El refinamiento de las costumbres no refiere a un conjunto de accesorios vanos, pues son quizás los medios más firmes que ha desarrollado la humanidad para evitar el enfrentamiento abierto y encarnizado que un ente carente de ellas, puede generar a veces por las más estúpidas faltas.
Las costumbres son artificios desarrollados por las sociedades, productos de la experiencia milenaria de cada pueblo, que sabedor de las desgracias que produce el comportamiento violento del ser humano, procura vacunarse. La violencia es un tópico añejo en la historia del pensamiento. Sin hacer una genealogía del concepto, puedo situarlo por fines eminentemente expositivos, en los principios clave de la teoría contractual moderna, que diera origen a los elementos fundamentadores del estado.
Uno de los teóricos contractualistas más importantes, es el eminente pensador británico Thomas Hobbes, que sitúa a la violencia como la cualidad intrínseca a lo que concibe como “naturaleza humana”. La violencia es un estado innato del ser humano, que de carecer de los controles suficientes, de inmediato provocaría un generalizado contexto de desgracia, expandido cual pandemia, entre todo ente que reacciona a la amenaza de sus congéneres protegiéndose a él, a los suyos, a sus propiedades. Hobbes denomina el estado de violencia generalizada por la carencia de controles efectivos “estado de naturaleza”. El control más efectivo para inhibir esta plaga, será el monopolio pleno y legítimo de la violencia en manos de un sublime artificio llamado estado, que a través de la pasión más importante de todas (la pasión se responde con otra pasión más poderosa): el miedo, logra imponerse sobre las voluntades de entes tan agresivos como susceptibles a responder a una elucubración dotada de inauditas posibilidades, como lo es el estado con sus recursos coercitivos. Sin un miedo administrado con prudencia, prontamente las pasiones violentas resurgen y, a decir de Hobbes, nuevamente brota el estado de naturaleza que no permite la edificación y manutención de cualquier civilización.
“Cuando los hombres se cansan al fin de empujarse y de herirse mutuamente, desean de todo corazón convivir ordenadamente acogiéndose a la protección de un edificio firme y duradero. Mas cuando les falta el arte de hacer leyes adecuadas por las que puedan guiarse en sus acciones, y paciencia y humildad para sufrir que se elimine de su grandeza presente los puntos rudos y ásperos, no pueden, sin la ayuda de un arquitecto extremadamente capacitado, construir un edificio que no sea defectuoso y que, aunque consiga mantenerse mientras ellos vivan, se derrumbará inevitablemente sobre las cabezas de quienes los sucedas en la posteridad” (Thomas Hobbes, Leviatán, cap. 29, p. 501 ).
El hartazgo de la violencia hace que los habitantes de ese hipotético estado, acuerden un instrumento lo suficientemente eficaz que evite la destrucción de todo. Ese instrumento será conocido en la historia con el nombre de “contrato social”, que asegura las vidas de los contratantes, pero a cambio de la sesión de su libertad. El “hacer lo que quieras”, se transforma en un “hacer lo que debes”, estipulado en un corpus legal que garantiza un margen de acción que no perjudique a nadie, y si se transgrede, la reacción institucional de inmediato responde con un castigo proporcional a la transgresión cometida.
Si bien es cierto que cada presupuesto obtenido inferencialmente sobre principios axiomáticos, que fortalecen increíblemente la teoría estatista manifiesta en el Leviatán de Thomas Hobbes, considero, sin negar lo desarrollado por el insigne británico, que falta un elemento básico que fortalece su teoría, y es el plano de la génesis de costumbres dentro de los integrantes de esa sociedad nacida del pacto, temerosa de la amenazante violencia y que debe respetar los principios legales estipulados en el orden que el estado debe guarecer.
La generación de costumbres que prevengan a los seres humanos sobre la carencia de consideraciones hacia otros seres humanos, suavizando las formas de expresión sociales, evita el surgimiento del tan temido estado de violencia generalizado, al que tanto teme Hobbes, pues lo cierto es que el poder del estado no puede extenderse a todos los aspectos de la vida cotidiana de los habitantes de una sociedad, se requiere forzosamente de crear medios de comportamiento que si no eliminan la violencia, al menos la canalizan evitando que se salga de los causes de la más respetuosa convivencia, sin que tenga por qué intervenir el estado.
Las costumbres son una serie de comportamientos cotidianos, mismos que pueden tener sus raíces en la historia de las sociedades, pues esos comportamientos responden a contingencias y situaciones por las que las sociedades atraviesan, y alertan a sus miembros, para evitar la repetición del error que puede destapar la violencia; dentro de las costumbres, hay aquellas que además son productos conscientes, sofisticados, que atienden al estudio teórico y que ofrecen una serie de razones para explicar situaciones y atender a posibles soluciones, en este caso, la ética, una disciplina filosófica, que atiende hacia el perfeccionamiento del ser humano sin necesariamente acudir a la coacción externa.
Los seres humanos pueden habituarse a crear formas de comportamiento que garanticen una convivencia excelente, generando entes capaces de ser valiosos en sí y con los otros, cuyo valor nace en que precisamente son capaces de actuar, o de limitarse, por el solo respeto a otro ente al que se le reconoce dotado de un valor en sí mismo, como lo es el aprecio de su dignidad. Por supuesto que la génesis de una serie de hábitos respetuosos, no es tarea fácil, y al igual que el Leviatán hobbesiano, son artificios, son creaciones del ser humano para su servicio y su beneficio, que requieren de largos procesos de interiorización que inician desde la más tierna infancia. La generación de hábitos dignitarios son el gran salto a la civilización, o conjunto de habitantes con el rango civil, reconocidos no sólo por su sujeción a las leyes, sino y ante todo, por su comprensión de seres libres en relación con otros igual que ellos, que no deben ser en lo más mínimo ofendidos.
El proceso civilizatorio quizás requiera de muchos errores en el camino, de grandes tragedias y quizás de la experiencia que vaya arrancando al ser humano de las garras de su original violencia, pero condicionar a los habitantes hacia una situación de reconocimiento y respeto mutuos, no puede ser algo ajeno a la filosofía, que en mucho surgió en Grecia para garantizar un cuerpo de personas conscientes y comprometidas con el bien de la comunidad entera, sin necesariamente vivir bajo un dominio sobre sí, sino más bien de erigirse en dominadores de sus propias y bajas pasiones.