Cuando las tiranías desaparecen, son como una supernova que termina por destruir todo, para empezar, lo que de bueno pudo haber tenido un sistema político indispuesto a una transición de poderes pacífica. La peor parte de semejante eclosión, acontece justo en su ocaso, cuando el portento totalitario tiene que tomar fuerzas de donde pueda, pues la inanición, mezclada con la profunda sensación de agonía irremediable, obliga a que el régimen se despliegue hasta donde pueda, en un feroz proceso de superexpansión que normalmente tiene en las fuerzas armadas aún a su mando, el principal medio invasivo que intente controlar lo irremediable. A este proceso de despliegue de la tiranía se le conoce como “terror”.
El terror es un proceso de violencia evidente, no busca ya más el ocultamiento o el juego manipulador de la conciencia, como sí lo es el “miedo” (un mal aún no realizado, que habita en las tierras de la mente, en donde chocan la amenaza real –o ficticia- con el poder de la imaginación) y que se despoja de su toga blanquísima y de su refinado vocabulario negociador. La multiplicidad de acciones inmisericordes; la violencia en su andar más criminal; el galope descarnado del furor patológico hace de la ejemplaridad del castigo, un hecho maldito que subyuga las miradas de las poblaciones, y así, con la suma salvaje de una carnicería, se logre lo que no se ha podido –o se ha querido-, a través del diálogo. El terror impone, paradójicamente, un sentido de seguridad al régimen tambaleante, y para eso, el formidable despliegue debe conseguirse a toda costa.
La violencia, sin embargo, no está inválida por algunas “consideraciones” a cierto tipo de “argumentos” –si así lo podemos calificar-, como es el caso de “elevar el nivel de discurso” hacia la más pedestre deshumanización del “otro”, arrastrarlo con el infundio de la calificación. Al opositor se le sentencia de la manera más infame; se les siembran “pruebas” demagógicas muy al gusto de los imbéciles, para que así la tiranía resulte ser la defensora de valores tan extraordinarios que le permitan enarbolar una execrable cadena de exterminio. Los imbéciles reproducen el mensaje: los “escuálidos defensores del fascismo” (entendiendo por fascista al “opositor”, utilizando falazmente una noción que nos remite a los “totalitarismos”, donde la violación sistemática a la división de poderes, y la perversión de un orden constitucional mañosamente creado al gusto del psicópata al frente, eran la característica); los “privilegiados aristócratas” (haciendo de una élite que no solamente poseía medios económicos –como sí lo tenían ya los burgueses, instigadores de este revolucionario odio de clase-, sino la posesión de un entramado cultural claramente superior al de una turba enardecida que ni tenía educación, ni podía erigirse en el sujeto de la historia que el romanticismo pretendió con ellos.., pues, paradójicamente, lo que se requiere para encabezar el proceso histórico, es el bien preciado del lenguaje, mismo que se adquiere a través de un complejo proceso formativo, es siempre meritorio y producto de mucho trabajo).
Los “repugnantes sionistas” (una loca idea que confunde la raza con un compendio ético –la raza no es merecedora de atributo moral alguno-, y un ridículo gran proyecto de dominación mundial a través del mercado, que diluya las “imperecederas y sempiternas identidades nacionales” –disque “buenas per se”-, a las que el germen extranjero amenaza de manera explotadora); la “mafia en el poder” (una de esta últimas falacias ad hominem lanzada contra todo aquel que ponga en tela de juicio los valores sublimes y primordiales de la supuesta regeneración moral de una sociedad, a través de un gran proyecto que se reconoce no solamente como político, sino como sus hermanos previamente manifestados en este escrito: un proyecto ético. Según esta megalomanía maniquea y mitómana, la aspiración soberbia a la realización de prístinos valores de “bien”, los autoriza a un discurso aniquilador del otro – ¡cómo no, si “ellos” son los “buenos”!-, y como esta familia infernal: los chavistas, bolcheviques, nazis y jacobinos, se creen con la autoridad moral de desaparecer a sus contrapartes sin ningún dejo de misericordia). Son ángeles vengadores, guardianes ardientes de la pureza, cuyas bombas no son sino un amoroso conducto del sumo bien; sus decapitaciones, un acto piadoso de amor al prójimo; sus campos de concentración y exterminio, la antesala beatífica hacia el perdón (pues en sus éxtasis, los tiranos se creen con el atributo divino de redimir a los hombres de sus pecados… mientras su acto de contrición remita una lealtad tan falsa como la de los pobres judíos perseguidos por la inquisición para que a cambio del “perdón”, renunciaran a sus prácticas religiosas. A estos falsos redimidos, presas del miedo y del terror –sí, ambos-, se les conoció con el vil infundio de “marranos”. Los tiranos no son más que fanáticos alimentadores de marranos, regodeados por el excremento de sus chiqueros, que hacen de la política, religión, y de los actos de gobiernos, “autos de fe”).
