“Mito” es un concepto de origen griego (mythos) cuyo significado literal es “historia”. Todas las civilizaciones han creado las narraciones que perpetúan los grandes hechos que las edificaron, con los recursos lingüísticos a su alcance (téngase el uso del lenguaje poético de la epopeya, como un medio propio de las culturas antiguas, a decir de Giambaptista Vico). El mito ostenta el poder de generar una serie de referentes culturales bajo los cuales se constituye la apelación nacional de toda una sociedad, una civilización o del patrimonio universal sin necesariamente pertenecer a tal o cual cultura. El poder del mito, radicado en la magnificencia de la epopeya, es precisamente su natural poético, la fuerza suprahumana de lo heroico que hace más imponentes a las potencias que actúan bajo diversas formas, y en un lenguaje tan artificioso que delata los ecos de “otras” entidades actuando detrás de lo humano, confiriendo a las personas la oportunidad de ser testigos de un portento metafísico al que la racionalidad simplemente no alcanza a comprender, de allí su atractivo y su peligro. Portentosos entes se levantan ante pueblos enteros y los envuelven en sus garras de metáfora e hipérbole.

El mito fácilmente goza de un atractivo que la filosofía política ha analizado desde múltiples perspectivas, una de ellas es la que asume que la garantía primigenia de la legitimidad del poder, tiene en el mito una fuerza insuperable que las grandes explicaciones racionales no sólo no pueden entender en su absoluto, sino que también pueden observarlo con recelo y con mucho de menosprecio, por salirse el mito de su análisis conceptual hasta rebajarlo al nivel de una superchería, o de un mero objeto literario.  El poder del mito es mucho mayor que lo que el examen racional puede imponer como prueba de validez, pues logra la cohesión de un grueso de la población incrédula del poder analítico, proclive al sustento existencial que ofrece la sobrenaturalidad del mito, y que tal parece no ha encontrado sustituto eficiente en el rigor del análisis, pues la fuerza discursiva de la argumentación, fácilmente desintegra ilusiones, incluso podemos afirmar que como en una cruzada, el proyecto de la modernidad ha sido una gran batalla destructora de las más caras narraciones mitológicas de las sociedades, encerrándolas como exquisitas reliquias estéticas, tras las fuertes vitrinas de los museos.

Carl Schmitt detectó, siguiendo a autores decimonónicos como Sorel, que la importancia del mito no se encuentra tan limitada a las paredes museísticas, ni que las grandes teorías analíticas modernas son ajenas al poder del mito. Una de las grandes “utilidades” del mito, se puede observar en la percepción que tiene un pueblo de sí mismo, y la voluntad y la fuerza con que enfrentan los inevitables problemas que la historia impone: “La fuerza para actuar y para el gran heroísmo, es más, toda actividad histórica trascendente, radica en la disposición para el mito. Algunos ejemplos de tales mitos son, según Sorel: la idea griega de la “fama” y del “renombre” o la expectativa del “juicio final” en la antigua cristiandad; la fe en la “vertu” y la “libertad” revolucionaria durante la revolución francesa; la exaltación patriótica de la guerra de independencia alemana de 1813” (C. Schmitt, “La Teoría Política del Mito”, en Héctor Orestes Aguilar, Carl Schmitt, Teólogo de la Política, FCE, México, p. 67). Si un pueblo no se comprende a sí mismo como portador de ciertas facultades, como en el ejemplo griego que refiere Schmitt a propósito de la “fama”, quizás el pueblo de los helenos jamás hubiera enfatizado tanto su importancia de permanencia en el mundo, pues no siendo una civilización, a diferencia de la cristiana, que creara un discurso sobre la trascendencia (el mito de la “vida eterna”, por ejemplo), la preocupación por crear obras que permanecieran en la memoria universal, sin duda jamás hubiera otorgado ese imponente componente heleno que tanta fama le ha concedido por sus creaciones trascendentes que nutrirían a Roma y fundarían a Occidente.

