La “moral” y la “ética” tienen un significado etimológico semejante: refieren, literalmente, “costumbres”, sólo que su origen lingüístico difiere: “moral” proviene del latín “mores”, y “ética”, del griego “éthos”. La cultura de los helenos (los “griegos”) cautivó a la cultura latina. Todo romano culto, una vez avanzado el proceso de contacto con Grecia (que se convertiría en provincia de Roma) y con las tierras helenizadas durante la expansión macedonia por el Mediterráneo Oriental, bajo la égida de Alexandro Magno, por Roma, esta se empapó de la esencia de lo griego: filosofía; política; ciencia; arte; religión, etc., “Roma conquistó Grecia, pero al mismo tiempo Grecia conquistó Roma”, un viejo dicho atribuido a Diógenes Laercio (Historia de Filósofos Ilustres), y parte esencial de tal “conquista” sería el pensamiento “estoico”.
El “estoicismo”, nacido en el oriente helenizado –actual Siria-, se convirtió en una de las más importantes filosofías helenísticas arraigadas en la élite del Latio, su valor pedagógico de talante universalista, propio de la integración de un mundo subyugado por el poder de la potencia itálica, apelaba por la incorporación de todas personas bajo una concepción de lo humano, portadores todos de razón, a un trato igualitario. Si bien la esclavista Roma parece contradecirse con uno de sus presupuestos ius naturalistas más importante: la “igualdad” (todos somos iguales, en tanto portadores de “razón”), no quiere decir que la idea de semejante principio, no se encontrara en las cabezas de su clase patricia, dentro de la que podemos encontrar eminentes pensadores como Cicerón o Séneca, y en los emperadores filósofos Adriano y Marco Aurelio.
Las costumbres o “mores”, son cambiantes, dependen de las condiciones políticas, históricas, geográficas, sociales, religiosas, etc., la propia Roma adquirió “mores” de los helenos, y conformó un entramado cultural que durará hasta nuestros días a partir de muchas de nuestras costumbres occidentales, quizá el proyecto universalista estoico de aspirar a una gran comunidad en el mundo hasta entonces conocido, no dejó de nutrir el ecumenismo cristiano –también de talante universalizador-, y el arraigo filosófico occidental durante el Renacimiento, el Racionalismo y la Ilustración.
Será la ilustración la etapa donde la significación de los términos “moral” y “ética”, obtendrá la connotación que ha arribado hasta nuestros días. Immanuel Kant, culminación del proyecto iluminista, en su afán por definir con corrección las nociones que nos permiten conocer, considera en su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres –donde trata sus nociones “éticas”- que la ética es una disciplina propia de la filosofía, erigida sobre principios de carácter universal y necesario (juicios “analíticos”) que no requieran de manifestación en el mundo, para tener validez en el plano exclusivo de la razón (a priori). Dicho de otra manera, la ética es la disciplina filosófica que estudia las operaciones a nivel de razón, en donde cada entidad pensante puede elegir entre una cosa u otra (optar por el “bien”, u optar por el “mal”), fundando su decisión en principios que no requieran de la imposición de otros (“libertad”), sino en el solo valor racional de los principios que rigen la voluntad. “Otro”, quién sea, no tiene por qué interferir en un acto de la racionalidad que permite que cada quien obedezca lo que el principio mismo establezca, asumiendo que todos pueden ser afectados por el mismo (“imperativo categórico”). La ética estudiará exclusivamente esas nociones coincidentes con la razón, en donde el sometimiento a la ley, sin más coacción que la establecida por el fuero interno de la “voluntad”, intervenga.
La “moral” tendrá otro camino, separado de la pureza racional coincidente con la autonomía de la “ética”, a esta se le atribuirán una serie de nociones generadas por un agente externo: educación, religión, sector social, nación, etc., mientras la ética encarna los valores universalistas de la ilustración, y los sueños cósmicos que nos pueden remontar hasta Grecia y Roma, la “moral” regirá por sobre nociones accidentales, no necesariamente justificadas por la razón, y que incluso pueden responder a intereses mezquinos, como el ejercicio de la dominación a través de la imposición de nociones de mundo que justifiquen el imperio de unos sobre otros. Nietzsche, por ejemplo, en su Genealogía de la Moral, ausculta en la heredad de Occidente el sentido de las nociones de “bien” o de “mal”, remontándose a la génesis de los conceptos, comprendiendo sus accidentes a los largo del tiempo, a esto denominará “método genealógico” pues estudia la “genealogía” de los conceptos y sus significados, por ejemplo, asumirá que la idea de “bien” moderna, es producto de un ejercicio de dominación judeo-cristiana para legitimar el gobierno de los “débiles”, frente al otrora dominio heroico del mundo grecolatino. Los sacerdotes, a decir de Nietzsche, violentaron el significado, y crearon un amasijo de anatemas hacia el comportamiento que los antiguos gentiles y lo que consideraban como “bueno”: el poder, el orgullo, la vanagloria, la guerra, etc.
