La exoneración de Salvador Cienfuegos en Estados Unidos se ha vuelto un acertijo diplomático imposible de descifrar, empezando porque se insiste en destacar que su repatriación es una muestra del respeto a la soberanía y de la altísima confianza que nuestro socio comercial dice tener en el gobierno mexicano, pero ocurre después que agentes norteamericanos realizaron una investigación en territorio nacional, violando leyes mexicanas y no sólo a espaldas de la administración del presidente Andrés Manuel López Obrador, sino en una actitud de franca desconfianza hacia las instituciones del país.
El argumento central para dejar sin sustento el expediente que el Departamento de Justicia presentó a la jueza Carol Bagley Amon contra el ex secretario de la Defensa en el sexenio de Enrique Peña Nieto, también es desconcertante por público y no sólo por inédito. Se argumentó, para efectos prácticos, de algo que muy poco hablan las naciones y sus gobiernos, una razón de Estado. Cuando se apela a ese argumento, estamos frente a una decisión política que se aparta del derecho por circunstancias excepcionales.
Lo que planteó la fiscalía del vecino país del norte, es que la relación y la cooperación con México es un bien mayor, que resulta más importante que pretender juzgar en su jurisdicción al general de más alto rango que sus investigaciones han vinculado al narcotráfico. Y es absolutamente entendible. La cooperación mexicana resulta fundamental para el gobierno norteamericano en tres temas (más allá del intercambio comercial) que le han quitado el sueño a republicanos y demócratas, me refiero por supuesto al narcotráfico, a la migración como fenómeno de criminalidad y al terrorismo.
Si México dejara de cooperar como lo viene haciendo en estos tres temas claves, la seguridad nacional de los Estados Unidos se vería seriamente comprometida. Hasta ahí, el enigma parece tener una explicación lógica y coherente. El presidente López Obrador cambió de opinión, muy probablemente a petición de las fuerzas armadas, y presionó, como lo ha aceptado de hecho, para que el poderoso país del norte, al que nunca antes su gobierno había presionado en dos años, cediera en una demanda que parecía imposible de enarbolar para un gobierno comprometido públicamente con la lucha anticorrupción: el regreso a México de un militar al que pruebas sólidas de la DEA, señalan como fuertemente involucrado con el narcotráfico.
La historia hasta aquí suena bastante razonable. Se trata de un tête-à-tête diplomático y un triunfo, por donde se le quiera ver, para el gobierno mexicano. López Obrador corrige el entuerto inicial frente a los principales aliados de su gobierno, “salva” la soberanía y limita o reivindica los acuerdos de cooperación con Estados Unidos en las áreas sensibles para los norteamericanos. Sólo una cosa no ajusta a esta versión: ¿puede un gobierno saliente, tomar una decisión de este calibre sin consultar al presidente entrante, que, aunque no ha sido anunciado oficialmente, todo indica que lo será Joe Biden?
La respuesta obvia es que el sistema democrático y la institucionalidad norteamericana obligan al ejecutivo saliente a poner al día a su sucesor, incluso cuando apenas es presidente electo, de los asuntos estratégicos de la nación. Pero Donald Trump no es el mejor ejemplo de un político institucional. De ahí que yo sostengo la siguiente hipótesis: estamos ante una muestra más del carácter del magnate que se resiste a reconocer su derrota y que como el mal perdedor que es, quiere algo simple y humano, venganza.
Lo que ocurrió con el caso del general Cienfuegos me parece algo mucho más sencillo que un enigma sin respuesta. Estamos frente a un presidente derrotado que aprovecha su relación con un político como López Obrador, que está obligado a replantear su posición ante el nuevo gobierno de Estados Unidos, empezando porque evidentemente Biden no era el candidato de su simpatía. De modo que el “amor con amor se paga” de Trump a Andrés Manuel no es sólo la liberación del militar que fue jefe de dos de los hombres de mayor confianza en Palacio Nacional, el actual secretario de la Defensa, Luis Crescencio Sandoval, y el también general Audomaro Martínez Zapata.
Lo que Trump le está regalando al presidente de México es una posición de fuerza para negociar con el nuevo gobierno demócrata. Desde mi punto de vista, Trump al argumentar razón de Estado y crear la historia de un país que reclama su soberanía y ante el que tiene que ceder, como si conciliar fuera su característica, lo que está haciendo es justamente atar de manos a su sucesor en un asunto que es desde siempre, moneda de curso común para el trabajo del gobierno y de las agencias de investigación norteamericana: la extraterritorialidad.
Según ese principio, los intereses de Estados Unidos son siempre superiores a cualquier interés soberano y a cualquier marco legal de un país extranjero, cualquiera que éste sea. Con ese argumento se investigó, en territorio mexicano, bajo el completo sigilo, interceptando llamadas telefónicas sin requerir orden judicial, al general Cienfuegos. Devolver al militar detenido en Los Ángeles, libre de toda culpa, sienta un precedente: en el futuro (entiéndase, con Joe Biden) ningún agente de la DEA podrá operar como lo estaba haciendo en este gobierno (y la muestra es el expediente que llegó a una jueza de Nueva York). Eso se acabó. A menos, claro, que haya nuevos acuerdos.
Aparte de la posición de fuerza que con este caso le deja a su aliado, el regalo de Trump incluye además la posibilidad de que López Obrador duerma tranquilo. Si se aplicara la extraterritorialidad, Estados Unidos podría investigar a los responsables de liberar a uno de los capos del narcotráfico más buscado por sus agencias investigadoras, me refiero por supuesto a Ovidio Guzmán. Y ya sabemos quién dio la orden de dejarlo libre. De modo que el presidente tiene motivos suficientes para seguir hablando bien toda su vida, de ese personaje retorcido y gris llamado Donald Trump.