El ciudadano, para ostentar su ciudadanía, requiere de conciencia, y la conciencia solamente surge a partir del acceso a la información diversificada que permite la comparación de multitud de principios, normalmente contrapuestos entre sí. La contradicción genera esa prístina presencia de lo múltiple en continua confrontación, corre los telones del escenario de la vida, y ofrece al espectador la oportunidad de entender que lo múltiple es la esencia del mundo; que lo diverso es una realidad ante la que la unicidad se vuelve inaplicable, y posibilita que consciencias tan distintas puedan convivir en un ambiente de pleno respeto, sin menoscabar jamás el derecho a disentir, y aún más, el pleno acceso a las fuentes de información que transmiten las confrontaciones que nutren el alma, destruyen dogmatismos y promueven el respeto a lo diverso.
La filosofía moderna defiende la difusión del conocimiento crítico, ataca a quien lo impida, pues es consciente de que sin crítica, el concepto de “ciudadanía” es una mera noción vacía, como Voltaire y Kant afirmarán luchando respectivamente en sus textos, para promover la libertad de expresión: “Esta idea anima toda la influencia de Voltaire como escritor político. Está convencido de que basta con mostrar en su verdadera forma la idea de la libertad a los hombres para que se despierten y tensen en ellos todas las fuerzas necesarias para su realización. Por esto, para él, como para Kant, la libertad de pluma, el derecho a influir en los demás mediante la palabra y la doctrina, es el auténtico estadio de los derechos de los pueblos” (Ernst Cassirer, Filosofía de la Ilustración, p. 280). Un ciudadano que no cultiva su opinión, es un ente pasivo que se degrada en clientela, capaz de alimentar sustanciosamente las hordas extremistas que violentan al derecho.
El derecho no es simplemente un ordenamiento externo de la vida humana, que requiere de la vigilancia constante para evitar transgresiones violatorias de los derechos del prójimo, es también, y ante todo, un poderoso vehículo formativo que irrumpe en las costumbres urbanas de los habitantes. La necesidad de no evadir las responsabilidades que en tanto criaturas conscientes nos obliga el respeto al prójimo, es principio clave en el progreso de una sociedad, amortiguando el furor de la problematicidad del trato cotidiano, encauzando los conflictos gracias a una reglamentación que aspira a limitar la violencia lo más posible. El nivel de agresión se templa, conforme las normas son constituidas en patrimonio de las personas. Un usuario del transporte público comprenderá muy bien que debe dejar salir primero a los viajeros del metro, sin necesidad de que una autoridad, o un ciudadano, le exijan hacerse a un lado para permitir el paso. Si la persona no sabe –o no le importa- respetar la salida, entonces se genera un caos pequeño en ese espacio insignificante, pues al estorbar, no deja ni salir, ni entrar. La incivilidad se manifiesta en los hechos más cotidianos, no investidos de la fama de las coyunturas. El combate a la corrupción, importa tanto como el tener ciudadanos que dejen libre el paso del transporte, pues las consecuencias de inmediato son evidenciadas: desde un enfrentamiento, hasta arruinar el trayecto de ciudadanos trabajadores que deben llegar a tiempo a sus labores. Sumemos un estado hipotético en donde toda esa gente común no respete los principios básicos de convivencia, surgiría lo que la tradición filosófico-política moderna ha llamado “estado de naturaleza”.
El estado de naturaleza, una de las grandes nociones de la teoría contractual, es un principio hipotético (una narración coherente de un hecho racionalmente posible), que alerta a los estudiosos sobre las consecuencias de la debilidad, o la definitiva carencia de la aplicación de las leyes por parte del estado. Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, etc., son algunos de los egregios pensadores que desarrollaron sus respectivas teorizaciones al respecto. Muchas diferencias tienen las teorías de los grandes contractualistas, pero con independencia de estas, la preocupación sobre cómo lograr un orden social justo, y evitar el la incapacidad de gobiernos o ciudadanos por no validar las leyes, es un punto en común de todos ellos, en donde podemos afirmar que con el simple hecho de que cada quién respete a otra persona, y exija a todos los demás a respetarla –gobiernos incluidos-, la añorada “paz perpetua” kantiana sería una realidad que nos evitaría tantos problemas, y ese respeto inicia en cosas tan simples como permitir el paso en el metro, y también es en ese ejemplo cuando podemos comprender las consecuencias de no hacerlo: el estallido del estado de naturaleza emergería con esa espontaneidad tan significativa, que los que arremeten constantemente en contra de los gobiernos, deberían también a hacerlo con los pueblos y ordenarles el respeto para el funcionamiento cotidiano y pacífico de la vida ciudadana.
