En una entrevista publicada hace días en el diario EL PAIS, Jorge Zepeda Patterson, refiriéndose al líder de Morena, tildaba de arrogante su renuncia a pactar con otras fuerzas políticas, expresando a la vez admiración por la tozuda intransigencia con que el viejo guerrero se enfrenta a lo que considera contrario a sus convicciones. No cabe duda de que resistentes y solitarios tienen grandeza trágica, sobre todo cuando sucumben ante el rigor del destino, pero también podría ocurrir que parte de las convicciones de Andrés Manuel estuvieran subordinadas a otra convicción superior, más bien evidencia, de que entre todos quieren cerrarle el paso -a él personalmente-, y que por tanto no le queda más alternativa que lanzar el órdago desafiando en solitario al sistema. Su inconfesa paradoja es que tiene demasiada estatura tanto para ser prescindible como imprescindible, si ello implica la sumisión a su liderazgo. Es por este motivo que las fuerzas políticas que promueven el cambio parecen poco dispuestas a escuchar sus apelaciones a una unidad transversal contra “la mafia del poder”. Y de ahí el matiz plebiscitario en su llamado a los votantes de todos los colores a sumarse a su movimiento. Hasta hace poco las encuestas daban aire a sus aspiraciones. Hoy la imagen se enturbia.
El dilema de la elección entre el todo o la nada está viciado en origen: podrá ser ése el dilema del político, pero no es el de México. Conocemos demasiado bien los problemas del país como para pensar que el cambio pueda depender de una personalidad. Ni siquiera de un programa de gobierno. Pero esto ya se ha debatido hasta la asfixia. Sabemos que solo un delusor puede erigirse en bastión de la virtud política o permitir que otros lo declaren como tal. La realidad no funciona así. La política se desenvuelve en lo impuro porque concita los impulsos más contradictorios de la condición humana. Por eso, cualquier político, como todo individuo sin más, por higiene intelectual, debería aplicar a sus convicciones el principio de la duda y, sobre todo, ponerles la brida a sus instintos. No es fácil deslindar en la propia conducta lo que es la acción razonada de lo que el instinto disfraza de razón. No hacerlo conduce a que la inquebrantable fidelidad a las propias convicciones se torne más bien en inquebrantable fidelidad a los propios errores. Aun con todo, hemos de reconocer que ninguna figura política ha estado tan sometida a la corrosión por campañas de descrédito como Andrés Manuel. A los priístas y panistas que han gobernado dolosamente este país, y a sus voceros en los medios que agitan a la opinión pública con el peregrino argumento de que AMLO representaría el “peligro de convertir México en Venezuela” cabría responderles (con tristeza) que, por motivos evidentes, a ningún país le convendría convertirse en México. Estamos donde estamos, y eso ciertamente no es culpa del líder de Morena.
Todos los indicadores apuntan a que el ganador en 2018, aunque se llame Andrés Manuel, tendrá que pactar. Por eso, quien haya de ganar, debería hacerlo ya, pactando ahora, sin esperar. No es éste momento de debatir cuestiones personales; los temas planteados son de urgencia y alcance tales, que exceden al protagonismo individual. México necesita que las fuerzas políticas que promueven el cambio, partidos y/o plataformas, se sienten a negociar con seriedad para impedir una diversificación del voto que beneficie al status quo. No es lo mismo negociar para ver qué pasa, sin tope ni compromiso, que negociar con la decisión previa de llegar a un imprescindible acuerdo, aunque sea mínimo. Con cargas para todos. Esto implica tomar en consideración al adversario, aceptando su existencia y dejando al margen juicios de valor y cuestiones personales. Hoy por hoy nadie está en condiciones de solucionar los problemas de este país. Ese debería ser el primer artículo de un protocolo de coalición. Lo único a que se puede aspirar ahora es a poner los cimientos de soluciones futuras.
