La llamada “clase política” de México, ese grupo de políticos profesionales que va de cargo en cargo y de elección en elección, me recuerda a mis compañeras de la preparatoria.
Tiempos difíciles aquellos de la prepa, en los que además de estudiar, había que empezar a vivir. Años en los que pese a las descarnadas rivalidades propias de la edad, teníamos una especie de código de honor que sintetizábamos en una frase de alguna obra de teatro que alguien nos contó: “Entre nosotras podemos despedazarnos, pero jamás nos haremos daño”.
Y así íbamos entonces por la vida, peleando un día por la atención y las calificaciones del jovencísimo maestro de Introducción al Estudio del derecho, y al otro por lograr para nuestro grupo más selecto de amigas, la nominación al concurso de “Señorita Prepa”, que logramos cuando la más fuerte aspirante del grupo contrario enfermó súbitamente, justo el día en que el salón iba a realizar las votaciones.
Y es que ¿a quién se le ocurre, mujer, que el termo con agua de tamarindo que dejaste abandonado durante horas y horas en el salón de clases, mientras ibas a sonreírle a medio mundo para ganar su voto, iba a contener sólo el tamarindo que originalmente tenía, estando el baño de la escuela tan pero tan cerca…?
Sí. Ya dije que como los políticos, nos despedazábamos, pero que no nos hacíamos daño. Por eso, para aquellos que puedan preocuparse demás, tengo que decir que el asunto que ahora hago público, no pasó de una gastroenteritis. Algo así como frente al cáncer de la corrupción, meter a la cárcel al ex gobernador de Tabasco, Andrés Granier, o “perseguir” al ex gobernador de mi querido Veracruz, Javier Duarte. Nada que vaya a destruir a un partido, o que lo inhabilite a seguir participando en las elecciones, porque no hay motivos para ser tan radicales y no se trata de eso.
Al finalizar el tercer año, todas nos abrazamos y lloramos y nos perdonamos, y nos prometimos que en el futuro, estaríamos juntas por siempre. Lo recuerdo muy bien; atrás quedaron los odios y el sentimiento de frustración que nos hicimos sentir mutuamente, muchas veces. Fue como si firmáramos nuestro propio Pacto por México.
Cuando entré a la Universidad, una de mis más acérrimas detractoras de la prepa, la que hizo que todo mundo supiera lo del agua de tamarindo, pasó de ser mi más odiada enemiga a mi hermana entrañable. Algo así como la alianza PAN-PRD. Aunque años después, sí, tengo que aceptarlo, nos separó de nuevo la aparición de alguien al que las dos quisimos postular como novio.
Entonces recordamos las viejas afrentas y no nos hablamos, sobre todo mientras el susodicho se decidía por una de las dos. Los ataques se incrementaron, como en precampaña presidencial. Pero cuando el fulano optó por la morena chiapaneca que usaba lentes de fondo de botella, casi morimos del coraje y entonces, nos volvimos a hacer las mejores amigas y prometimos, otra vez, estar juntas y hacerle la vida difícil a aquella que hizo imposible las nuestras.
Si pudiéramos, creo que mis amigas de la prepa y yo haríamos lo que sea para mantener el status quo de nuestras vidas para siempre; una lucha con reglas pactadas para que nada pase más allá del equivalente en nuestra vida adulta, a rellenar con agua de inodoro el termo de la guapa que quería quitarnos lo que creíamos merecer. Creo que los partidos le llamarían “fraude patriótico” o algo así. Propondríamos cosas como lo que ahora plantean los políticos: cenas cada mes, con nuestros maridos, segunda vuelta electoral y gobierno de coalición. Lo que sea para hacer como que el tiempo no pasa en nosotras, ni con los partidos; que mujeres y partidos somos como los buenos vinos.
¿Hacernos daño? Nunca. Podemos odiarnos de vez en vez, ahora por nuevos motivos, como lo hacen los partidos cada tres y cada seis años. Creo que no dejaremos de odiarnos el resto de nuestras vidas. Reconstruir de fondo el sistema político…mmm creo que eso tampoco va a suceder.