Es razonable que se hable de que el neoliberalismo ha sido exhibido en todas sus falencias. Esto es así porque lo que caracteriza a ese programa político y económico es una deformación en la vocación del Estado. Se quiere un gobierno sólido financieramente, pero cuyo mantenimiento sea precario, y con atribuciones soberanas, esperando que nunca las use, salvo en un supuesto; esto es, cuando haya que rescatar a las empresas y capitales privados de cualquier naturaleza y por cualquier razón, incluso (o especialmente) cuando la quiebra o el colapso financiero ocurre por conductas negligentes o malas prácticas. Podemos decir, en resumen, que el neoliberalismo anhela un poder público financieramente sólido para que pueda ser, por un lado, un protector de las reglas de libre tránsito de capitales y protección de la propiedad intelectual (lo que no está mal, al contrario), pero lo quieren débil y sumiso para ejercer cualquiera de sus facultades regulatorias o para instrumentar cualquier política social que tenga visos de igualitarismo; “intervencionismo”, le llaman ellos a cualquier acción pública que toca intereses privados.
Pero algunos académicos y periodistas han traído de vuelta la jerga marxista, en razón de la pandemia y de la crisis multidimensional que a partir de ella se ha desdoblado en todos los frentes. Y ya hablan, de forma más estentórea, del “fin del capitalismo”, de una reinvención de la lucha de clases, de que la estructura de la plusvalía quedó desnuda ante la tragedia y cosas así. Anticipan un “nuevo contrato social” que les haga justicia a los “países de la periferia”. Todos los términos que anteceden los pueden encontrar en periódicos y artículos académicos de los últimos tres meses, no es una invención. Me parece que incurren en un error, ya sea por la desesperación presente o por una fiebre revolucionaria, muy frecuente en presencia de cualquier río revuelto. Creo que es más realista decir que vivimos uno de los momentos críticos en los que el capitalismo deberá realizar las adecuaciones estructurales necesarias para poder volver a un funcionamiento predecible; un capitalismo pospandemia, como lo ha llamado Joseph Stiglitz en sus últimas intervenciones públicas. Pero no es la primera vez que este modo de producción se ha adaptado a cambios profundos, incluso diríamos que el cambio suele ser un catalizador de sus ciclos económicos.
Es ya un lugar común, pero no puede dejar de señalarse, que algunas industrias golpeadas por la crisis sanitaria y el confinamiento no parecen tener visos de recuperación ni siquiera en el largo plazo. Esto se debe a que desde antes ya se encontraban en una situación de desaparición o sustitución gradual; piensen, por ejemplo, en las tiendas departamentales en Estados Unidos, que libraron la quiebra por poco durante la pasada década, y esta contingencia sólo fue el último clavo al ataúd. En ese país, la venta en línea fue acabando poco a poco con los grandes minoristas, de la misma forma como los servicios de streaming desaparecieron a las cadenas de renta de películas en formato físico. De la misma forma, y con las nuevas reglas de interacción social, muchas personas se vieron forzadas a nuevos hábitos de consumo, que hasta ese momento no se habían atrevido a probar, como las compras en línea, las videoconferencias y muchos otros que con el tiempo nos enteraremos, cuando lleguen los números consolidados de todos los subsectores económicos y todas las empresas, el primer trimestre de 2021. Baste decir, por ahora, que también hubo grandes ganadores y su prominencia también puede ser duradera.
Los sociólogos han externado la preocupación de que la situación presente tenga secuelas en el tejido social y en la confianza hacia los demás. En concreto, hablan de un regreso masivo y peligroso de “el miedo al otro”, al ver a cualquier persona, extraña o conocida, como un riesgo personal. Lo que debemos tener presente quienes nos dedicamos al estudio y la instrumentación de políticas económicas incluyentes, es que el miedo y el odio, en cualquiera de sus manifestaciones, no se conviertan en combustible para mercados inmorales. El mundo, menos que nunca, está para tolerar economía sin ética.