Al narrar el retorno del extremeño a la península, Bernal Díaz del Castillo realiza una reseña que bien puede emparentarse con la que al efecto se consigna en Los Trabajos de Persiles y Sigismunda:

“Y luego su majestad envió a mandar por todas las ciudades y villas por donde Cortés pasase le hicieran muchas honras, y el duque de Medina Sidonia le hizo gran recibimiento en Sevilla y le presentó caballos muy buenos; y después que reposó allí dos días fue a jornadas largas a Nuestra Señora de Guadalupe para tener novena, y fue su ventura tal que en aquella sazón había allí llegado la señora doña María de Mendoza”.

Pasaje que alude al monasterio extremeño que concitó muchas de las claves templaristas de Miguel de Cervantes Saavedra, ya que, por su parte, Bernal Díaz del Castillo lo que constantemente refiere es la devoción que los integrantes de la expedición cortesiana profesaban a la “Virgen de los Remedios”.

Al decir de Carlos Pereyra, la ciudad lacustre prehispánica encontraba en el agua un aliado, a diferencia de la ciudad virreynal edificada sobre una de las transformaciones ecológicas más drásticas y notables en la historia de la civilización humana.

Cabe destacar, no obstante, que una inundación de México-Tenochtitlán acaecida pocos años antes del arribo de Cortés, se erigió en uno de los presagios que mayor angustia provocarían en Moctezuma, según al efecto refieren los informantes de Sahagún en los “códices matritenses”.

Las lluvias torrenciales del 22 de septiembre de 1629 borraron prácticamente todo vestigio de la ciudad construida por Hernán Cortés, bajo los trazos dibujados por el cartógrafo Alonso García Bravo, en 1524.

La población de la ciudad virreinal azorada por dichas inundaciones, se hundió entonces en una angustia tan amarga como la que tiempo atrás acometió a Moctezuma, con el agravante de que en la palabra revelada que habían pregonado a lo largo de un siglo los misioneros de la nueva fe, queda plasmado un anuncio más terrible y angustiante que la declinación de un “quinto sol”, nada más y nada menos que el final de todos los tiempos.

Angustia que llegó a tal calado que lustros después de haberse verificado las inundaciones que derruyeron la ciudad, el sermón de Miguel Sánchez, el relato del Nican Mopohua, en el que se consignan las apariciones guadalupanas, terminaron por encender la devoción y el delirio místico del pueblo.

Francisco de la Maza señala que es precisamente este el momento en el que surge la convicción del origen divino de la imagen del Tepeyac; por su parte, el historiador por excelencia del episcopado mexicano, Joaquín García Icazbalceta, aduce que por más que Carlos de Sigüenza y Góngora y posteriormente José Fernando Ramírez se empeñaron en atribuir la autoría del Nican Mopohua al noble indígena Antonio Valeriano, alumno del “colegio de naturales de Tlatelolco”, lo cierto en que no existen referencias al “milagro guadalupano” anteriores a la verificación de las inundaciones de 1629 y más concretamente antes de haber sido pregonado el señero sermón de Miguel Sánchez.

Mucho antes de que iniciara el transcurrir del siglo XVII y en el momento mismo de sucederse los acontecimientos en cuestión, a contracorriente de lo que afirmara en su célebre carta sobre las apariciones Joaquín García Icazbalceta, el cronista soldado Bernal Díaz del Castillo, al relatar el cerco de la “Tolan de México-Tenochtitlán”, hace mención expresa del santuario del Tepeyac:

“Luego mandó Cortés a Gonzalo de Sandoval que dejase aquello de Iztapalapa y fuese a poner cerco a otra calzada que va desde México a un pueblo que se dice Tepeaquilla, donde ahora llaman Nuestra Señora de Guadalupe”.

Llama la atención, por una parte, esta referencia de la época al santuario guadalupano, ignorada del todo por García Icazbalceta, y por otra la referencia que hace Beatriz Gutiérrez Müller en el sentido de que: “El conquistador Bernal no discutió, además, dogmas de fe. Asumió de la manera que se esperaba la aparición de la virgen de Guadalupe en el Tepeyac y ponderó sus milagros”.

El lienzo de la Basílica, difícilmente de la autoría del “indio” Marcos, dado el estilo barroco de la escuela mexicana de pintura, fue por su parte atribuido al padre eterno por la máxima figura de dicha escuela pictórica, Miguel Cabrera, cuyos restos reposan en la Iglesia de Santa Inés, en la calle Moneda de la Ciudad de México.

Las apariciones guadalupanas, por lo demás, jamás han sido dogma de fe para la iglesia de Roma, cuyo principal impugnador fue siempre el historiador del episcopado mexicano, no obstante el silencio de Joaquín García Icazbalceta sobre la referencia de Bernal Díaz del Castillo al santuario del Tepeyac y no al monasterio de Los Trabajos de Persiles y Sigismunda, aun cuando en ningún momento Bernal hace alusión a aparición milagrosa alguna, ofrece, no obstante, una variedad inagotable de interrogantes para los estudiosos.

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