Hace tiempo leí un libro cuyo título es: Salvaje de Sheryl Strayed. La autora decide realizar una caminata, sin tener experiencia alguna, por el Sendero Macizo del Pacífico, que va desde la frontera con México, hasta la frontera de Canadá, pasando por todo el territorio estadounidense. La autora realiza buena parte del Sendero -unos mil kilómetros si mal no recuerdo- viajando sola y con una mochila pesadísima cargada a su espalda.
Es una historia extraordinaria y verdadera. La mujer está desconcertada e indignada, pues su madre recién había fallecido y ella se da cuenta del enorme vacío que deja y el gran apego que le tenía. La madre de la protagonista, muere sin llegar a cumplir los 50 años.
En una escena, sola, en la montaña, Sheryl empieza a despotricar y se enreda en una discusión imaginaria con su madre, exigiéndole que cumpla los putos 50 años. Así, en esos términos, grita y vuelve a gritar: "cumple los putos 50 años". Su dolor es enorme, su pesar absoluto y tiene una gran necesidad de reencontrarse a sí misma, por eso decide recorrer ese camino, como ya dije, con nula experiencia y sin haber nunca siquiera acampado una noche al aire libre. Pasa meses recorriendo el Sendero del Macizo del Pacífico.
Me acordé del libro hoy, 22 de marzo, en que mi hermanita María Fernanda Campa Uranga cumpliría 79 años. Igual que la autora de Salvaje, me dan ganas de gritar "cumple los putos 80 años". Me dan ganas de discutir con fiereza con mi hermanita, el por qué cabrones se fue antes de cumplir siquiera los 80 años, cuando yo esperaba que por lo menos llegara a la provecta edad cercana al centenario.
No era una expectativa irreal. Su padre, Valentín Campa Salazar, vivió hasta los 96 años. Fernanda, como yo le decía, a diferencia de la inmensa mayoría de sus cercanos que le decían Chata,
Chatita o comandante, gozaba de extraordinaria salud. Era una mujer activa, comprometida, luchadora y tenaz. Hacia todos los días yoga o Taichi. Se mantenía en un estado físico mucho mejor que el que yo tengo a mis 59 años, lo digo sin idealizar y sin exagerar.
Comí con ella a principios de diciembre y nos regalamos con una espléndida comida y como siempre, con una intensa charla política.
Después, metido en el trajín de la Cámara, no la vi el resto del mes, ni siquiera a finales de año. Me encontraba en Nueva York, los primeros días de enero, cuando me enteré que estaba hospitalizada en un nosocomio de Pemex en Atzcapotzalco.
De Nueva York tuve que viajar a Caracas, a la toma de protesta del presidente venezolano Nicolás Maduro.
Regresé de Caracas el viernes 11 de enero a la medianoche, del aeropuerto me trasladé al citado hospital y ahí se me cayó el corazón. La vi en tal estado que supe que su muerte era inminente. No dije nada a sus hijos, Santiago y Manuela, a pesar de mi convencimiento de que debía morir en su hogar. Afortunadamente, así fue. Poco antes de morir, la llevaron a su casa en Echegaray, donde murió la mañana del 16 de enero.
Hoy como a las seis de la tarde, en la ex iglesia de Corpus Cristi, frente a la Alameda, su hijo Santiago Álvarez Campa, dará un concierto de clavecín en su honor. Ahí estaré y no diré nada, aunque le grito y le vuelvo a gritar mentalmente: cumple los putos 80 años y por qué no cien o más, mientras lloro con desconsuelo. Me lo crean o no, estaba seguro que yo moriría primero, lo digo sin fatalismo. Ella se había expuesto mucho durante toda su vida y había burlado a la muerte una y otra vez.
Yo, quería morir primero, para no sentir el peso de su ausencia.
"El pueblo tiene derecho a vivir y a ser feliz".
Gerardo Fernández Noroña.