Las sociedades se enfrentan constantemente a un devenir sinuoso. La historia de los pueblos pasa por momentos de conflictividad perenne, pues la propia condición humana es problemática. Cada ser humano es un ente con una personalidad particular que se agudiza si atendemos a los rasgos que conformaron su identidad: experiencia vital, es decir, educación, clase social, entorno familiar, “dones personales”, etc. El ser humano posee tal nivel de complejidad que la posibilidad de lograr acuerdos comunes es igual de complicado, a veces resultan, otras no. La disponibilidad para acordar suma otro tanto de circunstancias que al intentar analizar las mismas, nuevamente se nos erige un nuevo pasillo de este laberinto que constituye el humano ser. Sin embargo, cuando puede caber la prudencia –o la coyuntura-, y resulta un acuerdo común (que jamás será absoluto del todo, pues cada quién quisiera ver representada su exigencia o pensamiento en él), intervienen circunstancias contextuales que no puede pasar desapercibidas y reducen el marco de la gigantesca distinción. Cuando el Imperio Nipón, por citar un ejemplo, decide acordar una rendición con las potencias aliadas, sabe muy bien que no tiene alternativas, es la rendición o la aniquilación nuclear, y por más militaristas ganas que varios personajes tuvieran para mantener al Imperio en el conflicto, la realidad se impuso con una crueldad impensable. Actuó el contexto, posibilitó el acuerdo, y se asumió la paz con todas las consecuencias que generarían.

El fin de la guerra también abrió otra noción que definiría el ser de un gran pueblo que se enfrentaba a su propio destino, el discurso pacifista que concedería al pueblo del Sol Naciente, un desprecio generalizado por el enfrentamiento armado y mantener una carrera respetuosa con el resto del mundo –incluyendo la conflictiva relación con sus no menos conflictivos vecinos-. Sería difícil observar en nuestros días una manifestación popular a favor de la dotación de armas nucleares, por más dificultades con Corea del Norte o China, la solución nuclear es una posibilidad remota para una sociedad que vivió en carne propia las consecuencias de la radioactividad y no lo han olvidado. No olvidar las tragedias nutre la conciencia de los pueblos y los humaniza, siempre y cuando se antecedan los principios siempre edificantes de respeto al prójimo, reconociendo a plenitud su dignidad, es decir, el valor intrínseco que se porta por la sola posesión de humanidad, que no está sujeto a intercambio o negociación, porque si de alguna forma se socaba la dignidad, el fuego horripilante de la deshumanización comienza con las consecuencias normalmente infames que traen consigo.

El joven prodigio del renacimiento italiano, el conde G. Pico della Mirándolla ofrece una de las nociones sobre dignidad más edificantes que florecerían con el andar de los tiempos durante la modernidad: “Estableció por lo tanto el óptimo artífice que aquel a quien no podía dotar de nada propio le fuese común todo cuanto le había sido dado separadamente a los otros. Tomó por consiguiente al hombre así construido, obra de naturaleza indefinida” (http://www.revista.unam.mx/vol.11/num11/art102/index.html). La propia indefinitud de la “naturaleza humana”, implica que el ser humano no goza de una determinación semejante al de cualquier criatura, abriendo la posibilidad de que éste se defina a sí mismo. Ya hemos visto que en este proceso constructivo de la “definición de sí” intervienen innumerables factores, pero el principio de que el ser humano tenga establecida semejante cualidad, le concede la gracia de construir su propio destino, de adecuarlo a sus múltiples realidades con toda la complejidad que trae consigo; además, el conde Pico della Mirándolla ofrece otra noción puramente humanocéntrica propia de la cercana revolución copernicana que hacia su época se gestaba, y es que la humanidad toda posee un bien común a todos, que les permite realizarse como criaturas inteligentes, y que al ser un atributo otorgado por el “óptimo artífice”, es decir, de una entidad trascendente a la voluntad humana, no tiene ninguna posibilidad de rechazar. La dignidad es este sumo bien común que permite la autodefinición del ser humano, es la génesis de su arbitrio,  y la definición propia de su esencia. Cualquier discurso que pretende negar el humano arbitrio, está rechazando un elemento que no está en posibilidad de nada ni nadie para condicionar, todo lo contrario, al ser la entidad humana “indefinida”, reconocer tal circunstancia es no solamente una recomendación, sino un principio básico que dota de sentido la realidad de sus instituciones y su legitimidad. Imponer al ser humano una definición absoluta, viola la realidad múltiple, hoy diríamos, “diversa” de la grey de los mortales inteligentes, a la que sin embargo la amenazan los presupuesto homogeneizadores que la quieren definir bajo un esquema de creencias  particulares. Si bien es cierto que múltiples circunstancias construyen la personalidad, eso no significa que una sola definición permita comprender la totalidad de un mundo diverso. Las leyes, por ende, al ser instituciones humanas, tienen el supremo deber de reconocer esos principios ontológicos que conforman la dignidad humana, con el riesgo de incurrir en su propia ilegitimidad si no lo hicieren.

