Según cifras del Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México, al 30 de agosto de 2019, exactamente un mes atrás de la redacción de esta columna, existen registros de 40 mil desaparecidos y 37 mil muertos sin identificar. (“En México hay 40 mil desaparecidos y 37 mil muertos sin identificar: Organizaciones”, Aristegui Noticias, 30 de agosto de 2019 .
Durante los años cercanos a 1968, la persecución política en busca del silencio de las voces que tuvieron algo que protestarle a las estructuras de educación, autoridad o gobierno, en cualquiera de sus niveles, alcanzó cifras históricas en el país. La presidencia de Gustavo Díaz Ordaz anunció una cifra de 26 muertos, 1043 personas detenidas y un ciento más de heridos. Sin embargo, el 6 de octubre de aquel año, el Consejo Nacional de Huelga difundió, a través del diario El Día, que el saldo superaba los 100 muertos. Durante los meses posteriores, el general Alfonso Corona del Rosal, jefe del entonces Departamento del Distrito Federal, y el general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional, intercambiaron escritos que aluden a la matanza, las cuales fueron publicadas por la revista Proceso: “En cuanto el número de muertos, supe que al general le correspondió ordenar y vigilar que se recogieran los restos de las personas desaparecidas en la Plaza de las Tres Culturas… Exactamente hubo treinta y ocho muertos, de ambos sexos, en la explanada de la Plaza y se halló el cadáver de un niño de 12 años en un departamento del segundo piso del edificio Chihuahua. Además perecieron cuatro soldados del 44° Batallón de Infantería”. John Rodda, periodista del The Guardian, quien estuvo en Tlatelolco aquella tarde del 2 de octubre estimó, según un trabajo minucioso realizado en conjunto con otros colegas de profesión que también estuvieron presentes aquel día, estimó 325 muertos. (“Los muertos de Tlatelolco, ¿cuántos fueron?”, Aristegui Noticias, 1 de octubre de 2013.
Tlatelolco fue la punta del iceberg, la balsa ensangrentada que navegó sin rumbo en las memorias de todos bajo el más o menos cálido rayo solar anestésico de la luz pública sin que nadie pudiese salvarla del naufragio; las pesquisas que quisieron que supiéramos, pues. 1968 nos agudizó la memoria y cambió la manera en que percibimos hoy la escena social y política, el campanario de Santiago no ha podido hacer más que reservarse en silencio histórico el estruendo de las más de 15 mil balas disparadas por la Secretaría Defensa Nacional, cortando el espeso aire de la Plaza de Las Tres Culturas. Y aun después de abiertos los expedientes y notificados los testimoniales de las víctimas durante 5 décadas, de presentadas todas las pruebas en posibilidad de presentarse, la fuerza institucional intransigió, a través del desprestigio y la deshonra mediática, los frutos que los movimientos estudiantiles de finales de los sesentas cosecharon para el progreso de la estructura de la educación pública del país. El nacimiento de los 90s, y la política económica que proliferó en América Latina, reservó la habitación oscura de clandestinidad a la protesta social estudiantil; asimismo, la persecución política estatal no cesó, el ojo en la torre alta de una inteligencia ya curtida, teledirigida desde la Secretaría de Gobernación, continuó observando no solo de cerca las banderas rojas agitadas en las calles cada vez con menos fuerza, pues el clamor de los estudiantes nunca pudo sanar la cicatriz del tremendo mazo enérgico de la fuerza pública. Se cobraron también otras vidas dentro de los círculos cercanos a la presidencia, sin que el crimen organizado contara en esos años con el capital político, y el descaro, para ejecutarlo como hoy en día a la luz del día, pero con una forma familiar de mostrar públicamente el morbo que la violencia va dejando sobre el suelo como único testigo solitario que arrebata los últimos alientos de las víctimas. El 23 de marzo de 1994, Lomas Taurinas, Luis Donaldo Colosio, candidato a la presidencia por el PRI. El 28 de septiembre de 1994, Hotel Casa Blanca, José Francisco Ruiz Massieu, secretario general del PRI.
A media década antes del nuevo milenio, el narcotráfico en México proliferó en el Triángulo Dorado, comprendido por la región de las sierras de Sinaloa, Durango y Chihuahua, gracias al tráfico de cocaína colombiana hacia Estados Unidos que desplazó a la marihuana, pues en algunos estados del país vecino su uso con fines lúdicos y medicinales se legalizó; las organizaciones delictivas mexicanas cobraron desde un 35 hasta un 50% por el transporte y venta de droga proveniente principalmente del Cártel de Medellín, fortaleciendo su fideicomiso. La lucha por el establecimiento de rutas de distribución y control de territorios y plazas entre las propias organizaciones mexicanas, y su combate con estrategias fallidas por parte del estado mexicano, principalmente durante los dos sexenios panistas, dejó un saldo hasta 2015 de al menos 250 mil muertos, entre sicarios, militares, policías y civiles.
