Voltaire escribe a D´Alembert el  26 de diciembre de 1767: “la opinión gobierna al mundo, y a ustedes [los filósofos] les toca gobernar la opinión”. El gran Voltaire unce a su amigo que hacia 1763 acababa de rechazar la oferta suculenta de la Emperatriz Catalina II de Todas las Rusias, para ser preceptor de su hijo, el joven zarévich Pavel. Ese mismo año, igualmente, D´Alembert era recibido en junio, por el Rey Federico II de Prusia, para que presidiera la Real Academia Prusiana vacante desde cuatro años atrás por la muerte del también científico francés Maupertuis. El genio ilustrado, invitado a la corte teutona de Sans Souci, es al momento la figura del pensamiento –junto con Voltaire- más universal de un Occidente en pleno desamodorramiento de las guerras de religión que acosaron Europa desde el siglo XVI, y que nuevamente el fervor por la ciencia y el pensamiento, generaron tal reverencia entre las élites cortesanas de los aún jóvenes estados, que tener entre los miembros de la corte a brillantes pensadores y científicos, constituía un honor inmenso para dar lustre a sus sociedades. Recibir la instrucción de un pensamiento crítico que despojara a los pupilos de la ignominiosa presencia del fanatismo religioso; del extremismo político y  de la más supina ignorancia implicaba acogerse a los brazos de la ciencia encarnada por el poder argumentativo de los filósofos. Es así que en este contexto, Voltaire insta a su amigo, al mismo tiempo que recuerda el deber del filósofo en el mundo: “gobernar la opinión”.  

La “opinión” (del griego Doxa), es la emisión de un punto de vista de cualquier persona a respecto de un tema (cual sea) del que no necesariamente tiene que ser un perito. La opinión es un momento del intercambio de conocimiento efectivamente inferior a lo que hoy llamaríamos un “conocimiento especializado o científico” (del griego epísteme), propio de alguna persona formada en una disciplina de la que ha adquirido rigor en investigación de fuentes serias; capacidad de discriminar datos adecuados para su tema, desechando lo que no le sirva; fortaleza argumentativa que consagre su discurso como una creación dirigida a una comunidad de conocedores ante la que muestra una serie de presupuestos que son planteados en la palestra para una discusión ordenada y respetuosa. Las características de un trabajo portador de rigor analítico, codificado en clave académica para un público especializado, hacen de la epísteme un conocimiento tan superior que resulta casi un sueño pretender que el grueso de la población acceda a él, por la cantidad de procesos por los que el académico transita para hacerse de herramientas de investigación y capacidad crítica para el estudio y obtención de datos, que lo transforman en especialista. El gremio del estudioso es una minoría en una sociedad cada vez más subdividida en áreas de especialidad, o de áreas laborales ajenas al trabajo analítico, claro que no por ello excluidas de su necesidad en sociedad.

Cuando Voltaire hace su llamado, en su contexto iluminista, la opinión ha alcanzado un grado de publicidad sorprendente para la humanidad entera. La era ilustrada es una creyente dogmática de su principio de “progreso”, comprendido como un estadio superior del desarrollo del ser humano y de sus sociedades, en donde el beneficio material, producto de un proceso de mecanización intenso, permite que los recursos obtenidos fortalezcan la economía y, a su vez, los medios dedicados a la educación se incrementen, porque sólo así la ciencia retribuye los bienes que nutren más y mejor a la sociedad, incorporando a nuevos miembros al banquete de frutos exquisitos de la modernidad, concretizados en el tan recurrido, como calumniado principio de “opinión pública”.

