¡¡Tenemos hambre, asesino!!  Le gritan en una de sus poquísimas salidas después de estar al borde la muerte por el contagio del Coronavirus.  Habiéndoselas ingeniado para no ceder las facultades presidenciales, por poco no la cuenta: estuvo intubado casi 12 días en absoluto secreto. Afuera, incluso, se pensó que había fallecido.

La violencia física y material ha disminuido gracias a las medidas de represión y control implementadas por parte del ejército. Hubo bastantes muertos, nadie sabe cuántos. La orden de tirar a matar para disuadir atracos y manifestaciones violentas es un asunto que aún nadie comprende y mucho menos se atreve a investigar. ¿Quién lo ordenó? Nadie lo sabe, se lo imaginan pero nadie lo dice.

En la soledad, se pregunta: ¿qué  falló? Casi todo, piensa. ¿Qué se pudo evitar? Todo lo grave, razona. El juicio internacional, basado en estadísticas frías, es implacable; la critica de las clases ilustradas del país es severa: ineptitud  y negligencia imperdonables; el sentimiento en la calle es doloroso: la conducta fue inhumana e inmoral, inaceptable.

En su fuero interno la explicación es dramática: “no escuché, no previne el tamaño del problema. Confié en mi tozudez y en el afecto del pueblo, lo que elegí fracasó y todo se vino abajo. Ojalá hubiera muerto. No soporto el odio y la ira de mi amado pueblo”.

Qué lejano se ve aquel 1 de diciembre del 2018, tan lleno de gloria, de esperanza. Un año después el peso de realidad hacía ya de las suyas: la impunidad de las elites y su enorme poder, el terrible Trump y sus locuras; el crimen organizado y su atrevimiento de retar al Estado todos los días, sus propias limitaciones para elegir no solo un equipo amigo y de confianza, sino eficaz y ese desprecio por la gestión de procesos acompañado de la incapacidad para delegar.

¡Ah! Y las deudas implacables ante quienes le ayudaron a llegar.

La inmensa soledad como forma de vida. Desconfiar de todos y de todo. Levantarse de malas, lo lento de todo, las explicaciones de todos y saber que nada es cierto. Lo único disfrutable: los mítines de fin de semana, caminar solo por Palacio, el beis y los antojos.

El mundo cambió en sus narices y, contra todo lo que se podría pensar, no lo supo o no lo quiso ver. A finales de marzo todo estaba bastante convulsionado: 500 mil contagiados y 30 mil muertes; sistemas de salud avanzados, insuficientes y con la zonas de urgencias colapsadas; respiradores, ventiladores, pruebas de contagio insuficientes, mascarillas y ropas medicas insuficientes. Se tuvieron casi 90 días para prever y enfrentar de la mejor forma posible y se desaprovecharon. Todo hizo crisis. Todo fue insuficiente. Nos faltaron hasta ataúdes e incineradores para cremar a nuestros muertos. Ninguno cercano a él.

Del lado económico nos arrastraron los miedos, las doctrinas y la ineficacia. Las bolsas cayeron 40%, la nuestra perdió 60%; las monedas de países como el nuestro se devaluaron 30%, el peso perdió 50% de su valor frente al dólar.  Se estima que el PIB mundial caerá a fin de año un 6%, el nuestro un 10%. A diferencia del resto del mundo, el gobierno ayudó a los bancos y no a los deudores (pymes y profesionales) y el cierre y consecuente desempleo es desolador, un 12% contra un 7% de nuestros socios comerciales.

Lo más grave: se contagió con síntomas un 1% de la población, diez veces más que el promedio mundial, falleció el 12% de los contagiados, poco más del doble del promedio mundial. Las altas temperaturas no llegaron y la pandemia cundió por todo el país.

El país entero llora a sus muertos y sufre las consecuencias en el bolsillo. Hay desolación en las calles, los pequeños y medianos negocios sufren la baja en las ventas y el cumulo de deudas. No hay dinero en la calle. Nadie tiene, nadie gasta. Nadie cree, nadie quiere creer.

¡Despierta, despierta! ¡Estás gritando como si lloraras! Ya son las 5 AM y pronto llegará la gente. Agitado abrió los ojos tratando de calmar la respiración. ¿Qué día es hoy? Preguntó. Martes 24 de Marzo, le dijeron. Tengo tiempo, pensó.