El infundio es una narrativa fantasiosa mal intencionada. A la manera del multicultural cuento de “el Coco”, se adorna este pastel de lugares comunes que despierten el apetito poco exigente de una masa bruta. No es que la “corrupción”, la “injusticia”, la “criminalidad”, el “abuso”, el “robo”, etc., no existan, claro que existen, y pueden abundar en las sociedades donde estos perversos cuentos abundan, ese no es el problema, el problema es el fin claramente direccionado de estos discursos que buscan culpables a todos sus problemas, claramente dispuestos al servicio de un sistema autoritario al que los bienes de una sempiterna justicia les importan tan poco, en realidad, y que más bien construyen tramas vulgares del gusto de ánimos o poco instruidos, o tan instruidos que pasen sus delicadas almas en la Isla de los Bienaventurados, mientras se regocijan bebiendo de las aguas del Leteo, ya sin posibilidad de distinguir la realidad –o posibilidad- de una idea, y la historia fáctica de las sociedades envueltas en un nivel de complejidad más amplio y contradictorio que lo que una teoría, mezclada con fantasías y personales creencias, puede ofrecer como explicación omniabarcante de las cosas. Y todos ellos, bajo el efecto de la narración de “el Coco”, envueltos en sus nocturnos mamelucos, se lanzan con las dagas a buscar al espectro que violenta sus más pueriles fantasías, y todo se convierte, literalmente en un cuento de terror que quiere cazar sombras.
El cuento de terror desatado se convierte en el medio que desde las mentes desquiciadas de los tiranos, en el bien más eficaz para mantenerse (o llegar a la fuerza) al poder. No importa si su sociedad padece una crónica crisis económica (que en el caso de las tiranías de corte socialista, es su enfermedad congénita, pues el gasto social se dispara sin ser capaces de fortalecer una cadena de producción fuerte, salvo que se la copien al capitalismo, como en China o Vietnam); si sus pueblos no los soportan o de plano sus infundios ya se encuentran suficientemente desgastados y ni sus madres se los creen. La agresividad tiende a incrementarse y los grupos beneficiados con el régimen se reagrupan entorno a una violenta respuesta que imponga por cualquier medio el sistema.
Cuando las tiranías desaparecen es el ocaso de la seguridad, si se quiere “maldita”, que tiende a ofrecer certezas a una criatura que vive en perpetuo miedo hacia lo indefinido, muchos pelearan porque aunque sean esas migajas no se pierdan, por eso que Rousseau nos recuerda en el Contrato Social cuando afirma: “Se dirá que el déspota asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea; pero ¿qué gana con esto, si las guerras a que su ambición les lleva, si su insaciable codicia, si las vejaciones de su ministerio los asuelan más que los asolarían sus propias disensiones? ¿Qué ganan si esa misma tranquilidad es una de sus miserias? También se vive tranquilo en los calabozos, y ¿basta eso para encontrarse bien en ellos? Los griegos encerrados en el antro del Cíclope vivían allí tranquilos mientras les llegaba la vez de ser devorados” (“De la Esclavitud”, IV). Si descaradamente sustentan la lealtad al régimen en las amplias, y cada vez más escasas, posibilidades de hurgar entre la basura para satisfacer el hambre, y anteponen un bombón fantasioso y falso de que “sea eso preferible, antes que caer en las garras del Imperio” (un recurso demagógico que se inventa un sanguinario enemigo para garantizar lealtades populares a través del miedo), habrá muchos que “aprenden a amar sus cadenas”, y hasta dedican coplas amatorias a sus verdugos, en cuyas afiladas hachas escuchan el canto sublime de la victoria siempre.