El nombre parecía tan impronunciable que a veces era mejor no mencionarlo. Coacsacualcos…Coatzacuacoc…Cuaczacucualcos….Ante la dificultad de pronunciar esa larga palabra en lengua náhuatl, la gente, tanto locales como foráneos, comenzaron a referirse a Coatzacoalcos como simplemente Coatza. En otras ocasiones, era más sencillo responder Veracruz, así en general, a la pregunta de ¿Y tú de dónde eres?

Coatzacoalcos es una ciudad industrial, relevante por su petroquímica. Cuando era niño, un mito bastante creíble afirmaba que el río que atravesaba la ciudad era el más contaminado del mundo. El hecho de que Coatzacoalcos tuviera con qué competirle al resto del globo nos llenaba a mis compañeros de colegio y a mí de orgullo, aunque la competencia se tratara de ver cuáles aguas estaban más mezcladas con desechos tóxicos.

Lo importante era que nuestra ciudad de nombre impronunciable se hallaba en la lista de los sitios que poseen algo característico y único. París podría presumir la Torre Eiffel pero nosotros teníamos aquel río marrón y apacible.

Como si los niños de Prípiat presumieran orgullosos la fama de su ciudad debido a que sufrió la devastación de un accidente nuclear.

En nuestra lógica, cuando alguien en algún lugar lejano investigara sobre el río más contaminado del mundo, esa persona indudablemente tendría que pensar en Coatzacoalcos.

Durante mi infancia tenía la idea que en Coatzacoalcos no pasaba nada. Era todo un acontecimiento cuando el nombre de la ciudad aparecía en las noticias. Las rutinas solían ser las mismas: el trayecto de la casa a la escuela y viceversa, el calor agobiante durante la semana santa y las lluvias de septiembre, la valentía (¿o inconsciencia?) de subirse a los juegos mecánicos en los días de carnaval, los mítines políticos en el parque principal, el mismo mercado para comprar los ingredientes de la comida del domingo, el único restaurante donde se celebraban los cumpleaños, el mismo cine donde las películas llegaban dos meses después de su estreno en la Ciudad de México.

Empezando la secundaria, mis amigos y yo adquirimos un juego recreativo. En los puestos de fayuca compramos pistolas de plástico que disparaban balines del mismo material.

Eran juguetes que se asemejaban a las armas reales. El contorno de la pistola plateado, el mango y los cargadores negros.

Nos reuníamos en casa de cualquier amigo y al salir a la calle se desataba el tiroteo silencioso.

Jugábamos con irresponsabilidad, sin caretas que nos cubrieran los ojos, sin la puntería entrenada para tirar solo al pecho. Como en las películas, corríamos disparando, cubriéndonos detrás de árboles y automóviles estacionados. Al finalizar el enfrentamiento, el pavimento estaba repleto de bolitas multicolores de plástico y nuestros brazos llenos de puntos rojos, como si fueran piquetes de mosquito. Eran los tiempos donde si se veía a un grupo de niños con pistolas en mano se insinuaba que era un juego, sin que por eso nadie se alejara de las ventanas, se escondiera bajo la cama o llamara a los soldados.

Nadie sabe con certeza en qué momento se jodió la ciudad, el estado, o el país. Primero fueron los rumores: una banda delictiva que operaba en las sombras.

Pensábamos que era un cuento de los padres, una fantasía al estilo de El hombre del costal, de Las batallas en el desierto, elaborada para que los niños y los jóvenes no pasaran tanto tiempo en la calle.

Las autoridades tampoco aportaban información. No hay de qué preocuparse, decía el alcalde, insinuando que Coatzacoalcos estaba destinado a seguir siendo el lugar donde no pasaba nada.

Cuando estudiaba en la preparatoria, mis amigos y yo ya no podíamos jugar con las pistolas de plástico en la calle ni en ningún otro sitio. Nuestros antiguos juguetes eran usados para asaltar con éxito pequeñas tiendas y comercios. Se sabía, y no por la prensa local, del hallazgo de algunos cuerpos con el tiro de gracia. En ese entonces los cadáveres aparecían a un costado de la carretera, en rancherías o en municipios cercanos pero distantes de nuestra burbuja de confort. La violencia dejó de ser una simulación, un juego entre jóvenes. Y siempre los rumores que, hoy se sabe, no estaban alejados de la verdad: El otro día entraron con metralletas a una discoteca y se llevaron a todas las chavas guapas, a los hombres los golpearon; dan rondas en sus camionetas negras, llevan traje de camuflaje igualito al de los militares; dicen que el gobernador está coludido con ellos, que los protege, por eso pueden hacer todo lo que quieran.

Felipe Calderón ya había ordenado los operativos contra la delincuencia organizada en Michoacán, pero para nosotros Morelia y Apatzingán y sus cabezas degolladas todavía estaban muy lejos de la costa veracruzana.

Al igual que en otras partes del país, era cuestión de tiempo para que la guerra también nos alcanzara.

Coatzacoalcos ya no es reconocido por ser el lugar de nacimiento de Salma Hayek, o por su gente buena, su gastronomía, su centro de convenciones y su malecón, por los atardeceres sobre el mismo horizonte donde partió Quetzalcóatl en una balsa, prometiendo volver, ni por las amistades que ahí se forjaron. Los titulares de prensa retratan la situación actual de la ciudad donde nací: Coatza sufre la peor ola de violencia.

Coatzacoalcos vive con miedo por violencia y falta de seguridad. Violencia imparable en Coatzacoalcos. Un Infierno llamado Coatzacoalcos.

Abandonan Coatzacoalcos por la violencia. Hasta el río más contaminado del mundo quedó en el olvido.

Como escribió la veracruzana Fernanda Melchor en las últimas páginas de su novela Temporada de huracanes: "Dicen que la plaza anda caliente, que ya no tardan en mandar a los marinos a poner orden en la comarca. Dicen que el calor está volviendo loca a la gente, que cómo es posible que a estas alturas de mayo no haya llovido una sola gota. Que la temporada de huracanes se viene fuerte. Que las malas vibras son las culpables de tanta desgracia: decapitados, descuartizados, encobijados, embolsados que aparecen en los recodos de los caminos o en fosas cavadas con prisa en los terrenos que rodean las comunidades."

Los huracanes han traído la devastación tras su  paso pero hasta ellos tuvieron la cortesía de no dejar tantos muertos.

Cambian los gobiernos, apresan al gobernador corrupto, alternan los partidos políticos, van y vienen los soldados, se depuran las policías, los ciudadanos se visten de blanco, estamos trabajando en la seguridad, les pedimos su paciencia y comprensión. ¿Y por qué no ha vuelto la paz a Veracruz?

Parafraseando a Melchor, todavía yace invisible la lucecita que brilla en el cielo, parecida a una estrella, que es la salida de este agujero.