Pararse en un esquina de una gran ciudad, nos puede permitir apreciar de maneras por demás seductoras y aleccionantes, el desarrollo histórico de las sociedades que le ofrendan su vida cotidiana, y engrandecen como si se tratara de una complejísima teselación que se abre cada vez más hasta conformar una complejísima estructura ornamental, que contiene de manera cifrada los planos del cosmos, del paraíso, las cicatrices que estampa la vida a veces con una daga al rojo, o, simplemente como yo hago ahora, con una taza de café en la mano, mientras escucho el Homenaje a Federico García Lorca, de Silvestre Revueltas. Es un atardecer augusto en la capital mexicana, en cuya esquina insignia entre el Callejón de la Condesa y el flamante boulevard 5 de mayo, se concentra la vitalidad cosmopolita de una gran metrópoli, testigo ocular de siglos engastados en sus suntuosos palacios desde los que me encuentro rodeado, y que es como hallarse justo en el centro de un alhajero en donde la perspectiva determina el espacio-tiempo.
A veces podemos pensarnos en París o en Viena, pero elevamos la vista y el vértigo de Nueva York puede ser contradicho por Oriente, ya sea China o Japón, o a veces Constantinopla. No sabemos si en esta esquina estamos en una República, o en un Imperio, si es el siglo veintiuno o es el diecisiete, si los mosaicos de Babilonia aún cristalizan de azur las murallas, o el mármol vital de las estatuas nos sitúan en la Roma de Augusto. Aquí situados, puedo decir que quizás de todo cosmos hay parte, que este lugar es una síntesis en medio de cientos de contradicciones del espíritu hecho cantera, cristal o azulejo. Como si Hegel se hubiera situado a comerse un rico Strudel con un buen café vienés justo en este lugar, y el mismo viento que golpea mi rostro le hubiera animado a comenzar su Fenomenología del Espíritu, porque ciertamente el todo se presenta como un espectáculo grandioso que cabalga en el lomo de la historia, y “el espíritu cierto de sí mismo” es reconfigurado en este boulevard que es uno de los cientos que nutren el capitalino fluir que a diario se enfrenta con el “todo” que se le opone.
Como puerta triunfal se erige aquella construcción blanquiazul que nos recuerda la grandeza mestiza del otrora Virreinato. El arte islámico asentado en la península llevó consigo el azulejo e impregnó a Iberia de su fantástico cromatismo. A su vez, la Imperial Ciudad de México, erigida sobre la antigua capital mexica, fue bastión comercial entre el comercio del lejano Oriente, con Europa. Las porcelanas coloreaban previamente sus almacenes previamente a su arribo a Veracruz para embarcarse rumbo a Europa. La capital hizo de las gamas coloridas de la manufactura China, uno de sus rasgos identitarios que no podían permanecer ausentes en las residencias de la Corte (junto con Lima, la Ciudad de México ostentó la elegancia de una institución aristocrática como las que aglomeraban a las élites cortesanas y culteranas de Europa). Los jarrones, tibores, floreros, etc., en todo solar nobiliario o recinto eclesiástico, para ser digno de su rango, se preciaba de su áulica colección que nada envidiaba a Madrid o a Lisboa, e incluso con más sedas procedentes Manila y maderas talladas de Mindanao.
Ingresar al casco antiguo de la magnífica capital implica observar la residencia dieciochesca de los Condes del Valle de Orizaba, con sus miles de azulejos que como ojos mestizados, han observado los complejísimos cambios que han afectado a la capital y al país desde su erección claramente barroca. Mira, desde sus almenas ornamentadas con poblanas talaveras, una parte de la plaza Guardiola que aloja un edificio modernista e insignificante del Banco de México –otrora el hermoso palacio de la familia Escandón: Condes de Sierra Gorda, barones de Barrón y Marqueses de Villavieja, construido con estilo clásico francés por Lorenzo Hidalga, y famoso no sólo por su resaltante arqueada hacia el frente, sino por los perros guardianes que custodiaban la azotea-, pero que por fortuna, del lado del boulevard cinco de Mayo, permite ver una postal del vecino Palacio de las Bellas Artes.
Uno puede mirar desde esos alargados balcones, el costado izquierdo del marmóreo recinto ecléctico de Adamo Boari, aunque con una predominancia exterior Art Decó. El mármol de Carrara contrasta con la gigante y dorada cúpula coronada a su vez por un águila imperial devorando una serpiente. La herrería ornamentada con culebras, palmas, liras.., custodian los grandes ventanales por los que rodean a toda la construcción labrada con relieves y estatuas de Géza Maróti -de la Casa Steiner Armin de Budapest-, las esculturas “La Edad Viril” y “La juventud” de André Allar, y el hermoso bajoreviele de “Armonía” de Leonardo Bisolfi justo en la fachada, sobre la gran terraza y bajo el pórtico de medio círculo que da acceso al Panteón del Arte Mexicano que estallaría con grandeza muralística durante la posrevolución en el siglo veinte.
La Alameda, el parque público más antiguo de América, también puede ser observado desde el balcón del Palacio de los azulejos, refulgiendo tras la gigantesca estatua de Beethoven, y a la manera del Prater en Viena, es un bosque verdísimo repleto de mitología en sus juegos de agua y pedestales sosteniendo bronces clásicos. El viento puede golpear de frente y enfriar el café que bebemos obligando bajar la mirada hacia el frente y ladear el rostro para abrirlos nuevamente, y encontrarse con el palacio del Banco de México en su sede principal. Este edificio que originalmente albergó la sede de The Mutual Life Insurance Company of New York, ostenta un estilo plenamente renacentista italiano en su exterior, guarda los interiores diseñados por Carlos Obregón Santacilia que son todo un cromatismo entre bronces, cristales biselados, mármoles, granitos y mosaicos que representan el Parnaso, Bélgica y Portoro.
México es ese todo mestizo transfigurado en alabastro, con pegasos de bronce que transforman en un Belerofonte magnífico dispuesto a encajar su lanza, en el pecho de la Quimera amenazante que asola con su hocico ponzoñoso las tierras fértiles del más septentrión de los latinos de América, del Anáhuac custodiado no por el Helicón de las musas, sino por los volcanes siempre nevados que celebran, a su vez, lo trágico del vivir, y la inevitabilidad de la muerte. Sin pretender ser Poliido, sí puedo decir a todos los lectores, que con este café en la mano, en el balcón churrigueresco desde el que mi mirada observa, nos podemos encontrar justo en la fuente Pirene, mientras esperamos de Atenea su presencia como ama y señora de estas tierras pletórica de eclecticismo único y soberbio.