El populismo no es un régimen político ni un eufemismo para decir autoritarismo o totalitarismo. Es, sencillamente, un estilo de gobierno en el que el líder político considera innecesarias las organizaciones e instituciones intermedias entre su voluntad y la voluntad del pueblo, que a su modo de ver son la misma. En concreto, al populista le encantan los ejercicios de democracia directa y se siente cómodo cuando se comunica con las masas, en vivo, espacios donde también suele legitimar muchas de sus decisiones. Le molestan los contrapesos, sobre todo los jueces (a los que tacha de antidemocráticos, puesto que nadie vota por ellos) y las instituciones en general, pues representan lo contrario del poder personalizado, carismático. El populista, en su mente, es siempre un caudillo. Y uno muy democrático. Puede ser de izquierda, de derecha o ambivalente, puesto que cambia su discurso conforme demandan las necesidades políticas del momento; eso sí, cuando cambia de opinión, siempre puede decir que es el pueblo quien le ordenó hacer lo contrario de lo que dijo y, pues, donde manda capitán, no gobierna marinero. Pero cuando se aferra a alguna decisión, por más costosa o dañina que resulte, el argumento es el mismo; es el pueblo quien le ha ordenado mantenerse firme, no ceder ni a la realidad. En eso radica el atractivo y la facilidad del populista para ser necio, voluble, incongruente o autoritario. Nunca es él, es el pueblo que lo usa como brazo ejecutor de la voluntad popular.
De lo anterior se desprende que el populista tiene una relación complicada, de amor y odio, con las leyes y en particular con las cartas constitucionales. Su sumisión a las leyes es total cuando sus operadores jurídicos incondicionales tienen amplio margen para interpretarla y adecuarla a las necesidades del proyecto político. Le son sumamente incómodas cuando es sistema judicial es autónomo y sus decisiones son del dominio público (como le ha sucedido, por ejemplo, a Donald Trump con sus órdenes ejecutivas, vetadas por jueces de condados marginales, sin mayor trascendencia). Con la Constitución Política el asunto es más complicado, puesto que además de ser norma jurídica fundamental, es el texto político programático por excelencia.
Me explico. Nótese que hasta aquí no hemos dicho que el populista sea inherentemente bueno ni malo; de hecho, su estilo de gobierno no prejuzga, en principio, sobre el contenido de sus decisiones ni sobre la nobleza de sus intenciones. Puede ser, como seguro lo han sido muchos, muy bien intencionado. Lo que caracteriza a un gobernante de este tipo es su visión. No su capacidad de ejecución, ni mucho menos sus conocimientos en alguna rama específica de gobierno; puede no tener ninguno. Pero siempre tiene una visión vigorosa, muy ambiciosa, de lo que se puede hacer con el poder, teniendo voluntad política y el respaldo de la gente.
Así, la Constitución es para el populista mucho más que un instrumento legal, pues resalta para él su naturaleza de futuro posible, de declaración de principios nacionales contenidos en ella. Por eso es muy raro que un populista no quiera cambiar la constitución, sobre todo en un país donde las reformas a la carta magna son cosa de todos los días. Pero así como simpatiza con algunas partes de la Constitución (sobre todo con aquellas partes menos técnicas, de epopeya jurídica, idealista y revolucionaria), desprecia la parte estrictamente regulatoria, técnica. Se entiende, pues normalmente la parte programática permite dar vuelo a la imaginación política, mientras que la regulatoria es casi siempre prohibitiva, de límites impuestos al poder público. Y dentro de los límites, nada más molesto que el derecho procesal constitucional. Ese que permite a los jueces hacer una valoración de cualquier acto de autoridad y suspenderlo o invalidarlo si contraviene las normas constitucionales. Esto representa una humillación especialmente amarga para el gobernante, puesto que utilizan el documento que encarna la voluntad colectiva por antonomasia (la Constitución) para impedir que él realice la voluntad general actual, presente. Lo ve como una insolencia de los leguleyos hacia la verdadera soberanía popular.
Por eso, cuando los jueces o los litigantes o los otros poderes comienzan a utilizar recursos legales para impedir que se realice la visión del populista, normalmente este opta por llevar las cosas a un punto crítico, al colapso del gobierno y del Estado y aprovechar esa parálisis para convocar a un nuevo Congreso Constituyente. Para que haya una armonización plena entre la voluntad popular legislativa, y la ejecutiva, osea la de él, osea la del pueblo. ¿Confuso? Un poco, pero no para ese tipo de políticos. Para ellos siempre es muy claro.