La política tiene mala fama en nuestra época porque la diplomacia ha perdido primacía en favor del conflicto abierto, la propaganda y la disolución de lo público en lo financiero. En su sustrato más elemental, la dimensión política se trata, sobre todo, de construir mejores realidades para las personas que habitan una comunidad. Cuando se asume que los medios y los fines colectivos admiten múltiples interpretaciones, y distintos lugares en las prioridades de un grupo, la solución política es la mejor herramienta con la que puede evitarse la guerra y la arbitrariedad. Esta perspectiva se sostiene siempre y cuando se acepten dos condiciones: que los conflictos tienen solución (cosa que no acepta, por ejemplo, el marxismo ortodoxo) y que el instrumento natural para lograr la avenencia es la comunicación entre iguales (supuesto que solo comparten los regímenes democráticos).

Las experiencias históricas arrojan un resultado mixto, tanto en las distintas épocas como en los distintos países. Es indudable que algunos han crecido más que otros, repartido mejor que otros, y creado instituciones y leyes dignas de emulación o de oprobio. De lo que no cabe ninguna duda, es que los periodos donde más equilibrio existe en la permanencia del Estado y el reconocimiento de los derechos humanos, es en aquellos donde la diplomacia y el consenso han prevalecido sobre la guerra y el voluntarismo político.

Lo que vimos en la visita oficial del presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, a Estados Unidos, fue a un político con mucha experiencia, unas tablas enormes para adecuar sus formas a su escenario y a su audiencia, y un discurso institucional elaborado minuciosamente por un equipo que sabe de relaciones exteriores, pero también de cultura política mexicana y estadounidense. No por nada, incluso quienes siempre habían sido críticos del presidente, reconocieron el profesionalismo del mensaje y del protocolo. De la misma manera que sucedió con el asunto de los recortes de petróleo en la OPEP, la actuación del presidente en materia de política exterior debe estar exenta de criterios y críticas partidizadas, porque ahí no actúa como jefe de gobierno, sino como jefe de Estado. Es complejo asumir que en un Estado federal, como el nuestro, existen diversas esferas jurídicas y gubernativas, que no se agotan en lo federal, sino que tienen su última representación en lo nacional, por el doble carácter que la Constitución otorga al primer mandatario. Creer, además, que la acción será positiva o negativa dependiendo de quién gane las elecciones generales de noviembre en Estados Unidos, es desconocer el pragmatismo que caracteriza a ese país desde su fundación en el siglo XVIII. El único mensaje que no debe mandarse es, precisamente, que se tratan asuntos comerciales como apuestas electorales. Por eso la visita tenía razón y sentido.

El hecho de que dos jefes de Estado se reúnan en un momento álgido en la política y economía global, cuando la economía de la región ha sufrido la primer gran recesión económica del siglo, que además es la primera en la historia que se instrumentó por diseño y no por desviaciones del mercado, es un mensaje de certidumbre en tiempos grises. Y si bien ambos presidentes son figuras controvertidas, enormemente atípicas para el establishment político tradicional, es una agradable sorpresa que cuando se reúnen por primera vez, lo hagan para festejar la entrada de un tratado trilateral en tiempos de aislacionismo, con discursos respetuosos en tiempos de polarización, y demostrando que en temas nacionales son perfectamente capaces de poner en primer lugar la tan empolvada y tan necesaria diplomacia, por encima de todos los demás. Es de celebrarse.