Era el tiempo en que miramos a través de la persiana americana, con nuestros rostros ocultos, acompañados de la negra Tomasa, disfrutando la cura que trajo la pecaminosa moda de entonces; los adultos nos tachaban de equis, como una manera de decirnos que éramos una generación intrascendente, perdida. Nada más lejos de la realidad. Pero en fin, eso es una lucha interminable entre dos etapas que no terminan de entenderse hasta que se está en ella y que cuando se está sólo es para rebobinar el conflicto.

A cada paso que se daba un mundo se abría ante nosotros. Descubrimos lo que era mudar de piel a diario dejando a un lado la de príncipe de Gales; dejar el limón por el gel, pasar de lo lamido a lo abultado, cambiar del AM al FM, y lo mejor de todo, vivir la experiencia de tocar con la mirada esas piernas que apenas se disfrazaban con un poco de tela, y por supuesto esos escotes que de tan pronunciados nos dejaban sin pronunciación.

Era la preparatoria.

Por aquellos días recién desempacaban la Película JFK de Oliver Stone, con el plus que significaba la reciente apertura del primer multicinema en la ciudad, la tentación de ir al cine resultaba por demás irresistible, por lo que no demoramos más de tres segundos en ponernos de acuerdo, para que todo el clan dejáramos por un día la biología, la química, las matemáticas, por el séptimo arte. Nuestro primer día de pinta oficial.

El único que tenía carro era el flaco, así que las compañeras se fueron con él y se les pegó Pablo, quien le tiraba el perro a Marisela, una de ellas, los demás, para no perder la costumbre, nos trepamos en el urbano, la película iniciaba a las seis de la tarde, por lo que el tiempo no era problema. Era una emoción extraña, una mezcla entre satisfacción con preocupación. El faltar a la responsabilidad y a las reglas trae esa consecuencia, pero íbamos con el derecho que la edad nos daba.

Ya en el cine pagamos las entradas, nos surtimos de las infaltables palomitas, refrescos y chocolates, baboseamos un rato para hacer tiempo e ingresamos a la sala. Nos sentimos exclusivos, ni un alma en ese cajón de emociones y fantasías, engalanado con faldones rojos. Ocupamos nuestros lugares. A mi lado derecho se sentó Fernanda, a mi izquierdo Marisela y junto a ella pegado al pasillo Pablo, los demás, incluida Sonia, en la fila detrás de nosotros.

Más tardó en oscurecerse la sala cuando la guerra de palomitas iniciaba, el cabrón de Armando fue el encargado de apretar el botón o mejor dicho de lanzar el primer racimo en nuestras nucas, por lo que la respuesta no se hizo esperar, en un santiamén mi bolsa de papel de cera a rayas granas quedó a la mitad. Carcajadas al por mayor; no fue hasta que escuchamos al fiscal de distrito de Nueva Orleáns, Jim Garrison que guardamos compostura.

La más afectada con la batalla fue Fernanda, ya que se quedó sin palomitas, motivo por el cual le invité de las mías. Para devolver la amabilidad me daba de comer con su mano, por supuesto nada negado, me dejé consentir; en unos instantes las palomitas, literalmente, volaron.  Pero no fue lo único que se ausentaba. Pablo, quien hasta hace unos minutos platicaba de manera entusiasta con Marisela salía disparado de su butaca, por ahí alguien le gritó que se trajera un refresco, pero al no molestarse ni en voltear, supusimos que estaba encabronado, miré a Marisela, quien con una sonrisita de niña buena, solo dijo, -quería que lo besara-, pero que como a ella no le gustaba, pues dijo que no lo haría.

-        Tanto problema por un beso, dijo Fernanda.

-        Si verdad, en que le perjudica a ella, no se vaya a quedar pobre, contesté.

-        ¿A ti te daría problema un beso? Me preguntó con su voz de encanto.

-        Pues claro que no.

Y sin decir más tomó mi cabeza, acercándome a sus labios de fruta, ella cerraba sus ojos, sin retirar sus manos de mi mandíbula, en cambio, yo no podía dejar de mirarla, estaba sorprendido, pero no iba a dejar de disfrutar la extraña sensación de su lengua enroscándose como serpiente con la mía, resbalando de adentro hacia afuera, buscando el inicio y el fin del paladar. La excitación hacía que el pulso del corazón se acelerara a frecuencias jamás experimentadas, el palpitar retumbaba en todo mi cuerpo, una como fiebre me recorría y me empujaba al ardiente cuerpo de ella, fue entonces que esos calores invitaron a mis manos a jugar por debajo de su falda, ella al sentir que la inquietud de mis dedos había llegado a lugares prohibidos cruzó sus piernas para impedir que continuaran con su curiosidad, lo cual no sucedió, porque las travesuras se mudaron a sus pequeños senos, mismos a los que llegué desabrochando un par de botones de su blanca camisa y quitando con singular maestría el sostén que los guardaba.

No nos importó más el juicio en contra de David Ferry y Clay Shaw, ni sus sospechosas conexiones con la CIA, la mafia, los exiliados cubanos, ni Lee Harvey Oswald, ni los disparos, ni todos los demás asuntos sucedidos el 22 de noviembre de 1963, es más se nos olvidó que atrás de nosotros estaban nuestros amigos, solo cerré los ojos, para terminar de corroborar que el sentido del gusto funcionaba a la perfección. Nos besamos hasta que la quijada se entumeció, que coincidía con el final de la película. Separados los rostros, nuestros ojos se abrían para encontrar una mirada de apetito, mis dientes rozaban los labios para terminar de disfrutar el sabor que dejaba en mí, que no era a fruta sino a chocolate.

Había sacado la credencial que me acreditaba a jugar en la liga amateur del cachondeo.

Salimos de la sala con las manos entrelazadas, creo que la realidad superó a la ficción. Debo decir que todo el camino fue la misma escena, beso tras beso. La testosterona a su máximo. Lo increíble de todo es que nunca me llamó la atención Fernanda, ni me imaginé que pudiera gustarle, solo éramos integrantes del mismo clan y pasajeros del mismo camión, al menos eso creí, pero como eran muchas preguntas, pero más las ganas de seguirla besando, puse a trabajar los labios en lugar del cerebro.

El tipo tímido se escondió por unos días; me calcé los zapatos de aprendiz de casanova.

Al llegar a su casa una prolongada sesión de besos combinada con abrazos fue el colofón de la velada, llevándome como recuerdo el olor a madera seca de su perfume, además de una tremenda erección que procuré disimular desfajando mi camisa, pero la vertical no se perdió hasta que llegué a casa donde puse a ejercitar el brazo derecho y la naturaleza hizo lo demás.