Es el poder de creer en una “misión”, en el pensamiento de llegar un día a un estado idealizado que actúa de guía moralizadora de las acciones de los individuos (la “misión” dota de significado al “bien” o al “mal”), en su dinámica con el absoluto de la cultura: “La fuerza para crear un mito constituye el criterio que permite discernir si un pueblo u otro tipo de grupo social posee una misión histórica y si ha llegado su momento histórico. El gran entusiasmo, la gran decisión moral y el gran mito brotan de la profundidad de los auténticos instintos vitales, no de un razonamiento ni de una evaluación de utilidad. A partir de la intuición directa, la masa exaltada produce la imagen mítica que impulsa su energía y le confiere fuerza para el martirio, al igual que valor para la violencia” (Ibídem). Si la creencia en la misión no se encuentra instalada en las almas populares, la fuerza impulsora de la civilización subyace anquilosada en la mediocridad de una autoconciencia chatarra, que no da más que para ensayos miserables que o condena al olvido a esa cultura, o la hace presa fácil de otras potencias que le imponen lo que a sí misma no se pudo dar: “Sólo de esta manera un pueblo o una clase social se convierte en motor de la historia mundial. Ningún poder político y social puede sostenerse si eso le falta, y ningún aparato mecánico puede construir un dique capaz de resistir un nuevo torrente de vida histórica. Por consiguiente, todo depende del lugar en el que realmente radique, en la actualidad, esta capacidad para crear el mito y esta fuerza vital” (Ibídem).

Una sociedad que se percibe a sí misma como miserable, posee una crónica anémica de su propio imaginario, si está acostumbrada a caminar agachada, cuando algún irredento eleva la cabeza, lo juzgará como un hecho imperdonable de transgresión a su raquítica fortaleza servil; una autocomplacencia en el lodo del fracaso que morbosamente mira con placer, celebrando con glorias las tragedias, y encerrando en las mazmorras los triunfos. En un contexto así, sólo el abominable ente aplastado por la historia se celebra, haciendo del victimismo una narrativa que construye la identidad de todo un pueblo; un pueblo de “víctimas”, un pueblo de desencantados desalmados predispuestos en cuerpo y alma hacia la más bananera mediocridad. ¡Infelices!

El pueblo mexicano sufre de esa anemia espiritual que no le permite comprenderse a sí como un pueblo dotado de fortalezas importantes, se conforma con enaltecer el discurso victimista, y hacer de su recurso favorito: la burla, el eje de sus diatribas incrédulas y provincianas contra todo lo que los enaltezca, como en una especie de juego masoquista que simplemente no se autocomprende  como portador de fuerzas importantes que contribuyen al enriquecimiento de la historia de las culturas, y cuando alguien o algo transgrede ese mediocre principio, la ola justiciera del populacho se alza con un pútrido sentido de “realismo” que es alérgico a la idealización mitológica, a sus encantos, a sus delicias… que quizás fácilmente les haría saber que no necesitan teñir el cabello de rubio para ser mejores, y que la fastuosidad de su milenaria historia no es inferior a la de ninguna otra, valorando, quizás, aún más la importancia de la pulcritud del alma, y que siempre será más importante dignificar el espíritu a partir de la educación, que encaminarse al bien inmediato y siempre limitado de la “sobrevivencia”. Creerse portador de la grandeza histórica encarnada, es uno de los principios legitimadores claves que la sociedad burguesa actualmente consolidada en oligarquía demagógica, no ha podido brindar al espíritu de su sociedad. Pazguata, ignorante y rapaz, la élite nacional no ha sabido legitimar su estancia al frente de la sociedad, ennobleciendo más su propia alma, edificando un arquetipo de sí capaz de inspirar a su fastidiada sociedad, a elevar la cara y recuperar la dignidad derrochada entre tanta vulgaridad.  Sin fuerzas para trascender, el espíritu derrotista flota como la nata de contaminantes que asfixian a su imperial capital, con ese ambiente de cripta que tanto satisface a la conciencia victimista.

Sólo una nueva narrativa mítica, una novedosa y joven fuerza creadora, podrá reencontrar a una sociedad lastimada, con el camino de una historia espléndida, multicultural, multirracial, cosmopolita y generosa que no puede conformarse con ser la burla de sí, y el desprecio (menosprecio) de los otros.