Hoy día “ética” y “moral”, no sólo no son equivalentes, siendo herederos de discusiones que incluso en nuestros días ya son algo añejas, las hemos asimilado y no caben confusiones (o no “deben”, y si las hay, es pertinente aclarar). Hacer un uso irresponsable de la palabra, tiene el problema que todos las estudiosos del lenguaje han abordado: la “ambigüedad”, esto es, que una noción posea más de un significado, impidiendo la operación intelectual que permite la comprensión de algo. Ser ambiguo en el discurso trae el riesgo de generar confusión y parapetarse, irresponsablemente, en un discurso con varios significados que, además, requieren una explicación donde los intérpretes (cualesquiera sean estos, ya sean entidades serias, ya sean charlatanes, defensores del demagogo) pueden generar más confusión, e incluso legitimar tonterías o, lo que es peor, conceder al discurso de un tirano, una objetividad de la que realmente carece y que pervierte el lenguaje para no mostrar sus auténticas maquinaciones. No en balde el gran Thomas Hobbes asume en su Leviatán, que una de la causa de las guerras se debe, en buena medida, a la irresponsabilidad en el manejo del discurso, en donde las palabras se pervierten para conferir credibilidad a un bastardo. Es por esto que hay que hacer de la política una ciencia, cuyo objeto de estudio sea precisamente la corrección de las palabras manifiestas en el espacio público. Decir idioteces en el espacio público siempre trae consecuencias públicas.
La noción de “constitución” tiene la misma suerte (que es en sí, la de cualquier concepto con un nivel de complejidad mayor, debido a los referentes que le dan sentido. No es lo mismo un concepto cuyo referente es material –p.e. “mesa”, cuyo referente es el objeto físico al que se le puede señalar para entenderlo, que un concepto como “libertad”, que amerita apelar a una serie de teorías, y a su vez explicarlas para lograr la comprensión de ella, con todo lo que eso implica-. La “constitución”, del latín “constitutio”, más que definir un concepto, refiere un procedimiento, un conjunto de reglas que ofrecen a un sistema político un ordenamiento no surgido de la voluntad particular de una entidad, sino de todo un conjunto de representantes de la sociedad, electos democráticamente para legislar, en donde la formalidad de las proposiciones se encuentra permanentemente bajo el escrutinio del propio sistema, o de una opinión pública que debe alzar la voz cuando alguna contradicción se le aparezca, y la amenaza de la corruptela violente la sanidad del sistema constitucional mismo.
El sistema constitucional de las democracias de Occidente, debe ser orgullo común de todos los ciudadanos, quienes son también sus mayores defensores, lo mismo que la idea de una serie de principios normativos que no dependen de la voluntad de una persona, de un grupo, de una religión, etc., como es la muy libertaria y filosófica ética, la misma que nos da para someter a juicio los abusos a cualquier pensamiento que no se identifique con posiciones mayoritarias, e incluso, los defienda y bajo sus auspicios se acceda a una sociedad más justa y tolerante.
Es así que podemos decir que hablar de una “constitución moral”, como el señor Andrés Manuel López Obrador, o es un sinsentido, que procede de una ambigüedad malintencionada –pues la ambigüedad oculta la auténtica intención de “algo”-, o bien, es un manifiesto claramente dirigido a un sector de la sociedad identificado con una serie de principios morales, que pueden entrar en contradicción muy seria con nociones estrictamente éticas. Apelar a términos morales de grupo, es un recurso demagógico bastante común que busca agradar a la congregación de comulgantes moralistas, pero lo que resulta extraño (exótico, y sucio a la vez) es comprometer la lucha legítima de la izquierda política, que objetivamente retoma varios de los principios ilustrados en su causa, y que históricamente ha luchado en contra de anteposiciones económicas, religiosas y sociales, para que violenten un entorno de justicia en donde la diversidad de la sociedad encuentre cabida, y la lucha por el reconocimiento de las causas –como aquellas de las llamadas “minorías”- quede establecido en el sistema legal, por encima de intereses grupales.
Violentar el discurso, tiene consecuencias que trascienden a un escrito, que no tiene que ver con consideraciones filológicas o exámenes lógicos y de lenguaje, es el gobierno de un país arrojado a las manos de un grupo de fariseos, que falsifican las palabras y en un mismo saco violentan derechos, o aspiran a “limpiezas” morales, solamente para satisfacer a un electorado de tendencias ideológicas (y quizás, en sí mismas minoritarias) muy poco relacionadas con la herencia de una izquierda laica, y en términos “mexicanos”: “juarista”, a la que se supone adicto el señor López Obrador, pero cuyo discurso ambiguo (o “hipócrita”) no rinde ninguna gracia, tanto como su alianza con criminales y gentes que no entran ni en los terrenos ni de lo “moral”, ni muchos menos de lo “ético”. Es una traición a lo que de más caro tiene la lucha de la izquierda: justicia social e igualdad de derechos.