Si atendemos a la definición de doxa, u opinión, “cualquiera” puede opinar de algo, pero aún y en el mundo de los filósofos áticos, donde el macedonio Aristóteles reflexionó al respecto, esa doxa se va nutriendo poco a poco, nace con el “natural curioso de ser humano” pero, al igual que la agricultura, implica un proceso de cultivo que va dotando de nociones al ser humano, que son como semillas lanzadas a la tierra y que si son bien regadas y cuidadas, algún día germinarán y generarán conceptos, que son los frutos más deliciosos a los que accede un espíritu humano que de no cultivarse, como la tierra, se hace yermo. El proceso de desertificación genera enormes polvaredas en la humanidad, de allí todo ese torrente de estupidez que corre con la furia de la sal que carcome los campos y oculta a los mejores de sus hijos entre montañas de bajeza. No distinguir que aún y entre opiniones hay categorías, implica considerar de la misma manera una opinión curiosa del debate público –sin ser especialista-, de un manifiesto vulgar de necedad y prejuicio que por más y que lo comparta una amplia mayoría de la población, la inferioridad de su calidad para nada se eleva más allá de lo que las mentes zafias puedan visualizar. La “no distinción” es una característica de la falta de cultivo espiritual que no puede ser simplemente conocida como “inocencia” (un niño es inocente, un adulto, no), porque eso implicaría evadir la responsabilidad que cualquier emisor de una opinión asume desde el momento en que claramente expone su punto de vista y se somete al juicio de un mundo: la “opinión pública”.

La opinión pública es un conjunto de curiosos interesados en cultivar su espíritu, que se inmiscuyen en el debate público y beben de la ciencia como un manantial que poco a poco provoca el arrojo de la estupidez. La opinión pública se expresa en medios de comunicación, culmen de la modernidad que Voltaire y D´Alembert bien conocen: revistas, periódicos, libros, etc., que son los medios que ellos cultivan bajo el auspicio de gobiernos ilustrados que se peleaban entre ellos para aglutinar en las aulas universitarias o en los centros de investigación o academias, a lo mejor del pensamiento en las distintas áreas del saber. El pensamiento expresado implica el sometimiento al juicio público, asumir lo que ello implica: la discusión, la réplica y hasta el enfrentamiento académico, sin quizás no arribar jamás al consenso, pero, finalmente ese filósofo o científico, es señalado como responsable de lo exclamado por él: Opinión pública es responsabilidad.

Los medios de comunicación contemporáneos han generado exactamente lo opuesto a ese círculo virtuoso de la modernidad idealizada en torno a la opinión pública: una turba zafia emitiendo sonidos inconexos, o malescribiendo su “opinión personal”, repleta de lugares comunes, sobre temas por los que no se han preocupado de enterarse, al menos, de lo que transcurre en el debate público, exteriorizando prejuicios, exaltando creencias, calumniando a todo aquel que no nutre su espíritu, sino que como un caudal de aguas negras, contribuye con su personal drenaje a sobajar lo que no concuerda con su “opinión” –ellos dicen que es “respetable”-. Pero lo más inmundo es la falta de respetabilidad de medios que nada tienen que ver con la misión volteriana, sino más bien son responsables de acrecentar la inmundicia intelectual de la horda que reclama con su griterío la satisfacción  de su sed de contaminantes.

Un público envilecido al cual vender sus propios prejuicios, en eso que contemporáneamente se denomina “pos verdad”, que es ese “proceso de consumo” de prejuicios concordantes, de leer notas, libros, artículos, etc., abundantes en contaminantes que han desfigurado el alma humana, como el gran J.J. Rousseau en su crítica a la idea de progreso hace en su Discurso sobre el progreso de las Ciencias y las Artes, develando al mundo un proceso que puede ir exactamente en el sentido contrario que la noción enciclopédica adjudicaba a la modernidad y a su orgullosa construcción de opinión pública. La abundancia de medios y la rapidez del fluir de la información, transmiten las más sorprendentes inverosimilitudes con apariencia de “seriedad”. Nutren a este engendro humado que poco a poco se ha ido deformando, dirá Rousseau, como un monstruo que consume sus propias miserias con un gusto sin control, pues el demonio de la estupidez se ha desarrollado con tal grandeza que contingentes enteros de idiotas ni siquiera comprenden lo descabellado de sus dichos, pues nadie los hace un poco responsables: escriben sus hediondos mensajes con impunidad, bajo el auspicio de las redes sociales, con la bendición de medios de comunicación incapaces de proteger la opinión de sus propios colaboradores,  dejándoselos a la turba enfurecida que se oculta en la red como alacranes que tan pronto encajan su aguijón, huyen hacia las dunas de donde brotaron. No nos engañemos, el griterío de la turba no es opinión pública, es la cloaca de una modernidad fracasada.