Manifestación ritual de la verdad, es aquello que Michel Foucault denomina aleturgia, y que corresponde al conjunto de expresiones del poder que son contempladas por el conjunto social, al que le queda claro que tal o cual gobierno, goza de la dignidad requerida para gobernarlo. Ese conocimiento que le sacrifica las viandas del poder, es de tal magnitud, que su posesión es expresión de lo que denominamos legitimidad, esto es, la razón suprema para acatar la voluntad de determinado grupo gobernante. El conocimiento legítimo para gobernar puede ser desde el dominio de la astrología, cuyas constelaciones impolutas adornan soberbiamente las bóvedas palaciegas del romano emperador Septimio Severo, hasta el conocimiento de la ciencia política que encarnará el estado-Leviatán sobre el cual Thomas Hobbes teorizará, y que es garantía, el primero, de adelantarse a los hechos de la fortuna, o, el segundo, de evitar las desgracias de confusiones teóricas que promuevan el enfrentamiento de los hombres para imponer sus respectivas maneras de entender el buen gobierno. La posesión de la verdad ofrece una canasta de certezas a la población, sin la cual ningún gobierno puede ostentar la seguridad de su permanencia en el poder, en el ejercicio de su hegemonía.
“Es probable que no haya ninguna hegemonía que pueda ejercerse sin algo parecido a una aleturgia. Esto para decir, de una manera bárbara y complicada, que lo que llamamos conocimiento, es decir, la producción de la verdad en la conciencia de los individuos mediante procedimientos lógico-experimentales, no es después de todo sino una de las formas posibles de la aleturgia. La ciencia, es conocimiento objetivo, no es sino uno de los casos posibles de todas esas formas a través de las cuales se puede manifestar lo verdadero.” (M. Foucault, Clase del 9 de enero de 1980, en Del gobierno de los vivos, p. 25).
Todo ejercicio del poder requiere legitimidad para garantizar su pervivencia y la realización de sus proyectos, de allí la necesidad de que los ostentadores del poder, manifiesten la posesión de un conocimiento lo suficientemente capaz como para ganar el apoyo de los sectores a su cargo, no hacerlo, es como pretender que sin prueba alguna de dignidad, se exijan lealtades que no necesariamente son fidedistas, sino muy pragmáticas exigidoras de evidencias de “verdad”, que sean puestas ante sus ojos para ser apreciadas, regodeando a las conciencias a propósito de que sus creencias gozan de avales innegables, como más abajo dice el gran pensador francés: “no hay ejercicio de poder, no hay hegemonía sin algo parecido a los rituales o formas de manifestación de la verdad, no hay hegemonía sin aleturgia, desde hace unos siglos todos eso se redujo por fortuna a problemas, técnicas y procedimientos mucho más eficaces y racionales que, por ejemplo, la representación del cielo estrellado por encima de la cabeza del emperador, y ahora tenemos un ejercicio del poder que se ha racionalizado como arte de gobernar, un arte de gobernar que dio lugar a, o se apoyó en unos cuantos conocimientos objetivos que son los conocimientos de la economía política, la sociedad, la demografía, toda una serie de procesos” (Íbidem).
La aleturgia debe ser evidente para obtener como premio el beneplácito social, y su expresión solemne, a la manera de un ritual, semeja al momento supremo donde la cabeza de un monarca es ceñida con la regia corona, tras haber sido ungido con el olivo consagrado que deja a todos los testigos la escena obvia, del pacto humano con lo divino: al monarca como un representante legítimo de una voluntad trascendente. El hecho regio se enaltece bajo el amparo de la pompa monárquica que devela las insignias reales: tiaras, capas, condecoraciones, escenas mitológicas estampadas con soberbia en tapetes inmensos, donde la realeza evidencia sus orígenes heroicos, escenas de batallas donde el sacrificio al país se recompensa con la unción de los laureles, entre nubes rodeadas de categorías angélicas portando estandartes nobiliarios, trompetas doradas y caminos florales…los himnos se escuchan, y la gloria real es exaltada en el momento sacro de una coronación, donde le príncipe pierde su propia identidad, y se disuelve en un todo que es su pueblo y su tierra, a cuya integridad se ha consagrado en cuerpo y en alma, mediante el juramento que todos sus antecesores han exclamado, y que él, en ese momento kathártico, se reencuentra con el sentido de su historia, que ahora, como monarca consagrado, ciñe, y entre sus manos ostenta el orbis del poder terrenal, y el cetro con el sello real que le confiere el imperium sobre sus ejércitos. La aleturgia monárquica borra el “yo mortal”, disolviéndolo en el “yo común”: pueblo y territorio son la sangre, el corazón, la cabeza, las manos y la voz, de un monarca rodeado de tal boato, transmuta en su mentalidad educada desde siempre para llegar al capital momento de su coronación.
Las coronaciones son los mayores momentos de la realidad del poder puesto ante los ojos de una sociedad que requiere pruebas de legitimidad. La aleturgia es una gran puesta que hace evidente el papel de cada quién en su cada cuál, pero que en su conjunto realizan el todo: la realidad de su país y ese pacto antiquísimo con sus antepasados, en esa especie de pacto entre vivos y muertos que E. Burke en sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia, resalta en su peculiar noción contractual: las instituciones del estado, desde la constitución y el rey, desde la propiedad y la universidad, son herencias que nos remontan a siglos de esfuerzos, de sacrificios, de derrotas y de glorias, en donde la alegría y el terror, todo en su conjunto, conceden el sentido del quehacer vivo de una realidad político-social que no puede ser borrado por intencionalidades promotoras de una novedad, que en su negación histórica, estarían negando el propio sentido de todo aquello que lo formara.
La monarquía, una forma de gobierno que hace del ritual, la exhibición más pura de su legitimidad. El monarca no es otra cosa que un sumo sacerdote de los misterios de la historia, el heredero no de una familia, sino de todo un pueblo que no puede confiar ciegamente en su progreso, sin que existan evidencias seguras de que su confianza (la confianza es el mayor bien que pueden conceder los gobernados a sus gobernantes, que es un como una frágil caja de cristal que puede quebrarse definitivamente a la menor imprudencia, de allí que la confianza debe mantenerse y cultivarse más allá que cualquier otra cosa en el orbe político), y el ritual no es sino la manifestación terrena de ese momento del que dependen los ciudadanos, con sus bienes y con sus vidas, y la legitimidad de un régimen que debe vivir refrendando su entrega única a la cosa pública, es decir, a la república, en su sentido adecuado de congregación ciudadana, definida por sus leyes, y donde la monarquía encabeza la histórica representatividad de la sociedad.
Toda forma de gobierno requiere crear sus principios rituales que manifiesten la verdad a sus respectivas sociedades, esa aleturgia básica que refrenda la confianza, y evita el desgaste de una desconfianza esgrimida en torno a un sistema político castigado; pero aún y en el caso en donde la necesidad de los tiempo exijan cambios, estos no se pueden hacer acosta de la manifestación de la alianza entre gobernantes y gobernados, pues de suceder, la incredulidad manifiesta y la desconfianza, roen los cimientos del estado condenándolo a soportar un permanente coexistir entre la fatalidad de la generalizada desconfianza. Las consecuencias son de proporciones imposibles de predecir, y es aquí donde la amenaza del miedo, o lo desencarnado del terror sustituyen la precisión y moderación de una aleturgia que preserva, manifiesta y confía.