Para Nicolás Maquiavelo, uno de las características fundamentales de los grandes gobernantes, con independencia de los medios requeridos para llegar y mantenerse en el poder, que tanto han apasionado a la historia de la teoría política desde la presentación de El Príncipe al mundo, es la construcción de instituciones que garanticen la paz y el desarrollo de sus pueblos, frente a la amenaza de grupos que atenten en contra de la vida y la propiedad de los ciudadanos. El gran gobernante obtiene su consagración gracias a su capacidad de erigir la institucionalidad que confiera sentido al hacer en el mundo de todo un pueblo, dotándole de un camino, que el pensador florentino consideró indispensable para generar el éxito histórico de una sociedad, no anquilosada en sus propias violencias connaturales a la condición problemática de los seres humanos. Todos los pueblos guardan en sus anales sus miserias, así como la exaltación de sus glorias. Nada más glorioso que trascender la miseria y la violencia, y en este camino, la acción del gobernante marca la diferencia. La construcción institucional aspira a erigir un aparato permanente, especializado y leal, que trascienda la vida del fundador, para dotar de cierto margen de estabilidad, frente a la inevitabilidad de la voluntad de la fortuna, esa potencia histórica caprichosa, que se manifiesta de las maneras más inesperadas, y ante la que la pericia del príncipe: la virtud, es el parapeto para controlarla; para atemperar los desquicios que pueden causar males mayores, si no se cuenta con la infraestructura indispensable que controle la violencia. La virtud del gobernante tiene como máxima expresión la erección institucional.

Las sociedades liberales son sumamente desconfiadas a respecto del papel del gobernante, en lo particular, como factor indispensable en la fundación de instituciones; teme a la tiranía, y que la figura de ese príncipe virtuoso con poderes extraordinarios atente contra principios caros al sistema democrático, ténganse la amenaza al principio igualitarista, que presume que nadie está dotado de cualidades suficientes como para basar la legitimidad de su gobierno en esa supuesta superioridad, parecería que las nociones consensuadas podrían peligrar ante la voluntad de uno que puede lograr la estabilidad que a los muchos parece que les ha costado tanto, a veces, sin éxito alguno. La amenaza sobre la libertad, pues la consolidación de una figura de poder mayestático como el definido por Maquiavelo, puede ser el grillete que perturbe la voluntad de los ciudadanos, sometidos a un despotismo de imprevisibles consecuencias que es más amenazador, conforme concentra más poder en sus manos. Las democracias liberales se han preocupado por denunciar las que consideran amenazas a su orden, pero también olvidando lo que deben a este tipo de figuras constructoras de institucionalidad, y que para cimentar la estructura de los estados-nación modernos –que las democracias liberales encontraron ya construidos-, los gobernantes de las antiguas monarquías tuvieron que enfrentarse a sendas proezas, sin las que las un tanto pazguatas burguesías, difícilmente habrían fructificado.

Entre estos constructores de instituciones, que fundaron un estado consolidado gracias a proezas sorprendentes, se encuentra un monarca al que sin lugar a dudas Nicolás Maquiavelo habría elogiado, como en su tiempo elogiara a don Fernando de Aragón (príncipe “cuasi nuovo”), que de un pequeño reino (Aragón), construiría un enorme imperio ultramarino entre Europa y América. Pedro I, Zar de Todas las Rusias, sería, a la manera de don Fernando, un príncipe “cuasi nuovo” porque siendo ambos príncipes de sangre y depositarios de una heredad legítima, con sus méritos y por sus medios, forjaron espléndidos estados que darían sentido a las sociedades Hispanoamericanas y  rusa respectivamente.

Cuando Voltaire analiza la biografía política del monarca rusa en Historia del Imperio Ruso bajo el reinado de Pedro el Grande, asume que: “Mi propósito es mostrar que el zar Pedro ha creado, más que desembrollar inútilmente el antiguo caos” (p. 12 ), pues este monarca tuvo el enorme mérito de fundar la Rusia moderna a costa de un contexto de violencia permanente, entre las amenazas constantes de Suecia (la Suecia de Carlos XII, otra de las inmortales biografías volterianas) o Polonia, en Europa, o Turquía y Persia, en Asia. Y se puede decir, que ante ellas, y los problemas internos del complejo panorama ruso, como el problema sucesorio de compartir el trono con Iván (un muchacho con discapacidad mental, claramente impedido por los ejercicios del gobierno) y la tutela de su hermana, la Gran Duquesa Sofía, quién ansiosa de dirigir los destinos del imperio, motivó constantemente la insurrección de la guardia de élite de los strieltsí en contra de su medio hermano Pedro y la familia materna de este, los príncipes Narishkin, a quienes se encargaron de acosar casi hasta el exterminio. El cuerpo armado de los strieltsí son la más viva representación de un poder con recursos suficientes, con capacidad de amenazar la subsistencia de las instituciones, a la manera de los condottieri que tanto desprecia Maquiavelo. Analfabetas, sanguinarios, volubles y sedientos de privilegios, el cuerpo strieltsí bien nos recordaría a los genízaros otomanos o a los pretorianos romanos, en donde la debilidad de las instituciones, no pueden controlar a una élite organizada que comprendiendo el desgaste gobernativo, se lanza a la conquista de un patrimonio propio a costa del común, violando el principio clave de un buen gobierno, y que es la primacía de los intereses ciudadanos, por sobre los propios. La perversión del sistema implica la patrimonialización del espacio común, por un grupo organizado sin un contrapeso efectivo que lo llame al orden, incluso, son capaces de imponer al frente del gobierno a quien quieran –mientras se les favorezca, claro-: cargos públicos, dinero y todo lo que se denomine privilegio, la extorsión y el chantaje –y cuando su puede, el victimismo- son la ley de estos grupos organizados. Bajo un panorama de predominio de bárbaros envalentonados, ningún gobierno puede funcionar, y si intentan sobrevivir a costa de acatar los chantajes de estas bandas organizadas, las peticiones serán tan infinitas y constantes que no habrá poder humano de satisfacerlas.

