La crisis ambiental de la Ciudad de México volvió a confrontar a los opinócratas: entre los adoradores del auto de combustión interna y quienes lo odian, el único punto de acuerdo es que Papá Gobierno les resuelva el problema, unos quieren mayores vialidades y menores restricciones a la alta velocidad, mientras que los otros quieren que se impida el uso del auto y todos se monten en la bicicleta, camión o metro. O sea, unos quieren obra pública y los otros exigen prohibiciones.

Ambos extremos se equivocan.

A pesar de que se ostenten como «data lovers», sociólogos, libérrimos, defensores del ambiente o la etiqueta de tendencia que más les guste, la realidad es que estos opinadores siguen esperando que la realidad cambie por decreto, en lugar de respetar al mercado.

Sí, al odiado y malvado mercado. Podrán no quererlo, pero la gente se rige por sus preferencias estables y los costos de oportunidad de sus decisiones: si una acción de gobierno no coincide con ese esquema de precios, costos, oferta y demanda, simplemente será ineficaz.

Explicado con ejemplos: si la Ciudad de México tiene 7 vehículos particulares de cada 10, la mejor forma de disminuir la contaminación es que el gobierno no ensucie. ¿Cómo? Cambiando sus vehículos de transporte público (de gasolina o diésel) por eléctricos. Obviamente, la medida sería gradual y requeriría algunos años para sustituir a todos los camiones, taxis y vehículos de transporte público que actualmente trabajan con combustibles fósiles.

Pero quitar 30 por ciento de los vehículos contaminantes sería un gran avance. Y solo requiere la decisión y conducta del gobierno sobre su propio parque vehicular y sobre el que otorga concesiones o libera permisos, no esperar que los demás cambien (mientras el ogro estatal sigue actuando igual).

Noruega es un buen ejemplo de que los incentivos fiscales generan un buen ambiente para que las personas sustituyan un carro contaminante por uno eléctrico (en lugar de buscarse una segunda chatarra para evitar el «hoy no circula»). Una política nacional de recompensas a la fabricación de autos eléctricos y disminuir los impuestos sobre estos, puede traer el efecto de que un auto eléctrico sea más accesible que uno de gasolina o diésel. Recomiendo la nota del periódico El Mundo que explica claramente esa situación que puede leerse al pulsar aquí.

En la misma lógica, un artículo de Hannah Elliott en Forbes delinea claramente que el problema de los carrófobos está en su bolsillo: lo titula «Los hipsters no odian los autos (sólo no pueden pagar los buenos)» y pueden leerlo al pulsar este enlace.

En suma, el problema de contaminación se resuelve cuando el gobierno empieza por poner orden en su casa y luego construye incentivos positivos para que la gente sustituya los autos contaminantes por otros medios limpios de desplazamiento: no solo autos eléctricos asequibles, sino mejor infraestructura, promoción del trabajo en office home, apoyo a las entregas a domicilio y un largo etcétera.

En esa extensa lista de pendientes se encuentra la regulación de marchas y protestas (así como de otras acciones que entorpecen la circulación). Algunos opinadores de piel delicada se indignan y arguyen falazmente que regular las marchas equivale a poner el derecho de contaminar por encima del derecho de protestar. Quizá esos notables de los datos olvidan que el derecho a no ser molestado también es un derecho humano, por lo que la protesta, la circulación y la no molestia requieren soluciones armónicas (no que se tiren a la basura los derechos de los que no protestan y tienen que ir trabajar, educarse o comer).

Quizá la parte más ridícula de ese catálogo de sofismas es que se sostenga que detrás del rechazo al mal transporte público «hay clasismo y racismo» o, peor aún, que «si hay clasismo, hay racismo». La consulta del Diccionario de la Real Academia Española no hace daño: una cosa es la discriminación por clase y otra es la realizada por motivos raciales. Asimismo, una revisión de la Historia de los dos últimos siglos evidencia que hay clasismos sin racismos y viceversa.

Mientras no se eleve el nivel de debate y decisión de los asuntos públicos, la Ciudad de México (y otras grandes urbes mexicanas) continuarán el modelo de contaminación creciente. Miguel Ángel Mancera debería recordar que hacer lo mismo una vez tras otra y esperar resultados diferentes es una forma de locura (para decirlo suavemente): regresar al hoy no circula es hacer lo mismo de otras veces y esperar que, ahora sí, la contaminación disminuya de forma definitiva.

En estos casos, es mejor optar por la solución de Alejandro Magno y cortar el nudo gordiano: si el problema son los vehículos de combustión interna, que el gobierno los retire del transporte y servicio público, sustituyéndolos por eléctricos. ¿Sale muy caro? ¿En serio? ¿Será más costoso que el precio subsidiado del metro capitalino? Ya es hora de que las autoridades no ofendan la inteligencia de los ciudadanos (no solo de la capital del país, sino de todo México, que con nuestros impuestos pagamos las malas decisiones de los gobiernos metropolitanos).