Les ganamos, culeros! – gritaba – ¡Les ganamos, putos!

 Y fue, entonces, cuando el Gordo, agobiado por los halagos y las muestras de cariño, rompió a llorar y nos externó su firme determinación de retirarse del béisbol y, sin temor a equivocarse, planteó que éste había sido su debut y despedida, pues acababa de aprender una lección que no olvidaría en toda su vida.
 El béisbol no era para él, ya que, según sus propias palabras, no era lo mismo preparar y despachar tacos de barbacoa, que tratar de pegarle, con un bat, a una pelota, dura como la chingada, que venía a una velocidad endemoniada, con el riesgo de que lo golpeara y lo dejara más menso de lo que ya estaba.
 Nos fuimos a la tienda de Felipe, para que el Gordo cumpliera el ofrecimiento que había hecho, y llegamos cuando doña Licha estaba recibiendo un pedido de abarrotes y me pidió que le ayudara a contar las cajas, mientras ella buscaba el dinero para pagar.
 De rodillas, atrás del mostrador, empecé a contar las cajas y, en ese momento, sucedió lo inevitable.
 Doña Licha se agachó para alcanzar el dinero que tenía escondido atrás de un estante. Al hacerlo, no pudo impedir que yo disfrutara, por primera vez en mi vida, de un espectáculo, gratuito y deslumbrante. No sólo porque pude admirar la totalidad de sus esculturales piernas, sino porque, además, el vestido que traía se le alzó, mucho más allá de los límites tolerables por la censura y pude apreciar, la forma y el color, de unas pantaletas blancas, que dibujaban el contorno de sus majestuosas nalgas y etcétera, etcétera, etcétera.

Así fue hasta el día que, en mi mente, surgió la idea de reconstruir ese episodio de mi vida, para contársela a mis hijos, lo más apegada a la realidad porque, por una parte, la nostalgia me llevaba a contemplar un cuadro entero, de colores vivos y deslumbrantes: totalmente terminado pero, por otra parte, la memoria, infiel y caprichosa, me traía sólo pequeños trozos y pasajes, como pinceladas.
Por eso, volví a mi viejo barrio, con la intención de buscar a Felipe, para sacudirle el polvo a nuestros recuerdos. Deseaba escuchar su versión, que escuchara la mía y hacer una sola, que les contaría mis hijos.
 Pero no encontré ni rastro de él, ni de su mamá, ni de Beto. La antigua casa, donde antes estaba la tienda era, ahora, un videoclub.
 Ahí seguía la vieja iglesia, la escuela y el inolvidable parque donde libramos nuestras mejores batallas y vencimos a los de secundaria aunque, ahora, era un centro recreativo privado
 Venía tan distraído, tan absorto en mis pensamientos que, sin darme cuenta, obedeciendo a una añeja costumbre, me di vuelta en la calle del mercado que, ahora, estaba repleta de puestos ambulantes, que ofrecían todo tipo de mercancías y por donde apenas se podía caminar, entre gritos y empujones.
 Observé la larga calle que, antes, siempre estaba enfangada y olía muy mal y, por un instante, tuve la certeza de que no tardaría en aparecer el Chóper arrastrando al Gordo.

- No te hace nada – recordé -, no tengas miedo, no muerde….

 De pronto, un enorme rótulo, en un local, frente al mercado, llamó poderosamente mi atención:

TAQUERÌA
“EL 4º BAT”
Barbacoa estilo Texcoco

  Y, por asociación de ideas, hacia allá me dirigí y, por otro instante, me pareció ver al Gordo con un cuchillo, cortando la barbacoa en pedacitos y preparando sendos tacos.
 Muchas cosas habían cambiado. Fácilmente, ahora, pesaba el doble de lo que pesaba a los once años; el tono de su voz era muy distinto; sus ojos eran otros y su cabello menos abundante, pero su sonrisa de niño era la misma de siempre.
 Antes de que pudiera decir algo, me reconoció y no tuvo empacho en abrazarme, sin quitarse el delantal y mancharme de grasa.
 No había podido escapar a su destino de ser gordo y ser barbacoyero, pero era un hombre feliz; casado, padre de cuatro hijos: dos hombres y dos mujeres, todos estudiando y, uno de ellos, jugador de béisbol.
 Sus padres habían muerto, muchos años atrás y , ahora, él era propietario del negocio de barbacoa, tan próspero que, aquella taquería que ocupaba un local en el mercado, se había extendido y ocupaba tres locales más, con mesas y sillas para la clientela y, además, ya contaba con esta sucursal, en la acera de enfrente.
 En una de las paredes, manchado de grasa, había un cartel con el escudo de los legendarios Tigres capitalinos. En un clavo del rincón, junto a la imagen de San Gabriel Arcángel, santo de los comerciantes, colgaba la gorra que el Gordo traía puesta, el histórico día que anotó la primera y única carrera de su vida.
 Y, en un costado del refrigerador, pegado con cinta adhesiva, un calendario del año en curso, en el que “La taquería El 4º Bat”, atendida por su propietario Juan Manuel Soberanes Romero, deseaba Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo, a todos sus clientes y amigos, les agradecía su preferencia y los invitaba a seguir disfrutando de su exquisita barbacoa estilo Texcoco, su amplia variedad de salsas y etcétera, etcétera.
Pero lo que más me sorprendió fue el letrero, pintado sobre una cartulina, que colgaba a la entrada del negocio y que podía apostar mi vida a que el Gordo lo había hecho, de su puño y letra, y que, más que una medida higiénica o represiva, era una máxima que nosotros, los abogados, definimos como “confesión de parte” y que ejemplificaba lo que mi amigo el Gordo no pudo aprender nunca en la escuela pero que, a fuerza de golpes, brincos y tropiezos, la vida sí le enseñó:

CE PROIBE ENTRAR
CON PERROS.