Ahora, que está de moda el desgarre de vestiduras por la conducta delincuencial de Javier Duarte, familiares y conexos, es un buen momento para cuestionarnos la forma en que el sistema político está procreando a la nueva generación de entes del mal.

Sí, amable lector, las juventudes partidistas (de todos los institutos políticos mexicanos) parecen la versión postmoderna de las Hitlerjugend nazis: alimañas que ocupan cargos públicos cuando es evidente que carecen de la capacidad y experiencia para ello, que extorsionan, chantajean, reciben sobornos, desvían recursos, calumnian, injurian, difaman, son aviadores, hacen peculado y cuyo único mérito es ser hijos, parientes, parejas, amigos o ahijados de políticos añejados en el moho del poder. Sus funciones reales (no por las que formalmente cobran) son las usuales de los golpeadores políticos: movilizar grupos, llenar mítines, acarrear personas, hacer que las fuerzas vivas partidistas sean como el reparto de una farsa terrorífica, solventada con recursos públicos.

Solo se necesita observar a esos pequeños buitres para darse cuenta de que son Duartes en miniatura: se inscriben en posgrados (que pretenden acreditar por influencias y presiones), se visten con ropajes de lujo (que no diluyen sus modales deficientes), su acento sigue siendo malsonante, majadero, la prepotencia es su leitmotiv, la ignorancia abusiva su carta de presentación. Baste con recordar los currículos académicos del Javidú y su esposa para confirmar que el modus operandi de los millennials malignos es idéntico al del ex gobernador veracruzano.

Hay casos muy burdos de disposición anticipada de la línea sucesoria -como el de los hijos de Andrés Manuel López Obrador, enquistados en la estructura de Morena- pero todos los partidos políticos han incurrido en la práctica de preparar la generación de recambio de la cleptocracia autoritaria. ¿Por qué esperar a que estas hienas crezcan y repitan las iniquidades del Cagliostro porteño? ¿Dejaremos que una nueva oleada de Karimes se enjoyen y decreten que merecen la abundancia, con cargo a nuestros impuestos?

La crianza de cuervos políticos es un proceso que puede frenarse en todos los niveles. ¿Un politiquillo pretende, vía presiones, extorsiones o chantajes, que le facilite algo que no se merece? Denúncielo. ¿Algún Lord o Lady se pasa de la raya enfrente de usted? Exhíbalo. Si no ponemos un alto a esa clase emergente de sátrapas, en unos años los veremos al frente de los altos cargos estatales y nacionales.

La moraleja del caso de Javier Duarte es clara: las licenciaturas y posgrados no equivalen a capacidad y honestidad gubernamental. De hecho, los jóvenes políticos «estudiados» tienen la presunción de no acreditar sus grados por la vía de la aptitud académica sino de la coerción, el delito y el influyentismo. ¿Alguien cree que un joven funcionario público, inscrito en un programa de excelencia, puede realizar sus deberes gubernamentales y, al mismo tiempo, ser académicamente sobresaliente? Diría el español: «el diablo que se lo crea». A pesar de su etiqueta, la tolerancia a esas sabandijas los convierte en posgrados patito.

Lo más grave no es que sean fraudes sociales, sino que estos tiranitos son profundamente nocivos para los asuntos públicos. Si Alain Finkielkraut escribió La derrota del pensamiento, un cronista mexicano -que narrara la existencia de estos rapaces- podría escribir El fracaso del futuro.

En suma, cría Duartes y te sacarán hasta el tuétano: aún estamos en tiempo de pararlos.