A uno de mis mejores maestros, Antonio José Molero, le chocaba que la expresión “¿mande?” se considerase en México indicativa de buenos modales. Contaba que en España, su país natal, aún se oía ocasionalmente en boca de campesinos ya viejos como residuo de una sociedad constituida por amos y siervos. De ahí lo de “¿mande?”. El profesor veía en ese hábito mexicano un vestigio de la cultura criolla, heredera de la colonia, cuyos trazos aún perviven en los subterráneos de la sociedad mexicana actual.
De aquellos lejanos tiempos, y asociada a ese mismo orden social, procede también la cultura de la subsistencia: una cultura de mínimos, de mínima ganancia y esperanza, en la que el individuo como depositario de valores y aspiraciones sociales apenas tiene presencia. La cultura de la subsistencia es la conformidad con lo precario, no solo de lo que el mundo ofrece, sino también de lo que se le da en contrapartida. Es una cultura resignada y fatalista que no crea estímulos de mejora ni fomenta la curiosidad intelectual. Es la somnolencia como estado del espíritu. Ciertamente, esto no tiene validez general, pero el fenómeno está lo bastante arraigado como para reconocer en él rasgos sintomáticos de nuestra sociedad. Muchos mexicanos no perciben conscientemente esa cultura de fondo, porque está alojada en las propias entrañas de la sociedad y no ofrece medios de contraste para evaluar el alcance de las propias obras. Quien siempre ha vivido inmerso en un sistema de mínimos y desconoce otro mejor, vive en natural conformidad con lo imperfecto, lo provisional, lo mediocre. Todos conocemos la flojera y la hueva, y su carácter epidémico en México, conocemos esa cultura de la subsistencia que niega o ignora la excelencia: no la ofrece, ni la exige, porque de nada sirve, ni a nada conduce, de nada compensa, ni se recompensa. Cierto es que en México existe sí una cultura de la excelencia -ahí están sus muchas obras-, que hoy en día sigue siendo una realidad patente que da buenos frutos. Pero no nos engañemos: salvo notables excepciones, siempre ha estado restringida a los segmentos de la sociedad más favorecidos. En la práctica, el principio de igualdad de oportunidades nunca ha pasado de ser un piadoso eufemismo con el que una sociedad injusta se lava la cara.
La idiosincrasia mexicana y sus manifestaciones se nutren de fuentes diversas, pero en ellas la educación juega un papel protagónico. A lo largo del siglo XX, las contribuciones de José Vasconcelos y sus sucesores le dieron al sistema educativo en México un extraordinario impulso que, pese a todos los esfuerzos, no logró erradicar el sustrato clasista y profundamente antidemocrático de nuestra cultura. Las visiones y objetivos educacionales estaban limitados a la urgencia de cubrir mínimos en una sociedad emergente y con graves desequilibrios estructurales. Faltaba una visión nítida de los atributos del individuo como activo social y objeto primordial de los ideales democráticos. El modelo tradicional, vertical y prescriptivo de enseñanza, donde el maestro enseña y el alumno “aprende”, era en cierta medida una traslación del principio paternalista y autoritario, según el cual uno mandaba y otro obedecía, y donde tanto el educador como el educando eran administradores de saberes y valores ya definitivamente constituidos y que solo bastaba asumir.
Con la presente reforma educativa, por primera vez en México, la cultura democrática -en lo que tiene de realidad y aspiración- entiende que la construcción del individuo como ciudadano libre y responsable es a la vez fundamento y fin supremo de la vida en sociedad y responsabilidad compartida de la sociedad en su conjunto. Por primera vez, un proyecto educativo asume las rémoras históricas de la sociedad mexicana y se propone superarlas con criterios de excelencia inclusivos, con beneficios para todos, pero también con las correspondientes exigencias. Lo que la reforma propone en su doctrina y estrategia es ser ahora ya mejor de lo que somos, por la necesidad y voluntad de serlo. El proyecto presentado por la Secretaría de Educación Pública debería ser objeto de lectura y debate, por lo menos, en todas las escuelas.
Uno de sus aspectos más polémicos es el referido al estamento magisterial. Ningún maestro debería sentirse ofendido por que se espere de él un trabajo de renovación y capacitación continua. La formación es un proceso permanente e ilimitado en la vida de la persona: todo lo que sea formación es mejora de la vida. Un maestro que no entienda ese principio esencial, debería preguntarse si realmente la enseñanza es su vocación. No se puede trasmitir valores que no se poseen. Por tanto, un maestro sin vocación de aprendizaje nunca será un buen maestro. Esta reforma no hubiera sido necesaria en los aspectos que conciernen al estamento magisterial si el sindicato hubiese defendido la educación tanto como los intereses corporativos de sus afiliados.
Pero no nos engañemos: Esto es México. Una nivelación insensible a la realidad sobre el terreno podría echar por la borda las mejores intenciones. La autonomía local y la autogestión que la ley prevé en su aplicación debería recoger las circunstancias específicas de cada lugar. El gobierno tiene obligación de reprimir conductas reprobables como el clientelismo, y la corrupción, y licenciar a la brigada de aviadores, pero sería una torpeza aplicar medidas represivas o intimidatorias allí donde conviene más bien ver y escuchar. El México oficialista controla poco o nada de lo que sucede en las sierras. Vivimos en un país de varias velocidades. Esto conviene tenerlo presente recordando también que lo esencial de la ley es su espíritu: entenderlo y aplicarlo hoy en su justa medida es aún más importante que todas las aspiraciones puestas en el mañana. Por consiguiente, en materia de nivelación y evaluaciones conviene hilar fino para que a la postre las buenas intenciones no produzcan más daño que beneficio. Esto es relevante sobre todo en relación con las comunidades indígenas: proteger y fomentar su lengua y cultura es imprescindible para que este país siga siendo México: todos deberíamos sentirnos orgullosos de ese patrimonio. Pero su protección no puede implicar a la vez conformidad con el aislamiento endémico que padecen esas comunidades y su exclusión de todos los beneficios que esta sociedad ofrece a sus miembros. No es fácil ser iguales siendo diferentes.
La reforma educativa entrará en vigor en el ya muy próximo ciclo escolar, muy cerca del año electoral. Sería una irresponsabilidad imperdonable convertir un asunto tan sensible y urgente en objeto de panfletadas electoreras. Nadie en su sano juicio debería plantearse la reversión de la reforma atribuyéndose el patronazgo moral de supuestos desfavorecidos donde se busca el favor de todos. Por tanto, nada de charlatanería en torno a la educación. Si no cambiamos hoy no cambiaremos nunca. Con lo que hay basta para empezar.