Cuando las sociedades “carecen” u ostentan “criterios distorsionados” de “excelencia”, entonces, en ambos casos, la barbarie es lo único que “subsiste”. Cuando decimos “carecer”, nos referimos a una limitancia establecida en el espíritu de cada habitante, en donde cada persona, sin un referente de excelencia (portador de principios que eleven su dignidad humana), pase en un estado permanente de bestia, que puede levantar sospechas sobre un proceso consciente de bestialización, con el fin, quizás, de enajenar a toda una sociedad para que ésta, sin posibilidades de sobresalir, acepte un dominio o alguna perversidad planeada en su contra. Cuando nos referimos a la “distorsión de los criterios”, no estamos refiriéndonos a la “ignorancia” simple y llana, sino a la génesis de referentes esperpénticos que rodeados de una parafernalia ilusoria, ofrecen sus “principios” a una sociedad que los consume con singular y, quizás, fácil alegría. La facilidad de su digerimiento, es el atractivo estrella que logra captar la atención de entidades limitadas. La distorsión de los criterios es lo más parecido a una definición que corresponda a la sociedad de consumidores; a la muchedumbre enaltecida por un discurso que en pos de ganar compradores, es capaz de ofertar una gama de inmundicias bajo el envoltorio de excelencia.
El triunfo de la canalla lo podemos ver en los medios masivos de comunicación (aclaro una cosa, no todos los medios de comunicación masivos son malos, hay excelentes medios pero limitados a un sector minoritario que aquí no se está tocando precisamente), y en sus referentes “excelentes” que producen en su imaginario esa gordura mórbida por acumulación de eses en el intestino: “cantantes” que “no cantan”; “líderes de opinión” que simplemente empoderan el mensaje morboso de la muchedumbre, sin dejarle una lección crítica a nadie; “escritores” que se regodean de lugares comunes para enaltecer estereotipos trillados, repetitivos y, en casos de los subgéneros-engendro como la “superación personal”, la “autobiografía de entidades superfluas y banales” que exhiben sus vidas miserables, a un público admirador de su vida ociosa y corriente, que precisamente los medios masivos han creado como una manera de legitimar el discurso de una de las élites más excrementicias que la humanidad ha visto en muchas eras.
Si la fórmula legitimadora de un sector empoderado es ofrecer su viciosa “existencia” a una comunidad de consumidores, que en el colmo de la enajenación, alcanzan el orgasmo de su vacuidad siendo testigos de sus liposucciones; obtienen el éxtasis contemplando sus borracheras en tiempo real; y denominan “diversión” a un proceso multitudinario de embrutecimiento aprobado por el sínodo social más infame desde el oscurantismo, en plena peste negra, que a la manera de la mortífera epidemia que acabó con la mitad de los habitantes de un Occidente sumido en el terror y el fanatismo, fuera transmitido por los piojos de las ratas, el tifo se ha propagado en el alma de ese montón de entidades míseras, que distando por mucho de la ciudadanía, son cumbre de la barbarie en tiempos donde las democracias representativas ven la tragedia de su propia existencia. La democracia moderna, al fundar su legitimidad en la existencia del sufragio, los sufragistas –que son los mal llamados “ciudadanos”-, se han transformado en la comunidad de idiotas más grande surgida en la humanidad, desde que la historia diera testimonio de los hechos de los seres humanos (claro, hay algunas notables excepciones).
El debilitamiento de la institucionalidad, no se nutre exclusivamente de “políticos corruptos” –cuando la muchedumbre recurre a esa generalización y mete a toda personalidad pública en el mismo saco, olvida que cualquier ente dedicado a los asuntos públicos es también una persona, criada en una sociedad, donde comparte una serie de “valores” que le confieren identidad-, sino que existe ante todo un envenenamiento social que no sólo permite y participa de “actos corruptos”, sino que con su propia lumpenización que no les permite siquiera ser objetivos a la hora de elaborar un juicio sobre los hechos públicos –y propios, claro está-, y asumir pasivamente sus deberes políticos, se encierran gustosos en sus criterios distorsionados de excelencia, y lo mismo consumen un programa de chismes, o se hunden en la infinitud de una red abundante de las aguas negras de la revolución cibernética, que es el alucinógeno predilecto de las hordas inconscientes, que pueden llevar a la cúspide del poder a cuanto idiota se presente con esa algarabía que es el deleite de las muchedumbres bestializadas.
