Luego de meses de discusión, la Cámara de Diputados aprobó una nueva ley nacional de extinción de dominio, la cual busca dar al Estado nuevas facultades para decomisar los bienes y recursos económicos con el pretexto de que don producto o que sirvan para la comisión de un hecho ilícito.
Con este nuevo ordenamiento se establece que el proceso de extinción de dominio iniciará a petición del Ministerio Público y lo resolverá en última instancia un juez civil. Se procederá por los delitos de delincuencia organizada, secuestro, en materia de hidrocarburos, petrolíferos y petroquímicos, contra la salud, trata de personas, por hechos de corrupción, encubrimiento, cometidos por servidores públicos, robo de vehículos, operaciones con recursos de procedencia ilícita y extorsión.
En total, son 245 los tipos penales que han sido incluidos, por lo que prácticamente cualquier cosa puede justificar la extinción de dominio. En la Convención de Palermo –la que sirve de referencia a esta ley- sólo se establecen cuatro delitos vinculados específicamente a delincuencia organizada. En México, en cambio, ahora todos los ciudadanos estaremos bajo sospecha.
¿Alguien podría estar en desacuerdo en que el gobierno, como un mecanismo de reparación del daño, determine la extinción de dominio sobre bienes que son resultado de una actividad ilícita? Seguramente nadie. Pero, ¿qué pasa cuando estos bienes se entregan al Estado aún cuando no hay una sentencia firme sobre el imputado? Entonces, la nueva ley se mueve como un péndulo entre la presunción de culpabilidad y la justicia.
La venta anticipada por parte del Estado de un bien sujeto a la extinción de dominio podría ser contraria a la Constitución porque en ella se establece que ninguna persona puede ser sustraída de sus bienes, salvo que haya concluido el juicio respectivo.
Sin embargo, con esta nueva ley se podrá aplicar el aseguramiento de las propiedades sin que se haya concluido el proceso judicial que compruebe que son producto de actividades ilícitas; por ello, las personas afectadas –aun en calidad de presuntos responsables- podrán recurrir a amparos para proteger sus bienes. La ley podrá ser revertida en los tribunales.
”Devolver al pueblo lo robado” suena bien como propaganda política, sin embargo, no puede obviar los principios de la Constitución. La Ley Nacional de Extinción de Dominio también podría violar la presunción de inocencia y el derecho real a la propiedad.
Peor aún. Cualquier ciudadano puede iniciar la acción del procedimiento de la extinción de dominio con la sola información que proporcione –cierta o falsa, de buena o mala fe- al Ministerio Público.
Hasta algunos militantes de MORENA como mi compañera diputada federal Tatiana Clouthier, Vicecoordinadora del Grupo Parlamentario de ese partido en la Cámara de Diputados, cuestionaron esta nueva ley expresando que “de no corregirse, puede derivar en un Estado policiaco en el que los ciudadanos honestos vivan bajo un estado de sospecha”.
Cómo explicar que un ciudadano declarado inocente mediante sentencia firme, sólo tendrá derecho al pago del producto de la venta de los bienes que le fueron decomisados, y que además, tendrá que hacerse cargo de los gastos de administración que le resulten. ¿Y si estos bienes fueran malbaratados por el gobierno? ¿Si los avalúos no correspondieran a su valor real? Es evidente que el ciudadano está en estado de indefensión.
Deleznable también que sea el gobierno federal el beneficiario directo de la acción anticipada del aseguramiento de bienes. La creación de un Gabinete Social de la Presidencia de la República que decida el destino de los recursos obtenidos por la enajenación de los bienes sujetos a extinción de dominio, no es más que la legalización de la estafa.
El supuesto propósito de la nueva ley es el de debilitar económicamente a los grupos delincuenciales; el dinero es el corazón de la delincuencia organizada. Sin embargo, no debe haber resquicios que sirvan a la discrecionalidad y la injusticia.
En resumen, la nueva ley es una puerta abierta para que el gobierno pueda quitar sus bienes a ciudadanos inocentes y venderlos anticipadamente sin una sentencia definitiva, y para que los recursos obtenidos se utilicen como caja chica por el gobierno federal para sus propósitos electorales disfrazados de “programas sociales”.
Actuar como el moderno Robin Hood –quitar el dinero a los presuntos delincuentes para dárselo a los pobres- es una más de las ideas medievales de la cuarta transformación.