«Podemos observar en la república de los perros que todo el Estado disfruta de la paz más absoluta después de una comida abundante, y que surgen entre ellos contiendas civiles tan pronto como un hueso grande viene a caer en poder de algún perro principal, el cual lo reparte con unos pocos, estableciendo una oligarquía, o lo conserva para sí, estableciendo una tiranía». No parece probable que Andrés Manuel López Obrador haya leído La Batalla de los Libros de Jonathan Swift, mucho menos que se haya inspirado en esa obra, para cometer la ocurrencia de llamar solovinos a los electores que votaron por Morena el pasado 5 de junio.
Quizá la parte más sorprendente de la sandez lopezobradorista radica en que dijo esa calificativa canina, según él, de forma afectuosa: «2 millones 500 mil ciudadanos, que yo llamo cariñosamente los solovinos, que sin ser acarreados fueron a darnos su apoyo, su respaldo».
Vaya, ¿quién imagina que sus electores son perros callejeros? Quizá muchos, pero no cometen la tontería de declararlo. ¿Qué desconexión con la realidad puede tener un político, que se supone vive de la popularidad, para pensar que solovino es un apelativo cordial para los ciudadanos y que a ellos les gustará que les agradezcan su voto con un mensaje donde se les compara con esos pobres animales? Esa idea del mundo parece la de una persona con trastornos mentales graves.
El tema principal en este asunto no es que López Obrador sea un mentecato, sino la enorme carga autoritaria que existe en la percepción de un político que se compara con el amo de los perros. Nuevamente, el eco mesiánico es claro: AMLO pretende superar al Evangelio de San Mateo, pero mientras la escritura atenúa el epíteto con el que se trataba a los no judíos, el Profeta Andrés Manuel denomina perros callejeros a quienes lo siguen… donde debería existir caridad, el mesías tropical muestra su ordinariez y tacto de rinoceronte.
No faltará el que defiende la falta de urbanidad de Andrés Manuel (ya tiene amplia clientela para sus disparates), pero el lector informado debería preguntarse si López Obrador está en sus cabales o ya sufre algún deterioro de su juicio o cordura. La reacción desaforada contra su hermano Arturo y la puntada de llamar solovinos a sus electores, solo pueden ser manifestaciones de extrema rusticidad, megalomanía o chifladura: cualquiera de las opciones resulta terrible para un personaje que pretende gobernar al país. No sería la primera vez que un insensato estuviera en la primera magistratura de una nación: recordemos al presidente ecuatoriano Abdalá Bucaram, quien fue destituido en 1997 por su incapacidad mental para gobernar.
Porque la vía cómoda, pero irresponsable, es la de asumir que AMLO es ignaro, prepotente o vulgarmente ordinario. Sin embargo, las notas desquiciadas que ha venido engarzando, desde su dolorosa derrota en 2006, muestran una escalada de desproporciones que no permite minimizar la posibilidad de que López Obrador tenga un problema de salud (y no solo de tacto y modales).
Si bien son pocas las probabilidades de una república chavista en México, no deja de ser preocupante el fanatismo de los seguidores de Andrés Manuel, quienes se niegan a aceptar que su líder partidista los ofende, sin siquiera percatarse de la torpeza de sus actos. Esa ceguera ideológica es un peligro para el país, porque implica que la militancia y simpatizantes de Morena no son un control efectivo de su dirigencia. Los ejemplos de líderes de partidos, que fueron seguidos incondicionalmente por sus miembros, son espeluznantes: los casos del fascismo italiano y nazismo alemán son ampliamente conocidos y resulta innecesario volverlos a narrar en este espacio.
Ojalá la ocurrencia perruna de López Obrador sirva para que su equipo cercano tome conciencia de que su líder está cometiendo errores graves, que muestran un deterioro de la calidad de sus decisiones (y actúen en consecuencia): México no necesita chiflados en la elecciones de 2018…