Cabe mencionar que durante la década de los 90s la lucha contra el narcotráfico sufrió una pausa pública trascendental, luego de la detención de Miguel Ángel Félix Gallardo en 1989, quién dirigía el negocio nacional desde el Cártel de Guadalajara que se desintegró para dar paso a una nueva generación de organizaciones delictivas, y una nueva ola de violencia sin persecución de justicia, donde el naciente Cártel de Sinaloa, junto a los del Golfo, Tijuana y Juárez, se disputaron a placer el territorio y sus rutas de distribución hacia la Unión Americana. En 2012 se estimó que los cárteles emplearon a más de 450 mil personas en forma directa, y que más de 3.2 millones de personas dependían de forma directa del tráfico de drogas en el país.
En 2012 se calculó que los cárteles mexicanos habrían empleado a más de 450.000 personas en forma directa y que más de 3,2 millones de personas dependían de forma indirecta en el tráfico de drogas. En mi columna de 2013, “Pobreza Institucional: Cruzada contra el hambre” (“Pobreza Institucional: Cruzada contra el hambre, Librero, 9 de abril de 2013: http://libreropolitico.blogspot.com/2013/04/pobreza-institucional-cruzada-contra-el.html) documenté que el Censo de Población y Vivienda 2010, realizado por el INEGI, contabilizó para entonces 112 millones 336 mil 538 habitantes en el país. Aproximadamente, el 50% de la población vivía, o vive actualmente, en pobreza patrimonial; es decir, 57 millones de personas en 2010 no obtuvieron recursos suficientes para adquirir servicios básicos y de educación, alimentación y vestido. De esos 57 millones, un tanto menos de la mitad, 21 millones, vivían en pobreza extrema, alimentaria dicen los economistas para maquillarlo, o continúan viviendo, pues no obtuvieron ingresos suficientes para adquirir productos de la canasta básica. Me parafraseo, “La pobreza, sin embargo, es relativa”; pero, “la pobreza, también, es absoluta. Financieramente per cápita”. En otra columna documenté que, para 2013, el 78% de los sectores y actividades económicas, primarias, secundarias y terciarias, estuvieron infiltradas con la industria del narcotráfico, de alguna manera.
De acuerdo al Reporte de Estrategias sobre Control Internacional de Narcóticos, publicado por el Departamento de Estado de EU, las organizaciones ligadas al tráfico de drogas ingresaron al país, desde el vecino del norte, entre 229 mil y 350 mil millones de pesos; esto fue, por ejemplo, unos 100 millones de pesos más que el presupuesto para Defensa, Marina, Seguridad Pública y la Procuraduría General de la República que el peligroso gobierno del peligroso Felipe Calderón aprobó en 2011. Para entonces, los ingresos del narcotráfico, incluidas las actividades de distribución locales, sumaron unos 40 mil millones de dólares, unos 520 mil millones de pesos, en un año. (“La simbiosis del narcotráfico, un negocio de 40 mil millones de dólares, Librero, 11 de junio de 2013.
Y precisamente aquí encontramos la columna medular de la violencia en el país: la pobreza, como mencioné antes. La lucha contra el crimen organizado no solamente significa el blindaje militar de las zonas calientes, que históricamente ha obtenido más muertos que los que pretende operativamente evitar, sino las oportunidades que ofrecen las instituciones de desarrollo social, fomento académico y educativo, cultural, deportivo y otros, que puedan reclutar cada más más jóvenes, con opciones de desarrollo económico y profesional tangibles, que los que se queda el crimen organizado. Los desaparecidos en el país han desaparecido rápidamente también de la memoria colectiva, y es que suman tantos que las notas rojas, los expedientes en las comisiones de derechos y las fotografías de los padres que los buscan se enciman una detrás de otras.
Los crímenes de estado por un lado, el más reciente hecho de 43 estudiantes de la Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, desaparecidos por la fuerza la tarde del 23 de septiembre de 2014, cuando se dirigían a la Ciudad de México para la conmemoración del 2 de octubre en Tlatelolco, ya contaba con algunos antecedentes. Cuando Raúl Caballero Aburto gobernaba en 1960, se cocinó una matanza de 19 estudiantes en la alameda Francisco Granados Maldonado, a manos de militares, cuando el Comité de Huelga de la Federación de Estudiantes del Colegio del Estado exigía derechos, recursos y reformas a la Ley Orgánica de la recién creada Universidad Autónoma de Guerrero. Posteriormente, el 12 diciembre de 2011, elementos de la policía federal asesinaron a dos alumnos de la misma Normal Rural de Ayotzinapa, mientras mantenían un bloqueo en la Autopista México-Acapulco; la cosa se maquilló con la renuncia del procurador de justicia del estado, Alberto López Rosas, “para no obstruir el propósito de la justicia”, y el infortunio de las declaraciones irascibles del entonces gobernador, Angel Aguirre Rivero, destituido del cargo el 23 de octubre de 2014 tras las investigaciones sobre los 43 estudiantes desaparecidos, sin rastros de su localización hasta el día de hoy, y con información fidedigna de que elementos de la policía municipal participaron en el hecho; como también documento en mi columna “Retrospectiva de las movilizaciones estudiantiles, un síntoma de crisis nacional. Tlatelolco-Ayotzinapa-IPN”.
