Desde la antigüedad griega, en específico, Aristóteles, se reconoce en la felicidad (eudaimonía) el gran fin del proyecto social humano. En sociedad los seres humanos conviven con sus congéneres, y en medio de dicha convivencia, enriquecen su alma pues aprenden los unos de los otros. La felicidad que acontece gracias a este fabuloso despliegue de capacidades, no puede sino conducir al ser humano a perfeccionarse, transitar de su estadio original de “animal” (zoo), al fin supremo de “animal político” (zoon politikón), pues la adquisición de lenguaje, amplía las posibilidades de la “razón” (lógos), pues hacer de la causa pública un fin (thélos), gracias a un íntimo compromiso cívico (polités) se promueve a un ente activo, productivo, benéfico y entregado a la causa de todos los ciudadanos (politeia). Fomentar, a través de las leyes, el despliegue intelectual y anímico de la problemática criatura humana, será un deber, un precepto ético en donde virtud (phrónesis) y costumbres (éthos) se conjugan, y dan vida a una criatura consciente de su lugar en la cosa pública, con la oportunidad elevadísima de concretizarse en alguien valioso para la comunidad.

El razonamiento aristotélico presupone a la comunidad política, como eso, como una comunidad: un conjunto de familias unidas para el cuidado mutuo, con una serie de valores compartidos (lengua, historia, religión, gobierno), autosuficiente (autárquica), esto es que se brinda a si misma lo necesario para su supervivencia, y no “debilitarse” por depender del exterior sobre cosas básicas para su existencia. En esta comunidad, por supuesto que la relación con el mundo exterior no deja de ser contemplada con mucha desconfianza, temer a los vecinos y a las intrigas externas, hace que la comunidad tome sus precauciones no dependiendo en nada de ellas. El tamaño de la comunidad, por supuesto que favorece esta forma de comprenderse a sí misma como un órgano perfectamente manejable, pues el territorio y la cantidad de ciudadanos es relativamente escasa, no requieren de una cantidad gigantesca de recursos, además de que la propia subsistencia de la noción de ciudadano, requiere un grueso de mano de obra esclava que permita a un grupo de “hombres libres” (literalmente), dedicarse a cultivar el alma y participar en los debates públicos, alejados ellos del “degradante” trabajo físico (en la noción griega, por supuesto). Además en el selecto grupo de politoi, no son incluidas los mujeres, los niños y, evidentemente, los esclavos y los extranjeros.

La visión aristotélica de la comunidad política y su vínculo con la felicidad, será tan influyente en toda la noción de vida pública de Occidente, de un Occidente relativamente homogéneo, con una comunidad de valores semejantes, que poco a poco se irán desgajando ante lo inevitable de la amplitud del mundo y la pluralidad de la sociedad (p.e., la pluralidad religiosa a inicios de la era moderna con la reforma protestante), y la irrupción de una noción crítica del mundo, prevaleciente hasta el siglo veintiuno, que puso en jaque la vieja fraternidad comunitaria, y la irrupción cataclísmica de la noción de individuo.

Si existe un ente más antagónico a la visión comunitaria de la existencia, esa es la presencia de esta entidad prototípica de las sociedades modernas. El “individuo” nace justo tras la demolición de las corporaciones, de la comprensión orgánica de la sociedad como un conjunto de grupos asociados que trabajan para el funcionamiento del todo. El “individuo” es por un lado un desheredado y desprotegido ser, y por otro lado es una entidad que se sabe portadora de una serie de características únicas e importantes en sí mismas, que nada ni nadie puede transgredir, y si alguien lo hace, se convierte, dirá la teoría liberal de John Locke, en un enemigo pleno de toda la humanidad.

El individuo tiene, ante todo, la suprema facultad de elegir sobre sí mismo sin una estructura superior a él que lo defina. Immanuel Kant tanto en La Fundamentación de la Metafíscia de las Costumbres como en la Metafísica de las Costumbres (donde trata respectivamente sus nociones éticas y jurídicas) la denominará “voluntad”. La voluntad es el supremo tribunal de la racionalidad, en ella se realizan las operaciones que influirán en la determinación de la acción (o escojo una cosa, u escojo otra cosa), con la posibilidad de someterse a una legalidad universal a la que todas las criaturas racionales pueden obedecer. A la posibilidad de determinar sus reglas, compatibles con todas las razones posibles, Kant la llamará “libertad”. Ser libre implica la voluntad de determinarse a sí mismo, presuponiendo la idea de individuo en sus nociones antropológicas, mismas que posibilitan la existencia de una metafísica de las costumbres, es decir,  el estudio de las posibilidades de la libertad gracias a la posesión de la voluntad.

¿Qué hace incompatible la existencia de una legalidad encaminada hacia la felicidad de sus habitantes?: el individuo, pues al ser libre de determinar las condiciones de su existencia, la felicidad, forma parte de ese inmenso acervo que no está dispuesto a sacrificarse en nombre de la comunidad política, como el pensamiento aristotélico hubiera deseado. La felicidad es una condición que subyace en la intimidad de cada sujeto, cosa que la hace completamente subjetiva. Lo que a una persona hace feliz, no necesariamente pasa con otra, y mientras no transgreda la legalidad vigente (cosificar al “otro” para garantizar mi propia felicidad), no existe ningún impedimento para la realización en el mundo, de una voluntad determinada por sí misma. Es así que el individuo está plenamente legitimado para optar por forma de vida aquella que considere adecuada a sus intereses: credo, profesión, identidad sexual, ideología política, nacionalidad, residencia, y lo mismo da si le gusta un helado de fresa o de chocolate, ninguna otra voluntad se le puede anteponer negando una condición que en ningún otro momento ha atentado contra la suya.

En un mundo de individuos, nada más peligroso que instaurar una legalidad que aspire a la felicidad de cada ciudadano, que es al mismo tiempo un individuo con todos los atributos mencionados, le guste o no a quien (es) quiera (n), mismos que se arriesgan a la propia negación, si es que osan negar a los otros en nombre de sus propios valores sean del carácter que sean. Si en una campaña política, la promesa del postulante es una legislación que ofrezca felicidad, cabría preguntarle al sujeto: ¿a qué te refieres con felicidad? Y como seguramente será su muy particular noción de felicidad, pone en riesgo la diversidad de nociones que se tienen sobre las mismas, a la manera que ha hecho el candidato Andrés Manuel López Obrador refiriéndose a las respectivas nociones de “felicidad”, o de “amor” (¿qué demonios es la “república amorosa”? ¿Qué demonios es una legalidad que tienda a la “felicidad” de los ciudadanos?)

En nombre la “felicidad del pueblo” (o del “amor”), grandes genocidios se han construido, desde las purgas bolcheviques aludiendo a que la felicidad del pueblo es la “igualdad económica”, se dedicaron a exterminar a todos los que no creyeran en dicho principio; como en nombre de la “igualdad” la revolución francesa descabezó a miles de seres humanos, y en otras tantas campañas de exterminio el tipo a cargo del gobierno, con su gente, se consagra en sumo sacerdote de la felicidad (o del “amor”), o de cualquier otro principio no evidente u obvio, para los que tenemos que apelar, en el mejor de los casos a múltiples teorías filosóficas, o en la peor situación, a los prejuicios de cada quién, que son referentes de la noción de mundo que se tiene. El discurso de la felicidad inmerso en la legalidad, es una promesa de intolerancia perfectamente definida y documentada, y quienes se atrevan a proclamarla son, y serán, enemigos del propio pueblo a cuyo nombre se expresan para empoderarse, con un oportunismo ilimitado.