Es  el octagésimo octavo aniversario del PRI. Lo celebran con fanfarrias a poco más de un año de la próxima elección presidencial. No es que sea muy amigo de las encuestas porque muchas de las veces, más que encuestas, son declaraciones de intenciones, no de los votantes, sino de los paganos de estas mismas.

Hay una temprana cargada hacia el candidato de la izquierda, que dicho sea de paso, fue robado en la elección del 2006. Carlos Fazio lo explica con pelos y señales en su libro Terrorismo mediático. Pero, más allá de todo esto, persiste un mito que ha permeado la psique mexicana. Este mito que dice que el PRI no puede desaparecer.

Anclados en el pesimismo hemos visto a este partido renacer de sus cenizas después de la derrota del 2000 y 2006. No sé si renacer de sus cenizas sea el término adecuado. A pesar de las derrotas a nivel federal, conservaron gran número de diputados y senadores así como la mayoría de las gubernaturas. Pudieron seguir operando con recursos del erario gracias al vacío de poder generado por don Vicente lengua larga Fox.

Lo he escrito en otras ocasiones, Fox tuvo la posibilidad de desmantelar el sistema priísta y darle un nuevo amanecer a la política mexicana. Pero como se ha comprobado hasta la saciedad, el tipo no supo leer los tiempos y el PRI como lo diría Marx volvió como farsa.

También me gustaría referirme a otro supuesto que puede ser falso. Este supuesto habla de la absoluta corrupción del PRI. El poder piramidal que este partido ha detentado hace que en cuanto se empiece a escalar posiciones la posibilidad de sustraerse de la corrupción se haga absolutamente imposible.  Hay una base llena de gente honesta que piensa que su partido es la solución al problema, y esto representa uno de los grandes retos, más allá de las redes clientelares.

Pero el partido vive de votos. Más allá de toda la gran estructura diseñada para mantener su status quo, su gran fragilidad viene de una sociedad cambiante y más informada. Al igual que la televisión abierta, el PRI se encuentra ante un reto mayúsculo, su falta de autocrítica.

Y los escándalos de corrupción de su élite, cada día mejor documentados, documentan el pesimismo con el que ya una gran parte de la población ve a ese partido y sus extensiones.

El PRI puede desaparecer por dos vías, la primera y más difícil sea que merced de la poca votación, pierda su registro. La otra, más plausible y que puede ser más rápida, sería la llegada de un gobierno de verdadera oposición, que designara jueces imparciales y documentara los delitos electorales en los que ha incurrido, y que se pueden contar por miles.

Eso lo haría perder su registro y desaparecer en la ignominia, permitiendo la reconfiguración de las fuerzas políticas. También sería menester la introducción de legislación que impida que alguien ligado o participante en actos de corrupción pueda de nuevo acceder a un cargo público.

Por supuesto que es wishful thinking. Pero pensar que al PRI solo se le puede derrotar en las urnas no deja de ser una ingenuidad. Llegará el tiempo en que otras generaciones se pregunten por este periodo donde un partido representó una verdadera anomalía histórica. Aún y con su camaleonismo político, el PRI nunca fue tan fuerte como el partido comunista soviético, ¿Y dónde está éste ahora?

La encomienda para la transformación de nuestra sociedad pasa por la imaginación también, imaginemos un país sin el PRI. Es posible.