Desde su fundación hasta hoy día, el PRI ha tenido tres nombres: nació como Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1928, cambió a Partido de la Revolución Mexicana (PRM) en 1938 y finalmente a Partido Revolucionario Institucional en 1946, bajo la férula de Plutarco Elías Calles y las presidencias de Lázaro Cárdenas y Miguel Alemán, el Cachorro de la Revolución, respectivamente. Cada cual adaptó el acrónimo a la circunstancias, a su visión de país e incluso a sus aspiraciones personales.
Calles fundó el PNR para centralizar el poder y controlar a los generales dispersos después del movimiento revolucionario iniciado en 1910, bajo el paraguas del “maximato”; Cárdenas lo reformó, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, para neutralizar al jefe máximo y crear un partido de masas con la CTM y la CNC, de acuerdo con el corte socialista de su gobierno; y Alemán, para marcar el reemplazo de presidentes militares (hasta Ávila Camacho) por civiles (él fue el primero) y preparar su reelección, a la cual Cárdenas se opuso.
La fundación y el rebautizo del PRI los llevaron a cabo hombres fuertes. Carlos Salinas de Gortari, presidente con esas características, dio algunos pasos para cambiar las siglas —repudiadas por la tecnocracia— y tanteó el terreno para un segundo periodo, incitado por el éxito inicial de su gobierno y el control sobre la segunda fuerza política (el PAN) y los poderes fácticos (oligarquía, iglesias, medios de comunicación y crimen organizado). Sin embargo, tras el fraude electoral de 1988 —tema reabierto por la designación del exsecretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz, supuesto operador del salinazo, como futuro director de la CFE—, la reelección de Salinas resultaba inaceptable a todas luces. Además, el final de su sexenio devino desastre como el de Peña Nieto. Ambos eran también cachorros: uno de la tecnocracia y otro de Atlacomulco.
Quizá por haber recibido solo 9.2 millones de votos, de los 20 millones prometidos por Jorge de la Vega, a la sazón presidente del PRI, y por su falta de legitimidad, Salinas castigó a su partido. Empezó por destituir a los gobernadores de los estados donde había perdido, desplazó a los líderes tradicionales —en la CNC impuso a Hugo Andrés Araujo—, utilizó el Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol) como plataforma clientelar para recuperar el dominio del Congreso, donde en la primera parte de su sexenio tuvo una mayoría precaria, y se echó en brazos del PAN con quien negoció reformas constitucionales, una de las cuales le abriría años más tarde a Vicente Fox —hijo de madre extranjera— las puertas de la presidencia.
Pronasol resultó ser un instrumento electoralista eficiente. En las elecciones intermedias de 1991, Salinas se hizo con la mayoría calificada en las cámaras de Diputados y de Senadores, en la cual se renovaron 32 asientos. Entregar estados y defenestrar gobernadores priistas formó parte de las negociaciones con el PAN.
La idea de convertir al PRI en Solidaridad, como la reelección de Salinas, tampoco funcionó, entre otras razones por haber desnaturalizado un concepto que apela a la adhesión circunstancial a causas justas, y porque en Polonia el sindicato Solidaridad, fundado por Lech Walesa en 1980, se creó para derrocar a un gobierno comunista; no para perpetuarlo, como en México se pretendía hacer con la dictadura perfecta (Mario Vargas Llosa dixit). Premio Nobel de la Paz 1983, Walesa se convirtió en uno de los campeones de la democracia y de las libertades; y Salinas, en el villano favorito de los mexicanos.