Pedir que la muchedumbre logre los niveles de refinamiento de cualquier era anterior a esta, es un despropósito, no es algo que se logre siquiera con el acceso a la formación académica superior –otro consumo falso: la “adquisición de educación”-, pues el perfeccionamiento del alma, y el refinamiento de las formas, es el final de un larguísimo proyecto que inicia desde los más tiernos estímulos, desde la experiencia de las grandes obras de la humanidad –que las hay, pues he tenido la desagradable experiencia de leer a exóticos relativistas, o de plano, nihilistas, que niegan la existencia de “las grandes obras de la humanidad”, y que consideran que todo o es cuestión de una “subjetiva apreciación”, o un mero invento elitista para distinguirse de los demás-. Una gran obra de la humanidad es fácil de reconocer, tiene un solo objetivo: “hacer mejor al otro”.
¿Qué es hacer mejor al otro? Hacerlo mejor es lograr que sus facultades netamente humanas se desplieguen transitando el originario estatus salvaje, con el fin de obtener una mayoría de edad intelectual que le permita ser un “buen ser humano” –esto es, incluir al “otro” siempre en sus determinaciones-, y esto lo transforma en un buen ciudadano; un buen padre; un buen trabajador; etc. Lo malo, según los pervertidores del alma, es el costo que promueve la responsabilidad por ser un ente pensante y libre, es el exponerse a todo un mundo que lo condene o lo señale por no seguir el juego vulgar de la muchedumbre bárbara, por no ser su bufón o su apologeta; por no señalar los vicios de la mayoría, y hacer de las limitancias de la masa, una especie de “virtud” amparada por el discurso empobrecedor del victimismo. Decir que la mayoría es víctima de unos pocos, siempre es más fácil y simpático, que decir que la mayoría es víctima es de sus propias irresponsabilidades, de ponerla ante el espejo y que comprenda que ese ambiente del que los falsos profetas tanto se nutren con su demagogia, es un producto colectivo que permite, que consume e incluso se deleita de toda lo podredumbre vana de una sociedad enferma, carente de nociones existenciales trascendentes, o lo que es lo mismo: de referentes de excelencia que lo hagan mejor ser humano.
Comprendo que alguna persona crítica cuestionará: ¿y cómo demonios se le confieren “criterios de excelencia” al pueblo? Si piensan que es la formación académica, creo que ya arriba quedó descartada, y contesto: la mejor manera de transmisión de la excelencia es el ejemplo. La presencia viva del excelente es la mejor manera de formación social, ¿y eso cómo se hace? Una manera que creó la sociedad, fue a través de la exaltación de las virtudes humanas reunidas en un espacio artificioso, en donde el nivel de refinamiento se compaginaba con la alta cultura.
El refinamiento es la expresión en el mundo de un espíritu dotado de excelencia, la excelencia la confiere la alta cultura, y ésta, para que germine, requiere de una dinámica socializadora que vincule a los seres humanos, nutriéndose entre sí, y consumiendo, a su vez, los frutos del intercambio de una información viva, no en la relación maestro-discípulo, sino en la de igual a igual, como acontecía en el cosmos de la sociedad cortesana. En la sociedad cortesana la élite aristócrata sólo podía lograr éxito si demostraba entre sus pares la posesión de la excelencia, y así ser considerada para los más diversos cargos del estado. Es cuando surgieron toda una serie de principios básicos para formar a entidades con el deber de representar los mejores valores de su sociedad, y a la vez, llevar un cargo de estado con responsabilidad y prudencia.