Cuando Ronald  Dworkin  se pregunta sobre la legitimidad de un estado (es decir, el principio de razón suficiente por el que debemos acatar las decisiones de un ente estatal), establece un binomio formidable entre legitimidad y dignidad. Un estado es legítimo en la medida que reconoce y defiende la dignidad humana, sin estar sometido a principios particulares del grupo que sea: “Los gobiernos no tienen autoridad moral para coaccionar a nadie, ni siquiera para mejorar los beneficios sociales, el bienestar o la bondad de la comunidad en su conjunto, a no ser que respeten esas dos exigencias en cada una de las personas. Los principios de la dignidad enuncian, por lo tanto, derechos políticos muy abstractos: estos triunfan sobre las políticas colectivas gubernamentales. Nos formamos esta hipótesis: todos los derechos políticos son derivados de ese derecho fundamental” (Justicia para erizos, p. 402).

Para Dworkin, muy a la manera de lo que a su manera verá J.J. Rousseau entorno a la legitimidad de un gobierno, asume que ninguno de ellos ostentará semejante reconocimiento si antes no imprime y defiende en toda la institucionalidad que lo comprende, el principio de dignidad, es decir, el reconocimiento a la multiplicidad de la humano y a partir de ello asume principios perfectamente comprensibles por el intelecto, que ganen tanto el respeto como, dirá Rousseau, el amor de sus ciudadanos. Es así cómo esos principios que no son sujetos a negociación, son “cartas de triunfo”, como entenderá Dworkin, y que concretizan el reconocimiento institucional a la dignidad que porta cada ser humano que no puede ser excluido de un gobierno legítimo pleno, por supuesto que lograr tal reconocimiento dignitario es un proceso histórico en el que las sociedades y sus gobiernos poco a poco se van reconociendo, que enmiendan, que definitivamente niegan o recuperan. La historia humana gira en ese proceso perpetuo pues sus componentes son entidades indefinidas, recordando al ilustre conde italiano.

Las cartas de triunfo no son lacayas de la “voluntad de la mayoría”. No son patrimonio del demagogo en turno, que para simpatizar a la muchedumbre, hace de las cartas de triunfo (constructo histórico de las sociedades que van reconociendo poco a poco los elementos claramente representativos de su dignidad) un bien dispuesto al arbitrio de una mayoría aclamatoria, y que según les simpatice o no, esos bienes comunes sean rechazados o aceptados. El despropósito de someter a plebiscito los derechos adquiridos por la sociedad, que está compuesta por mosaicos de minorías relativas que se encuentran en una dinámica permanente de acomodo, es una injusticia. A veces uno se identifica con los derechos al matrimonio igualitario, otras no; unas veces se identifica con grupos en pobreza extrema; en grupos de oposición política; en segmentos de portadores de VIH o de grupos ecologistas que defienden una especie, etc., miles de ejemplos, y cada grupo, no por ser en su reclamo o pensamiento, o preocupación, o manifestación, una parte del todo, dejan de tener cada uno eso que  todos por igual tenemos sin derecho a que se nos niegue: la dignidad. Si surgen líderes que amparados en una coyuntura política pretenden someter esas partes del todo al juicio de una mayoría quizás ignorante, prejuiciada o simplemente antipática con esas partes del todo social (cada uno de ellos cabrá dentro de otras “minorías”), el peligro de la ilegitimidad del gobierno se cierne de manera evidente. Seguramente, si en su contexto, las leyes racistas de Nüremberg hubieran sido puestas a la libre aclamación de la mayoría, el gobierno nazi habría obtenido una rotunda aprobación (como ocurrió durante el advenimiento de Hitler al poder vía plebiscito), y no por ese hecho, esas leyes miserables, el gobierno que las presentaba y el pueblo que las aclamaba, eran ni más legítimos o más justos. ¡Pueblos, aléjense de quiénes llamen a la mayoría para quitarles el reconocimiento permanente de su absoluta dignidad!