El primer paso en que todos parecen estar de acuerdo implica desalojar al PRI de las instituciones. Razones no faltan. Históricamente, el PRI más que partido, ha demostrado ser un régimen y a la vez una gran empresa de gestión de poder, de corrupción y latrocinio en proporciones impensables en el mundo occidental. El fracaso mexicano lleva su firma. Su deuda histórica con el país es insaldable. Cierto es que, por extraño que parezca, en su filas siempre hubo y sigue habiendo gente competente, honorable y bien intencionada, pero esto se debe al hecho de que el PRI, con su presencia ubicua en la sociedad, siempre ha sido la única institución capaz de ofrecer oportunidades. Un partido de esa naturaleza no tiene razón de ser en nuestro tiempo. Lo ha demostrado una vez más con su actuación en las recientes elecciones en el Edomex y Coahuila, que certifican su carácter incorregible.
Por ese motivo, su desalojo de las instituciones tendría un extraordinario valor simbólico y representaría un momento de catársis. Tiene que venir algo diferente.
La elección en el Edomex se presentaba como momento crucial en la gestación del cambio. El resultado, más allá de las artimañas del PRI, se debe a que primaron los intereses personales y partidistas sobre el objetivo común, por todos reconocido, pero no considerado en su urgencia. Los contendientes no dieron la talla, no merecieron la victoria. Deberían tomar la lección para lo que venga, y si no lo hacen ellos, deberían hacerlo, al menos, los votantes.
México precisa de grandes gestos y de generosidad política. El cambio que la sociedad demanda no es una mera alternancia -los sexenios del PAN no trajeron el cambio-, sino una redefinición de las relaciones de los ciudadanos con las instituciones.
En los últimos días, en este medio (en SDP noticias) se han vertido opiniones diversas sobre la conveniencia o no de coaliciones o segundas vueltas. En toda América Latina unas y otras brillan por su ausencia a causa del subdesarrollo sociopolítico del continente. En Europa, por el contrario, son frecuentes y variadas, no solo ahora, sino a lo largo de su larga historia, tanto a nivel nacional como continental. A nadie le extrañan. Consisten en reunir a rivales naturales en torno a una causa común, que es la gobernanza del país, lo cual implica una evaluación de prioridades y magnitudes. Esa es la forja de la gran política: los grandes hechos de la historia europea se han producido como fruto de coaliciones. La culminación de todo ello es la Unión Europea. En América Latina, la proverbial necedad de la clase política ha sumido al continente en una espiral de violencia, corrupción y subdesarrollo de la que no logra salir. Ni los gobiernos nacionales ni el continente en su conjunto han sido capaces de defender con eficacia sus intereses frente a las grandes potencias.
Las coaliciones de gobierno y alianzas supranacionales tienen la virtud de poner coto a la demagogia. No es lo mismo pactar medidas que una fuerza dominante habrá de ejecutar, que medidas en cuya ejecución estén implicados activamente los miembros coaligados. Ante el imperativo de gobernar, la negociación les obliga a relativizar los propios postulados, a consensuar medidas y asumir la responsabilidad por ellas. Son, por tanto, una invitación al pragmatismo y buenas para la salud democrática. En México llevan algún tiempo funcionando a nivel local. Sería deseable que sucediese otro tanto a nivel nacional, pero no como mero reparto de prebendas, sino como sostén de un proyecto de consenso que redefina la política en este país y el anclaje del individuo en la sociedad. No solo por los grandes retos en materia económica, administrativa, medioambiental y de seguridad que se plantean, sino por la acuciante necesidad de prevenir la exclusión social y reubicar a gran número de conciudadanos que han caído en la delincuencia, o se ven abocados a ella. La creciente degradación del tejido social que nos afecta es insostenible, como insoportable la violencia cotidiana que nos obliga a vivir en un clima de temor e indignación. Hasta la fecha ningún gobierno ha sido capaz de revertir esa tendencia. Lo que conocemos no sirve, tenemos que cambiar.
La elección de 2018 no puede tener otra tarea que instituir una nueva cultura política y poner los fundamentos del edificio que otros habrán de construir poco a poco. Se trata nada menos que de reparar un daño secular y de reconstruir la sociedad desde sus cimientos. Es una cita con la historia, que rebasa el horizonte vital de cualquier persona que los afronte. Quienes reciban el mandato de la ciudadanía deberán asumirlo con humildad y grandeza de miras. No tienen derecho al fracaso.