El PRI fue creado desde el poder y para el poder. No sabe y no puede estar fuera del poder presidencial, del poder nacional. Por primera vez, luego de los resultados electorales de 2018, el PRI está fuera del poder, por lo tanto, la pregunta es: ¿se extinguirá rápido, sobrevivirá algún tiempo como membrete o, casi imposible, revivirá de sus cenizas?
El otrora Partido de Estado, nació para ordenar el acceso y la repartición del poder entre las élites revolucionarias triunfantes, por lo tanto, su seña de identidad siempre ha sido el autoritarismo, basado primero en los intereses de la cúpula revolucionaria y, después, en un Estado corporativo antidemocrático.
Pero el PRI fue un formidable animal político, gran ejemplo del “Príncipe moderno”, como calificaba Gramsci a los partidos políticos. Su naturaleza cupular de nacimiento, una vez sometidos los caudillos revolucionarios, se transformó en un partido de masas con un verdadero compromiso con las causas populares, campesinas y obreras, bajo el gobierno del General Lázaro Cárdenas.
Desde luego, la masificación de la militancia no implicó la democratización del partido, mucho menos del régimen posrevolucionario, pero sí impulsó una serie de políticas de reivindicación de las masas obreras, campesinas y populares, en un diseño político que asombró a los estudiosos internacionales por la eficacia para sostener la estabilidad, la gobernabilidad y el desarrollo económico en el marco de un Estado autoritario, centralizado, patrimonialista y discrecional.
El PRI fue el instrumento de la unidad y la paz social entre 1929 y 1982. A partir del gobierno de Miguel de la Madrid y a consecuencia de la quiebra del modelo del Desarrollo Estabilizador, el Partido perdió su capacidad de legitimación del régimen. Ante el acelerado empobrecimiento de las clases populares y las clases medias, así como los brutales recortes al gasto social impuestos por el dogma neoliberal, al régimen ya no le bastó con las canonjías otorgadas a líderes obreros, campesinos, indígenas, estudiantiles o populares, para reproducir el respaldo político y electoral de las grandes masas precarizadas.
El primer gran trauma del PRI, que pudo derivar en su extinción, fue la fractura de 1988 impulsada por líderes como Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, quienes encabezaron a la corriente nacionalista, popular y democratizadora del priismo. De haber existido las leyes y las instituciones electorales que hoy tenemos, el Ingeniero Cárdenas habría ganado la Presidencia de la República sobre Carlos Salinas de Gortari, el candidato de la continuidad del modelo neoliberal.
Esta alerta roja, no generó la autocrítica ni la revisión de errores estratégicos en el PRI, mucho menos el cambio que requería para adaptarse a los nuevos tiempos de pluralidad y reclamo democrático. La segunda gran sacudida fue el asesinato de Luis Donaldo Colosio en 1994, porque significaba, entre muchas otras cosas, el retorno al momento fundacional del Partido en 1929 motivado por el asesinato de Álvaro Obregón.
En 1994, el PRI ya no podía garantizar la legitimación del régimen, ya no era capaz de ordenar la transmisión pacífica del poder y, para redondear el escenario catastrófico, el levantamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en Chiapas, destruyó el mito de que el PRI y el régimen priista eran los garantes de la paz social. En la siguiente elección presidencial, perdería, por primera vez en 70 años, la Presidencia de la República.
El PRI, a pesar de haber articulado una poderosa ideología que se conoció como el “nacionalismo revolucionario”, nunca fue un partido dogmático ni excluyente en función de la ideología. Al contrario, fue uno de los partidos más pragmáticos del mundo, porque a partir de 1988 no tuvo problema ni pudor alguno en respaldar y tratar de justificar a un régimen neoliberal, cuyos postulados económicos, políticos, sociales y culturales estaban en el polo opuesto de los ideales de la Revolución Mexicana. Como dijo en su momento Octavio Paz, tal vez este pragmatismo evitó que, en la época dorada del autoritarismo, cuando el régimen gozaba de estabilidad, respaldo y desarrollo económico, es decir entre 1946 y 1970, llegara a la Presidencia de la República un Nerón o un Calígula.
El propio Octavio Paz, siempre luminoso, caracterizó al régimen priista como el “Ogro Filantrópico”, una especie de patriarca que amaba y consentía a las masas, pero a costa de restringir casi absolutamente las libertades, la crítica, la disidencia y la participación. En este contexto, creció sin freno alguno el cáncer de la corrupción, la impunidad, la inseguridad derivada de la ausencia de un Estado de Derecho, el crimen y la simulación de los actores del sistema político y económico.