Por otro lado, el crimen organizado. Una encuesta de Parametría publicada el 9 de octubre de 2014 determinó que, en 2012, el 10% de la muestra creía que los cárteles del crimen organizado no podrían ser acusados de desaparición forzada de personas, 82% respondió que sí; el otro tanto no supo o no respondió. Ese mismo año, el 65% respondió que la Marina no podría ser acusada de desaparición de personas, 23% respondió que sí. En 2014, las mismas preguntas fueron realizadas en una muestra similar de personas. 3% respondió que el crimen no podría ser acusado, 93% pensó que sí. Asimismo, 53% pensó que la Marina no podía ser acusada, el 37% pensó que sí.
La definición proporcionada por Amnistía Internacional y otros organismos expertos en el tema, indican que la desaparición forzada refiere cuando un individuo es detenido o secuestrado por el estado o por alguno de los cuerpos que actúan en su nombre, para posteriormente negar su detención. Dicho estudio reveló que, de acuerdo a los ciudadanos encuestados sobre quién podía ser acusado de la desaparición forzada de personas, más del 90 % señaló a los cárteles del narcotráfico y a la delincuencia organizada. Ocho de cada diez mencionó que cualquier persona que actúe fuera de la ley o la delincuencia común. Más del 50 % señaló que la policía (66 %), cualquier grupo de personas que actúen con la autorización, el apoyo o la aprobación del estado (65 %), el estado (61 %), los grupos paramilitares (58 %), el ejército (50 %) y la marina (37%), podrían ser acusados de este delito. Al momento del análisis de Parametría, la investigadora Ximena Antillón, del Centro de Análisis Fundar, informó el 30 de agosto de 2014 que existían 22 mil casos documentados de desapariciones en el país; 12 mil, la mitad de ellos, ocurridos en el sexenio de Calderón y 9 mil, para mitad de sexenio, durante el gobierno de Peña Nieto. Un dato importante es que nueve de cada diez mexicanos dijo que en el país hay desapariciones forzadas de personas. Únicamente 3 % consideró que estas prácticas no se realizan y otro 10 % no supo o no contestó al cuestionamiento. Comparando estos resultados con los obtenidos en la encuesta realizada en abril de 2012, en 2014 se observó un incremento de cinco puntos en las personas que señalan que en México hay desapariciones forzadas, o al menos reconocen el hecho. Por otro lado, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas de Naciones Unidas ha remitido un total de 56 mil 363 casos a 112 naciones, y México se ubica tristemente entre los 10 países con más casos remitidos a nivel internacional; “si bien las estimaciones numéricas de la crisis son claramente menores a las cifras reales, existe un importante subregistro. De acuerdo con el registro nacional de personas extraviadas y desaparecidas, al mes de abril de 2018 se contabilizaban 37 mil 435 personas desaparecidas en México”, señaló Antonio de Leo, director en México de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, el pasado 24 de agosto del presente.
Tras 5 años del caso de Ayotzinapa, en el marco de la conmemoración a 51 años del 2 de octubre, y los albas ensangrentados día a día con ejecuciones, narcomantas, levantones, secuestros, etc., ¿cómo la administración actual, que heredó una crisis socio-política, económica y una catástrofe de derechos humanos que nació con la violencia producida por el crimen organizado décadas atrás, a todos los niveles, en todos las entidades, sumado a los abusos y ejecuciones extrajudiciales de poder por parte de la fuerza pública, y todas las instituciones, de todos los niveles también, de procuración de justicia coludidos en muchos casos con los cárteles, detendrá el cauce de las desapariciones forzadas y los homicidios en el país? ¿Cuáles son las estrategias? Además, en el cuarto país más peligroso para ejercer la profesión del periodismo, el primero en América Latina, y con una problemática migratoria donde otros miles de mexicanos desaparecen en el desierto en el intento de cruzar ilegalmente la frontera norte al año, los expedientes se van acumulando rápidamente.
Los rostros en papel, los que la memoria gastada y el sol han palidecido dolorosamente en un obituario, reclaman justicia; 40 mil no tienen tumba ni paradero, pues siguen desaparecidos, cerca 250 mil sí, desde el inicio de la guerra contra el crimen, más los crímenes de estado. A todos ellos, el país les está en deuda pública, una que no podrá solventarse ni repararse jamás; que no desaparezcan, al menos de la memoria.