El intenso aroma de su perfume era el presagio de que el doctor Acuña había llegado a la Facultad de Derecho a impartir su cátedra de Medicina Legal. A principios de los años noventa, cuando cursaba el sexto semestre de mi carrera universitaria tuve el gusto de tomar su clase, la última de la jornada académica, iniciaba a las nueve treinta y concluía a las 11 de la noche. Esa hora y media se iba volando, nos embelesaba al escuchar un sinfín de experiencias y su vasto conocimiento forense.
Nunca supe por qué usaba tanto perfume, si era para no percibir el olor de los cadáveres con los cuales trabajó día a día por gran parte de su vida profesional o, simplemente porque le gustaba. Su perfume era su sello, al igual que su gran profesionalismo, el ser un maestro respetuoso, bromista cuando se ameritaba y verdaderamente muy serio al compartir sus conocimientos con un montón de jóvenes estudiantes de derecho que rondábamos apenas los veintes.
Su clase por sí sola era interesante, pero lo hacía mucho más su peculiar forma de impartirla. Nos manteníamos al filo del asiento, deseosos de escuchar todas las formas de muerte, la forma en la que identifica las causas que debían incluirse en los dictámenes y más interés aun cuando había algún caso mediáticamente relevante ya que con mero afán académico nos compartiría la experiencia de su intervención como médico legista.
El éxtasis de su clase era sin duda cuando nos citaba en el Servicio Médico Forense para presenciar la práctica de una autopsia. Se llegó el día y a mi grupo nos tocó a la misma hora de nuestra clase pasando las nueve de la noche, situación que hacía más fúnebre la cita para la práctica. Al llegar, fuimos pasando uno a uno al lugar donde se practicaría la autopsia, nos explicaba detalle a detalle algunos aspectos de los hábitos que en vida llevó la persona que yacía muerto. Era un hombre medianamente joven, que había muerto por una sobredosis de heroína. Sin embargo lo más interesante era la narración y explicación que nos compartía mientras practicaba la autopsia, de todos los efectos que se iban causando en el organismo desde la dictaminación de ausencia de signos vitales, al pasar momento a momento por toda la serie de procesos relacionados con la descomposición del cuerpo.
Algunos compañeros presenciaron la práctica desde el segundo piso, fue elección individual, otros decidimos quedarnos en el mismo piso casi frente al maestro que la practicaba. Fue algo sumamente impresionante para unos jóvenes estudiantes de derecho. Para él era su trabajo diario, el cual realizaba con gran respeto a la dignidad del cadáver y con gran expertis científica para compartir su cátedra.
Antes de iniciar un periodo vacacional como el de Semana Santa, navidad o en el verano, al encontrarnos por los pasillos de la escuela invariablemente nos decía: “Cuídense muchachos, no los quiero ver en la plancha”, al escucharlo por lo general reíamos, sin embargo en varias ocasiones la combinación de alcohol y volante hizo realidad los presagios de nuestro maestro y regresábamos a clase con la noticia de algún compañero que había muerto.
En definitiva, uno de los mejores maestros que tuve en la Facultad de Derecho. Siempre fino, educado y respetuoso, además de un gran conocedor de su trabajo y cátedra universitaria. En el ámbito profesional trate con él en varias ocasiones, ratificando en su trato y labor la idea de profesionalismo que siempre tuve de él.
No sólo muere el doctor Francisco Acuña Campa, con el muere un acervo científico increíble, tal vez uno de los más valiosos del país. No sé si escribió algún libro, si lo hizo qué bueno, porque varias generaciones conocerán de su gran legado a la ciencia forense, si no lo hizo es una lástima, ya que su muerte también se lleva una experiencia inigualable e insustituible, al menos en el presente y futuro inmediato.
Que en paz descanse el doctor Acuña. En memoria de nuestro apreciado maestro de Medicina Legal y del gran profesionista médico, por supuesto del ser humano. Y mientras esperamos para encontrarnos en la lectura de la semana entrante, les invito a la reflexión con la frase del libro “Eva Luna” de la escritora chilena Isabel Allende: “La muerte no existe, la gente sólo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo”.
Twitter: @mujeporlapaz