Con estos precedentes, finalmente el PRI perdió la Presidencia de la República en el año 2000. Pero no perdió el poder, porque Vicente Fox y el PAN fueron incapaces de cambiar las estructuras políticas, económicas y corporativistas que sostenían al régimen priista. Fox necesitaba al PRI para mantener la estabilidad política y económica, necesitaba a sus gobernadores, a sus legisladores, a sus corporaciones, a sus operadores en los ámbitos económico, financiero, internacional, criminal.
Muchos pensaron que el año 2000 significaría la muerte del PRI, porque, como dijimos al principio, sus genes están vinculados indisolublemente al poder presidencial, no sabe, ni puede, ni quiere ser oposición. Con Fox el PRI conservó franjas de poder determinantes y aprovechó la coyuntura para desarrollar una gran capacidad de reconstrucción en los estados, se volvió imbatible en más de la mitad de las gubernaturas cuando se pensaba que éstas las perdería como fichas de dominó.
En 2006, el PRI volvió a perder la Presidencia, pero además recibió un golpe brutal al caer al tercer lugar en la votación y en la representación en el Congreso. Pero, paradójicamente, en el sexenio de Felipe Calderón tuvo más poder que en el de Fox, porque Calderón necesitaba las estructuras priistas para mantenerse a flote debido a la profunda crisis de legitimidad con la que llegó a Los Pinos. Esa circunstancia, además de la solidez del dominio priista en los estados de la República, le permitió al PRI reconstruir sus capacidades de competir por el poder nacional.
Para 2012, el PRI se recuperó, pero no cambió ni un ápice su concepción autoritaria, centralista y patrimonialista del poder. El sexenio de Enrique Peña Nieto mató la última reserva de “prestigio” que le quedaba al PRI, que era la idea de que, si bien eran corruptos, sabían gobernar y poner orden. Pero el gobierno de Peña Nieto ni puso orden, ni gobernó con eficacia y sí puso en marcha la más despiadada política de corrupción, saqueo e impunidad que se recuerde en México.
El desfondamiento del PRI en el sexenio de Peña Nieto, se expresó en el hecho de que, para definir a su candidato presidencial en 2018, tuvieron que aceptar que la marca PRI, el nombre PRI, era ya impresentable, intolerable para la sociedad. Debieron recurrir a un verdadero acto de autoinmolación al designar como candidato presidencial a un no-priista. El epitafio del PRI fue ese: la mayor virtud de su abanderado presidencial en 2018 consistía en no ser priista.
¿Ya murió el PRI? Todo indica que sí, la próxima elección de su líder nacional no interesa a nadie, ni a los pocos priistas que públicamente aceptan su militancia. Es verdad que el PRI aún gobierna en 12 estados de la República, pero el movimiento general de la política apunta a la formación de una hegemonía política en torno a MORENA y Andrés Manuel López Obrador, que hoy detentan el poder nacional de forma abrumadora. Por ello, los priistas de arriba y de abajo, fieles a sus genes de apego absoluto al poder, están migrando a pasos agigantados al nuevo partido dominante.
Buena parte de la militancia y los cuadros de MORENA son priistas de cepa. Ahora, hasta los priistas de hueso tricolor se están subiendo al barco de la aplanadora morenista. Aquí, por cierto, cabe preguntarse si, en lo que sería un fenómeno realmente alucinante, los priistas seguirán pegados al poder a través de MORENA. La idea viene de un hecho alarmante, entre muchísimos más: Amador Rodríguez Lozano, priista que condensa los peores vicios del PRI, como el mapachismo, el patrimonialismo, el autoritarismo y el desprecio por la Ley, es ahora colaborador clave del gobernador electo de Baja California, Jaime Bonilla; y Amador se estrena precisamente con el deleznable golpe antidemocrático de ampliar el mandato de Bonilla.
Es decir: ¿muere el PRI, pero los priistas se van a MORENA? Otra pregunta es válida: ¿veremos el triunfo cultural de lo peor del PRI enquistado en MORENA o el nuevo partidazo, bajo el liderazgo de AMLO, rescatará de los tránsfugas tricolores lo mejor del priismo histórico?
Finalmente, en política nunca hay que dar totalmente por muerto a nadie. El PRI parece muerto, pero no lo han enterrado aún. La historia, a veces es muy caprichosa y mientras tenga un hilito de vida, el tricolor, los que se queden en el Partido, buscarán regresar, saben mejor que nadie el camino. Está por verse.