Donut Robotics, empresa con sede en Japón, ha desarrollado el cubrebocas inteligente. Cuenta con un micrófono interno para amplificar la voz y grabar conversaciones. Además, puede traducir a ocho idiomas diferentes —inglés, chino, español, francés, coreano, tailandés, vietnamita e indonesio. Funciona a través de una aplicación para teléfonos celulares y tabletas. Se conecta a la app a través de bluetooth.
Ese dispositivo de plástico blanco se producirá a partir de septiembre y sus primeras 5 mil unidades tendrán un costo de alrededor de 830 pesos mexicanos. El servicio de traducción se cobrará por separado mediante una suscripción mensual.
Como todo el mundo sabe, el cubrebocas es fundamental para evitar el coronavirus. Pero utilizarlo puede ser molesto; de hecho lo es, de ahí que mucha gente se lo quite para hablar, lo que desde luego en nada ayuda a combatir la enfermedad Covid-19.
La idea de Donut Robotics consiste en convertir al cubrebocas en un objeto mucho más útil. Sobre todo, parece particularmente conveniente para los viajeros, es decir, para facilitar la comunicación sanitariamente segura entre personas que hablan distintas lenguas.
Una pena que no esté disponible todavía para que logren un mejor entendiendo en su próxima reunión los presidentes Donald Trump, quien no habla español, y Andrés Manuel López Obrador, quien no habla inglés. Dos de los más importantes políticos del mundo están condenados a dialogar apoyados en traductores, traductoras de carne y hueso, quienes por descuido o mala leche, como en el dicho italiano —'traduttore, traditore', traductor, traidor'— podrían no transmitir correctamente las ideas. ¿Son más confiables las máquinas que las personas? En muchos sentidos, sí.
El cubrebocas es el mejor remedio contra el Covid-19. Por esta razón la historia no tratará con amabilidad al hoy popular y prestigiado Hugo López-Gatell, quien durante meses se negó a recomendar su utilización. Terminó por rendirse y aceptó que la mascarilla hace algo mucho mejor que curar la enfermedad más terrible de la historia: la evita. Pero cuando entró en razón el jefe de la estrategia mexicana contra la pandemia, ya era demasiado tarde.
El cubrebocas más inteligente —podrían los tecnólogos japoneses añadirle aire acondicionado, capacidad para resolver problemas matemáticos complejos y un dispositivo para comer y beber buen vino sin que las personas tengan que quitárselo y aun sin engordar— si bien tiene la capacidad para derrotar al Covid-19 nada puede contra la necedad.
Tal vez la primera vez que escuché hablar de los edificios inteligentes fue en 1994, durante la breve y trágica campaña electoral de Luis Donaldo Colosio. El coordinador de aquel equipo político, Ernesto Zedillo, alquiló un inmueble con esas características que el candidato asesinado quizá conoció, pero no tuvo tiempo de ocupar.
Inclusive me parece que a Donaldo no le gustaba mucho la idea de irse a trabajar a un edificio inteligente. Cuando comenté meses después que a Colosio no terminaba de convencerle el proyecto de poner ahí su centro de operaciones, el columnista José Luis Camacho me dijo: “Lógicamente a Donaldo le preocupaba trabajar en un edificio inteligente ocupado por tantos pendejos”.
Me reí de la broma, que no a todos hizo gracia. Un día que la conté a Liébano Sáenz, quien sí trabajó en esas oficinas tan listas, no solo no sonrió, sino hasta se molestó. Seguramente no eran pendejos los inquilinos de ese edificio inteligente, pero les faltaba sentido del humor.
El hecho es que si, por pendejos, no usamos los cubrebocas por inteligente que sean sus nuevas versiones, no vamos a contribuir a solucionar el problema de la pandemia.