El todo es presa de unos pocos, y las consideraciones de humanidad a esas pocos, por más entes portadores de dignidad que sean, no justifican que se les intente proteger de alguna manera, porque el peligro de su sola existencia, es un atentado en contra de la dignidad del todo social. Una cuestión de sobrevivencia llevada a sus niveles más drásticos, y en donde la decisión y fortaleza del gobernante marcan el principio del orden, o el mantenimiento del desastre. La manutención del estado sólo se logra con la efectiva erradicación del tumor sin consideraciones que en este contexto particular, significarían una traición al deber de seguridad básico que confiere su legitimidad a todo gobernante. En el tiempo que sea, cualquier evasión al principio de seguridad, es otra forma de violencia que tendrá como costo la perpetuación de la violencia. A los grupos organizados con capacidad desestabilizadora del estado, no se les invita a dialogar bajo los auspicios de la razón, se les extermina como los patógenos infecciosos que son.

Más tarde, cuando el joven Pedro se encontraba en sus famosos viajes de instrucción por Europa Occidental, nuevamente esa banda delincuencial se alzó con su tradicional intención chantajista, entonces Pedro, que ya había dado forma a los grandes regimientos del imperio y construido una flota (los ejércitos profesionales y leales forman parte de la institucionalidad, y que harían un contrapeso efectivo a los vándalos), reaccionó de una manera sobredimensionada, pero necesaria para la preservación del estado, por encima de todo gesto utilitario de utilizar como mano de obra a estos grupos violentos, en un lugar donde la mano de obra no sobra, narrará Voltaire:

“Para ahogar esos disturbios, el zar parte secretamente de Viena, pasa por Polonia, se encuentra de incógnito con el rey Augusto, con quien toma ya medidas para agrandar su territorio del lado del Mar Báltico, llega por fin a Moscú (1689), y sorprende a todo el mundo con su presencia; recompensa a las tropas que han vencido a los strieltsí. Las prisiones estaban llenas de esos desgraciados. Si su crimen había sido grande, el castigo lo fue también. Sus jefes, varios oficiales y algunos sacerdotes fueron condenados a muerte, a algunos se les aplicó el suplicio de la rueda y dos mujeres fueron enterradas vivas. Alrededor de las murallas de la ciudad se colgó y se hizo perecer en otros suplicios a dos mil strieltsí. Sus cuerpos permanecieron dos días expuestos en los caminos importantes y sobre todo alrededor del monasterio en el que residían las grandes duquesas Sofía y Eudoxia. Se erigieron columnas de piedra en el que se grabó el crimen y el castigo” (pp. 103-104).

La paz marcó los principios del poderío imperial de la casa de Romanov, la dinastía que desbrozando los campos feudales en la época de Pedro, pudo cumplir con el principio maquiaveliano de institucionalidad, y la virtud soberana que puede amurallarse de los vaivenes de la fortuna: la construcción de un espléndido aparato militar, la modernización de un sistema de administración de justicia semejante al de otros países de Europa Occidental; la introducción de tecnología aplicada a la producción comercial y a la enseñanza que haría de los centros de enseñanza rusos, academias impecables de pulcritud  a la altura de la era ilustrada que en épocas de las zarinas Elisabeth Petrovna y Catalina II, la Grande,  no tendrían nada qué envidiarle a Europa, todo lo contrario, el centro de orbita de esta revolución civilizatoria que encabezó el zar Pedro I, sería la construcción de San Petersburgo encima de ciénagas arrebatadas a los suecos durante la Guerra del Norte. San Petersburgo, la joya del Báltico, sede de la corte imperial, refulgiría en el golfo de Finlandia como la joya de una corona que siempre edificó y mantuvo una institucionalidad sobre condiciones de gran problematicidad social, en un territorio gigantesco que fue abrigado por las alas de la bicefálica águila de la más grande casa imperial europea, y que Pedro I, el grande, fundador de instituciones, armó como un faro civilizatorio en el norte otrora tártaro, en donde las huellas de los kanes aún estaban frescas con su olor destructivo a sangre. Sin paz, nada se construye, en la guerra, solamente la miseria hace de la vida humana un suplicio; aquél que acabe con esas desgracias, sea mil veces bendecido y siempre recordado en la memoria de sus pueblos.