Es por eso de resaltar el papel de la filosofía como medio de concientización, la vuelve en una de las herramientas más necesarias y eficaces para formar entidades conscientes que asuman el respeto a las leyes, no por la amenaza que pudiera representar a su transgresión, sino porque ella estimula el pensamiento a través del bien de la palabra, de la génesis argumentativa que desmorona dogmas, prejuicios y necedades con el único afán de enriquecer el alma humana. La democracia necesita de la filosofía, porque es ésta la madre del ciudadano: entidad activa, participativa, respetuosa, urbanizada… y que dentro de sus prioridades, la defensa de sus leyes –en las que participa continuamente, aceptando, o enfrentando lo que entienda le pueda perjudicar- y siendo la primera gran avanzada que destruya las pretensiones dañinas de ambiciosos demagogos, es por eso que la filosofía no es amiga de aspirantes a tiranos (llámense de derecha o de izquierda), ni de apelaciones a la voluntad de la masa en cuyo nombre se pueden cometer crímenes.
La grandeza crítica de la filosofía la hace siempre “sospechosa”, como dice Nussbaum, resaltando de cómo las universidades están obligadas a generar ciudadanos respetuosos de sus leyes: “Para las personas que están profundamente inmersas en asuntos prácticos, especialmente en una democracia, el intelectual que cuestiona –quizás en particular el filósofo- siempre es un personaje ligeramente sospechoso. ¿Por qué esta persona muestra un tan imparcial desapego? ¿Cuál es su campo de competencia empírica? ¿Qué le da derecho a dirigirse a las personas y hacerles preguntas, como si estuviera facultado para para decirles en qué se equivocan? Actualmente, cuando las universidades “aguijonean” a los estudiantes para que replanteen sus valores, es muy probable que ello cause inquietud y resentimiento. Es muy natural pensar que los docentes que originan este replanteamiento deben ser una élite progresista autodesignada, alejada de los valores populares e insensibles a ellos” (El cultivo de la humanidad, p. 42).
La filosofía es en sí una actitud para la vida no siempre en buenos términos con la tradición, que como el Sócrates platónico, constantemente inquiere a pesar de que a los interlocutores les moleste ser expulsados de la comodidad de sus tradiciones o de su particular ignorancia, o, lo que es peor, del dominio de una tiranía apropiada conscientemente de sus mentes. La filosofía es la disciplina crítica, y sin crítica ciudadana la democracia es un ad hoc que sirve para la apropiación del espacio público, por una camarilla que se dice representante del pueblo “Sócrates reconoce esto al sostener que la educación progresa no por el adoctrinamiento del profesor, sino por el escrutinio crítico de las propias creencias del alumno” (Nussbaum, op. cit., p. 43). La filosofía es una bandeja de agua helada sobre la cabeza de esos “durmientes” a los que tanto desprecia Heráclito, obliga a levantarse de la somnolienta pereza que es aliada inseparable de los tiranos: “el problema real es la pereza de pensamiento que caracteriza a estos ciudadanos democráticos, su tendencia a ir por la vida sin pensar sobre otras posibilidades y razones” (Ibídem) y por supuesto que el vértigo de confrontar la consciencia con su propia vacuidad, aterra a una mayoría gustosa de buscar quién resuelva sus problemas, o a quién culpar de sus propios fracasos, en caso de que el drama de sus condiciones hayan sido responsabilidad unívoca de un sí mismo cobarde y tramposo.