Los principios no se quedaron en la Corte, trascendieron y se filtraron a todas las capas sociales con el correr del tiempo. Es así que desde el simple –e importante- “gracias”, hasta el comer con cubiertos y encarnar comportamientos de urbanidad, para evitar el conflicto entre los seres humanos, como Erasmo de Rotterdam recomienda, iniciaron a través de consejos ya popularizados en estos aciagos días, como lo refiere a propósito de limpiarse las narices, en De la urbanidad en las maneras de los niños, dedicada por el insigne holandés al príncipe Enrique de Borgoña: “Las narices estén libres de purulencia de mucosidad, lo que es cosa de sucios; vicio éste que también a Sócrates el filósofo se le achacó por tacha. Limpiarse el moco con el gorro o con la ropa es pueblerino; con el antebrazo o con el codo, de pimenteros; ni tampoco es más civilizado hacerlo con la mano, si luego has de untarle el moco a la ropa…” (op., cit., V). Quién habite en el sótano de la ignorancia, y crea que los seres humanos siempre se han limpiado sus mocos con la pulcritud del pañuelo desechable, es tan ingenuo como pensar que siempre se han lavado las manos con jabón, o que siempre han estornudado llevándose la palma de la mano a la boca. Todas estas son costumbres, y nacieron como un nivel inaudito de elegancia, propia de la educación caballeresca de príncipes y miembros de la Corte. La masa no tenía tal refinamiento, lo copiaron, por fortuna, y poco a poco lo convirtieron no solamente en un hábito, sino en un principio de salud pública que causaría la misma censura de transgredirlo, a la manera de lo que en la Corte hubiera implicado no comer con tenedor y cuchillo, o hablar con la boca llena, salpicando al desventurado de al lado, careciendo de principios básicos de urbanidad, eso que nos reconoce como “no animales”, y nos acredita como portadores de educación y ciudadanos.
La alta nobleza, con sus códigos de refinamiento y de virtud, obtuvieron su más grande triunfo precisamente con el devenir de la Enciclopedia, precisamente en la época en que Occidente quizás como nunca confió en el poder del refinamiento y la cultura. Donde la ciencia se idealizó, y Versalles era tan magnífica que lo mismo influía en política exterior, que en las Academias y Universidades del reino, y en las mesas de las casas de los más humildes campesinos. La alta nobleza es un arquetipo, una imagen viva de elegancia, de cultura, de nutrimento espiritual que promueve la idealización de un mundo al que la sociedad aspira, contempla y aprende por imitación. Una Corte refinada hizo grande a su lengua, el francés; a su pensamiento, la filosofía; patrocinó la ciencia y poco a poco contribuyó a una concientización social que enarbolaría los más caros principios de la libertad. Una nobleza ilustrada y comprometida, en un entorno imponente, dota de prestigio al saber, y promueve el abandono de las tinieblas, como dice Baltasar Gracián en el parágrafo dedicado a “Cultura y refinamiento”, y donde establece un nexo entre la forma: el refinamiento, y el fondo: la cultura; ambas se requieren, y sólo con su amable presencia puede lograr la atención de las sociedades, su imitación, que requieren motivaciones experienciales para aspirar a la grandeza del alma: “El hombre nace bárbaro; debe cultivarse para vencer a la bestia. La cultura nos hace personas, y más cuanto mayor es la cultura. Gracias a ella Grecia pudo llamar bárbaro al resto del mundo. La ignorancia es muy tosca. Nada cultiva más que el saber. Pero incluso la cultura es grosera sin refinamiento. No sólo debe ser refinada la inteligencia, sino también la voluntad, y más aún la conversación. Hay hombres refinados por naturaleza, por dentro y por fuera, en ideas y en palabras, en las gracias físicas (que son como la corteza) y las cualidades espirituales (que son el fruto). Por el contrario, hay otros tan groseros que todas sus cosas, y a veces sus buenas cualidades, las deslucieron con una intolerable y bárbara falta de refinamiento” (Baltasar Gracián, El Arte de la Prudencia, par. 87). Solamente el refinamiento promueve la imitación, pues despierta el gusto por adquirir un saber –cual sea-, y así, casi sin darse cuenta, las sociedades transitan gracias a la ejemplaridad de sus mejores personajes, de un estado bárbaro, a uno civilizado.